lunes, 28 de septiembre de 2020

2 X 1: “RAFFLES” y “¡QUÉ PAGUE EL DIABLO!” (George Fitzmaurice)

Raffles (1930)

Es habitual en el mundo del cine que un director y un actor se compenetren tan bien que rueden una buena cantidad de películas juntos. Hay varios ejemplos: Michael Curtiz y Errol Flynn; Martin Ritt y Paul Newman; John Ford y John Wayne; Anthony Mann y James Stewart; Budd Boetticher y Randolph Scott, y un largo etcétera. Una de esas colaboraciones tan prolíficas fue la pareja formada por el realizador parisino afincado en Estados Unidos, George Fitzmaurice, y el actor Ronald Colman.

Fruto de esa unión fueron las ocho películas que rodaron juntos, entre las que se encuentran las dos que hoy traemos a nuestra sesión doble; ambas rodadas en 1930, cuando el sonoro comenzaba su andadura. De hecho, la primera de ellas, Raffles, se filmó simultáneamente como un filme silente y un talkie.

El guion de Raffles es muy conocido (se ha rodado media docena de veces): un ladrón aristócrata (Ronald Colman) quiere cambiar de oficio en cuanto conoce al amor de su vida (Kay Francis). Antes de retirarse, se comprometerá en un último trabajo para saldar las deudas de un amigo. Historia, como digo, muy adaptada, tanto en el cine mudo como en el sonoro, pero con la versión de Fitzmaurice en cabeza. Seguida muy de cerca, eso sí, por el remake de Sam Wood (Raffles, 1939), a la sazón protagonizada por David Niven, un actor con un registro muy similar al de Ronald Colman.

De Fitzmaurice hay que decir que fue un cineasta con una larga carrera, con más de ochenta películas en su haber y con el honor de haber dirigido a las más grandes estrellas de su momento, desde Greta Garbo hasta Rodolfo Valentino. Un director que encontró a Colman en el cine mudo y se aventuró con él a través del incierto sonoro gracias a que el actor británico, procedente del teatro, fue de los que mejor se adaptó a la nueva tecnología. Desde luego, el papel protagonista de Raffles le iba como un guante ⸺blanco⸺ al actor. Un ladrón flemático, impávido ante las dificultades y con un humor muy de las islas era ideal para alguien tan especializado en esos personajes como Colman.

La cinta es muy agradable de ver aunque tiene algunos fallos de estructura, quizás porque Fitzmaurice, cuando fue contratado, se encontró con varias secuencias dirigidas por Harry d’Abbadie d’Arrast (realizador de origen vasco, que fue despedido por el productor Samuel Goldwyn). La estructura del largometraje, por cierto, es exacta a la de El paraíso del mal (The Unholy Garden, 1931), también del tándem Fitzmaurice-Colman, con el ladrón que se redime gracias al amor, pero que todavía tendrá que dar un último golpe.

 

¡Qué pague el diablo! (The Devil to Pay!, 1930)

La película siguiente a Raffles del dúo Fitzmaurice-Colman, también producida por Samuel Goldwyn, resultó ser bastante similar a la anterior. En efecto, ¡Qué pague el diablo! descansaba en un personaje idéntico a aquel ladrón de guante blanco: un playboy inglés, impasible ante la adversidad, con vida ciertamente desordenada, por no decir fuera de la ley, que aspiraba a vivir siempre de las rentas de su padre. De nuevo al conocer a una mujer, se compromete a sentar la cabeza y dejar su vida disoluta y sin rumbo.

Con encuentros y desencuentros típicos del melodrama, pero a ritmo de comedia, se sucede el filme. Los diálogos cruzados entre Colman y su antigua amante (la descarada Myrna Loy, no podía ser otra), y entre el protagonista y su flamante novia (la más clásica Loretta Young) son de altura, aunque lo más original son las “conversaciones” del protagonista con un foxterrier llamado “George” ⸺¿es casual que se llame como el director?⸺, en especial, la secuencia del encuentro en una tienda de mascotas.

No deja de ser curioso el caso de Ronald Colman, al menos eso nos parece al ver esta y otras películas del actor. Nos referimos a la misma edad indeterminada que representa el actor en sus películas a lo largo de los más de cuarenta años de carrera; desde su época en el cine mudo hasta finales de los años cincuenta, sin apenas cambiar de aspecto, y dominando el registro de inglés maduro, aventurero y mujeriego.

Un papel que domina, pero que, sin embargo, se mueve casi siempre entre dos alternativas, la del donjuán o la del hombre fiel; la del delincuente o la de la persona honrada. Incluso, llevado al caso extremo, es también habitual en los filmes de Colman encontrarnos con el atractivo de la dualidad, del personaje que no es el que debería. Así, en El prisionero de Zenda es el doble de un monarca; en Si yo fuera rey es un ladrón que llega a reinar; en Beau Geste es un criminal, que en realidad no lo es, pero que redime sus penas en la legión extranjera; dualidad que también aparece en Historia de dos ciudades, Bajo dos banderas, etc.

