domingo, 21 de abril de 2024

EL AUTOREMAKE EN EL CINE. CAPÍTULO III (III)

La elección del elenco de Dama por un día no estuvo exenta de complicación, todo debido a la política de la Columbia de pedir prestado a los actores. El estudio quería a Marie Dressler para hacer de Annie, a James Cagney o a Robert Montgomery para el papel de Dandi, y a W.C. Fields para el de Juez. Los tres primeros procedían de la MGM y se descartaron por una experiencia negativa muy reciente de Capra con Irving Thalberg.[1] Como tampoco llegó a buen término la contratación de Fields, que estaba sujeto a la Paramount, decidieron tirar de la Warner como principal proveedora de artistas. Así, el protagonista de Lady for a Day (Warren William) y dos de los principales secundarios (Ned Sparks y Guy Kibbee) finalmente fueron suministrados por el estudio que regentaba Jack Warner.[2]

 

La decisión de Harry Cohn fue providencial porque los tres actores están estupendos. En ellos descansan los momentos más simpáticos de la película y de sus bocas salen las frases más ingeniosas de Riskin con la espontaneidad y naturalidad que requiere la comedia. Estamos de acuerdo con la opinión de Capra acerca del trabajo de Warren William (3.3) cuando dice que hace un Dandi demasiado “simpático”,[3] aunque eso no empaña su labor al manejar cada situación que se le presenta con la seriedad que se le supone al personaje, manteniendo siempre el control y gestionando su papel dignamente a lo largo de todo el metraje. 

La actuación de Ned Sparks es igual de correcta (3.4), la acidez de su personaje es un antecedente claro a los que brillarían en pantalla años después de la mano de Billy Wilder. Pero quizás, la sorpresa más agradable sea la de Guy Kibbee. El veterano actor se hace con un registro contrario al que solía interpretar en los musicales de la Warner cuando se mostraba nervioso y casi siempre sobreactuado. Ahora no nos imaginamos a otro “Juez” que a Kibbee. La serenidad que transmite al representar su papel especular (el actor que interpreta a un personaje que a su vez actúa) es de lo mejor del largometraje; y las dos secuencias donde juega al billar, la de su presentación y cuando se apuesta la dote de la novia, son de las destacadas del filme (3.5 y 3.6).

Gracias a la decisión de Capra y Harry Cohn de contratar a actores, digamos, con menos personalidad que los Cagney, Marie Dressler o W.C. Fields, la película funciona tan bien. Es una cinta sin un protagonista claro donde nadie destaca especialmente, donde la sinergia triunfa por encima de cualquier fuerte personalidad, tanto en la trama como en la forma de dirigir de Capra: “Sentíamos que todos, el equipo artístico y el equipo técnico, estábamos trabajando para la consecución de un film común. Mr. Capra nos sacó lo mejor de nosotros mismos. Creo que deberían nombrarle ‘director’ de las Naciones Unidas” (opinión de Jean Arthur citada en Moix 1996, p.1102, acerca del método de trabajo de Frank Capra).

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[1] La película se iba a llamar Soviet. Un proyecto que le acarreó más de un disgusto a Capra años después a causa de la “caza de brujas”. El director estuvo trabajando cuatro meses en él, justo antes de Dama por un día, hasta que finalmente fue desechado.

[2] Los tres habían participado ese mismo año en el excelente musical Vampiresas 1933 (Gold Diggers of 1933 de Mervyn LeRoy) con la famosa coreografía caleidoscópica de Busby Berkeley.

[3] Capra lo achacaba a la manía que tienen los actores de leer el final del guion y actuar todo el rato “como si estuvieran en la última escena” (McBride 2011, p.300).




domingo, 7 de abril de 2024

2 X 1: "EL HOMBRE DEL CARRITO" y "47 RONIN" (Hiroshi Inagaki)

El hombre del carrito (Muhômatsu no isshô, 1958) 

Hiroshi Inagaki fue un director de cine japonés coetáneo a los Mizoguchi y Ozu, tan prolífico como ellos, aunque en un nivel inferior de calidad. No obstante, su cine tuvo mucha repercusión en el extranjero, sobre todo con dos películas rodadas a finales de los cincuenta y principio de los sesenta, de las que vamos a hablar hoy: 

La primera de ellas, El hombre del carrito, trata de la historia de Matsugoro (Toshiro Mifune), un conductor de rickshaw o carrito de tracción humana con dos ruedas. Matsu, como le llaman en su pueblo, es un hombre pendenciero que frecuenta los bares y siempre se mete en problemas hasta que un día salva a un niño herido. Los padres lo quieren recompensar, pero él se niega. Cuando el marido muere repentinamente, Matsu sigue viendo al niño y de alguna manera ocupa el lugar del padre para ayudarlo a afrontar la vida con fuerza y personalidad. Enamorado en secreto de la viuda, Matsu se guarda para él sus sentimientos debido a la diferencia de clase social. 