No solo la actuación de Colman es lo mejor de la cinta que nos atañe, también sobresale el dominio de Fitzmaurice en las elipsis y en el ritmo de la película, algo que fallaba en Raffles debido seguramente a no haber tenido el control de todo el proyecto desde el principio. Si a todo esto unimos el excelente casting de ¡Qué pague el diablo!, lo que nos queda es una pequeña joya del cine precódigo Hays, y acaso la mejor cinta sonora de George Fitzmaurice.





lunes, 14 de septiembre de 2020

2 X 1: “LA BELLEZA DEL DIABLO” y “MUJERES SOÑADAS” (René Clair)

La belleza del diablo (La beauté du diable, 1950)

Al final de la Segunda Guerra Mundial, muchos cineastas exiliados regresaron a sus países de origen una vez liberados por los aliados. Fue el caso de René Clair, que volvió a Francia después de doce años de ausencia (los de la guerra más los que pasó en el Reino Unido en los años treinta). El prestigio logrado fuera de su patria, con filmes tan afortunados como El fantasma va al Oeste, Me casé con una bruja y Diez negritos, le permitieron seguir rodando en la posguerra cintas tan atractivas como las que traemos hoy a nuestro programa doble:

La belleza del diablo, la primera de ellas, es una versión libre del Fausto de Goethe filmada en clave de comedia fantástica: El viejo profesor de universidad, Fausto (Michel Simon), intenta conseguir la fórmula para fabricar oro. Cuando el joven diablo Mefistófeles (Gérard Philipe) le tienta con el éxito a cambio de que le entregue su alma, Fausto se niega una y otra vez. El ángel caído no renuncia a su misión y recurre a todas las triquiñuelas posibles, entre ellas la de intercambiarse por el anciano (ahora Philipe es un lozano Fausto, y Simon un viejo Mefistófeles), o la de hacerle vivir con anticipación la gloria prometida, incluido el romance con una joven distinguida.

La cinta se vuelve más y más barroca a medida que Fausto acumula experiencias. Incapaz de renunciar a algunas de ellas, la disputa entre el académico y el diablo se recrudece hasta tal punto que es difícil saber si la trama se encuentra en el presente o en el futuro soñado.

 

René Clair, experto en estas lides (no olvidemos su pasado como cineasta de vanguardia en la época silente), convierte la comedia en una película surrealista. Lo hace con denuncia incluida a la guerra fría cuando Fausto logra hacer su ansiado oro y lo vende a un príncipe dictador. Con el diablo de su parte, el tirano logra comprar con el oro armas de destrucción masiva. El planeta asolado que Fausto ve en su particular máquina del tiempo le hará desistir del trato con el demonio.

Con secuencias tan logradas como la del espejo, en el que se puede ver lo que depara el futuro (un ejemplo de cine dentro del cine), Clair rueda un largometraje muy agradable ⸺para los sesudos críticos se trata de una cinta menor, si no fallida⸺, con dos monstruos de la interpretación gala como son Michel Simon y Gérard Philipe. Un duelo de altura en la vida real, que reproduce el que se presenta en la ficción; con el tour de force añadido del citado intercambio de personajes.

 

Mujeres soñadas (Les belles de nuit, 1952)

La siguiente película de René Clair, Mujeres soñadas, es otra colaboración con Gérard Philipe, dentro del mismo género de la comedia fantástica, y con un guion muy en la línea de La belleza del diablo: Philipe es ahora un músico fracasado que malvive gracias a unas pocas clases de piano. Su situación es tan desesperada que a lo único que aspira es a que llegue la hora de dormir para soñar con una vida plena de triunfos y de amores con las mujeres que, en la vida real, ama en secreto.

Igual que en La belleza del diablo, la trama se vuelve cada vez más confusa y desbordante, con decorados muy cercanos a los ideados por Josef von Sternberg; y con viajes dalinianos a través del tiempo ⸺en esta ocasión al pasado⸺, desde el romanticismo hasta la prehistoria, pasando por la guerra de Argelia y la revolución francesa. El exceso de tramas dentro de la trama roza de nuevo el surrealismo y acelera la película hasta una catarsis donde se mezclan todas las épocas soñadas.

La moraleja de Mujeres soñadas es prácticamente la misma que la del filme anterior: al joven músico le sucede lo que a Fausto, ya no desea dormir más porque sus sueños se han convertido en pesadillas. Quiere volver a la realidad, que ahora valora en su justa medida, que es bastante mejor de lo que en un principio parecía.

Mujeres soñadas es también, como La belleza del diablo, una coproducción italo-francesa, con intérpretes de ambos países como Paolo Stoppa o Gina Lollobrigida. Claro que la indiscutible estrella es Gérard Philipe. Un actor al que le van muy bien esos personajes tristes, bohemios, casi desahuciados, que sueñan con una vida mejor, pero que la realidad los atrapa en una dura y melancólica existencia. Un registro que hallará la sublimación en la excelente Montparnasse 19.


 




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