Historia emotiva protagonizada por el gran Toshiro Mifune en un papel muy afín a su registro de hombre solitario que ayuda a los demás. Cine de posguerra que Inagaki sabe conducir como si fuera una fábula gracias, entre otras cosas, a las elipsis precedidas de brillantes transiciones con planos detalles de las ruedas del carrito, girando y girando en un entorno de colores chillones. Una simbología que representa la vida de Matsugoro y el paso del tiempo —algunos han querido ver una metáfora de la rueda budista de la vida— que gira y gira hasta que se para.

 

Si algo destaca del cine de Inagaki es una puesta en escena espectacular, casi épica, en una historia del todo sencilla. Así, en las peleas de Matsu o, sobre todo, en la secuencia de la cabalgata del pueblo en fiestas, cuando Matsugoro se sube repentinamente a una de las carrozas para golpear un tambor gigante al tiempo que Inagaki lo rueda como si fuera un héroe legendario. 

El hombre del carrito es una delicia de filme que puede ser el mayor éxito internacional en la carrera de Hiroshi Inagaki. De hecho, ganó el León de Oro en el festival de Venecia cuando apenas se veían películas japonesas en Europa.  

47 Ronin (Chusingura, 1962) 

A principios de los años sesenta, Hiroshi Inagaki dirige una superproducción basada en hechos reales acaecidos recién comenzado el siglo XVIII: el noble Asano hiere con su espada a Kira, un corrupto alto cargo del shogunato —el gobierno— después de haber sido provocado en multitud de ocasiones por él. Como castigo, el Shogun acuerda que Asano se haga el harakiri y que todas sus pertenencias pasen al gobierno. Los vasallos de Asano, encabezados por el chambelán Oishi, planean vengar la muerte de su señor matando a Kira, a pesar de saber que sufrirán un castigo idéntico al de Asano. Como Kira se espera esa reacción, se parapeta en su castillo con un ejército de guardaespaldas. Mientras tanto Oishi planea el ataque a largo plazo para que Kira se confíe… 

47 Ronin es una célebre historia de samuráis, de honor y lealtad, tan querida por el público japonés que ha sido llevada a la gran pantalla en numerosas ocasiones. Quizás esta versión y la de Kenji Mizoguchi (Los cuarenta y siete samuráis, 1941) sean las mejores de todas. Ambas divididas en dos partes debido a su larga duración (más de tres horas y media) y con gran semejanza en el guion, diferenciadas tan solo por el final: mientras Inagaki se ahorra la ejecución de los 47 samuráis, Mizoguchi sí incluye el camino de cada uno de los guerreros hacia su ejecución (aunque tampoco se vea el acto en sí), en una secuencia verdaderamente conmovedora. 

La cinta de Inagaki también se distingue de la de Mizoguchi cuando el primero introduce en la acción a un ronin (samurái sin señor al que servir) que no pertenece a la casa de Asano, pero que simpatiza con la causa. Es un personaje interpretado, de nuevo, por Toshiro Mifune en un papel que le va como anillo al dedo, el de samurái independiente, un registro que inmortalizaría en varias de sus películas con Akira Kurosawa.

47 Ronin es, pues, un filme de época o jidai-geki, que Mizoguchi rodó en plena guerra, dentro del cine patriota y militarista que se producía entonces, mientras que Inagaki la dirige superada la posguerra y la censura que se estilaba en los años cincuenta para evitar cualquier insinuación al feudalismo.

Otra diferencia entre ambos largometrajes es la fotografía: mientras Mizoguchi la rueda en blanco y negro, Inagaki usa una excelente fotografía en color. Las imágenes con las que el realizador nipón recrea las escenas de transición son tan vistosas como llamativas, en especial las de la segunda parte con los paisajes nevados. También destaca el diseño de producción cuando los edificios, el vestuario, el decorado y las obras de arte del Japón del siglo XVIII están perfectamente elegidos para enriquecer y adornar esta epopeya.





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