domingo, 27 de abril de 2008

LARGA JORNADA HACIA LA NOCHE (Long Day's Journey into Night de Sidney Lumet, 1962)

Larga jornada hacia la Noche se trata de una cinta basada en la obra de teatro homónima de Eugene O’Neill, por la que el escritor recibió el premio Pulitzer en 1956. El padre del teatro moderno americano, muy cercano al mundo de Hollywood (varias de sus obras fueron llevadas al cine y además era suegro de Charles Chaplin), plasmó en el papel -como si de una terapia se tratase- lo ocurrido en su juventud, en el seno de una familia muy peculiar.


Sidney Lumet se encargó de adaptar la historia a pesar de que presentaba algunos, muy serios, inconvenientes. De entrada toda la acción se desarrolla en un día de verano y, prácticamente, en un único decorado: la casa de los O’Neill -aquí los Tyrone-. Una curiosidad: el nombre de Tyrone lo eligió el autor con toda intención, para recordar a su antepasado irlandés Hugh O’Neill, conde de Tyrone; un patriota que causó la mayor derrota a los invasores ingleses, capitaneados por el conde de Essex, allá por el año 1599. De este hecho se hace eco el famoso filme La vida privada de Elizabeth y Essex (The Private Lives of Elizabeth and Essex, de Michael Curtiz, 1939).

Con Long day’s Journey into Night Lumet realiza uno de sus mejores trabajos; aunque llevaba dirigidas pocas cintas, su experiencia en producciones televisivas y, sobre todo, su excelente filme Doce hombres sin piedad (Twelve Angry Men, 1957) resultaron decisivos en el acabado final.

El largometraje arranca “aireado”, lejos de su origen teatral, con lo que parece ser una familia feliz charlando amistosamente en el campo, cerca de su casa. A medida que el espectador va conociendo las miserias de cada personaje, éstos van refugiándose dentro de la vivienda para ya no volver a salir más. Aquí es donde se luce Lumet. Nadie como él para reflejar el estado de angustia y la violencia psíquica de los personajes. De la misma forma que en Doce hombres... el director se encontraba en su salsa rodando en interiores, con luz cada vez más dura –y escasa-; apoderándose de todos los ángulos posibles, con una cámara que no daba respiro a los protagonistas de este drama.


Pero lo mejor de la cinta es el duelo interpretativo entre los cuatro actores principales: Katharine Hepburn, que encarna a la madre desesperada y adicta a la morfina desde el nacimiento de su hijo menor; Ralph Richardson se hace con el papel del marido, un actor en horas bajas, tacaño hasta la miseria y causante de la adicción de su mujer debido a una mala –pero barata- medicación; Jason Robards es el hijo mayor, un alcohólico celoso de su hermano pequeño, incapaz de encontrar su sitio en la vida y forzado a tomar la misma profesión que su padre; y Dean Stockwell el menor de los Tyrone, un marinero aquejado de tuberculosis, con dotes de escritor, sin duda el alter ego del propio O’Neill. Todos ellos centrados en su desesperación e incapaces de ayudar al resto. Cualquier profesional que leyera el guión consideraría los personajes como un regalo llovido del cielo e intentaría dar lo mejor de sí mismo. Eso fue lo que ocurrió: todas las interpretaciones brillaron a gran altura y la crítica fue unánime al considerarlas como legendarias; tanto es así que ganaron –los cuatro- el premio al mejor actor en el festival de Cannes.

Si hay que destacar una actuación por encima de las demás es la de Katharine Hepburn. Los cambios de carácter –y por tanto de registro-, propios de una drogadicta, y la intensidad y fuerza de su interpretación provocan una impresión al espectador difícil de olvidar. Sólo el duro trabajo podría ser la causa de tal efecto. Y así era: Sydney Lumet, al comienzo del rodaje, le propuso a la actriz empezar los ensayos un día determinado, ella le respondió que quería una semana más; cuando el director le preguntó el motivo, Katharine Hepburn le contestó algo parecido a esto: “porque si no tú sabrás más acerca del guión que yo”.


jueves, 24 de abril de 2008

AMOR EN VENTA (Possessed de Clarence Brown, 1931)

Amor en Venta es de esas películas, que cada vez que se revisan, se descubren en ella nuevos y sorprendentes elementos visuales y narrativos. Se trata de la adaptación de la obra de teatro "The Mirage" de Edgar Selwyn, a cargo del casi siempre eficaz Clarence Brown. La obra de teatro -y el filme- es costumbrista y refleja los años del “New Deal”, donde las contratas públicas querían activar una economía destrozada por la crisis del 29, o donde se ridiculizaba a la Liga de las Naciones. Este es el entorno donde se desarrolla la típica historia de la muchacha de pueblo que se dirige a Nueva York para hacer (cazar) una fortuna.



Pero Clarence Brown consigue que un melodrama convencional como éste funcione desde el principio gracias a su forma original de narrar. No en vano el realizador fue el directo responsable de algunos de los mejores dramas producidos por la Metro-Goldwyn-Mayer en la época dorada de Hollywood. Cuando dirigió Possessed ya llevaba a sus espaldas una prestigiosa carrera gracias a cintas mudas como El Demonio y la Carne (The Flesh and the Devil). Precisamente las mejores secuencias del largometraje que comentamos parecen extraídas de una película sin sonido. Así, en el arranque, la joven Marian (Joan Crawford) se queda inmóvil, observando los vagones de un lujoso tren que va pasando lentamente ante sus ojos. Las ventanas de los compartimentos aparecen como películas dentro del propio filme. Son un adelanto de lo que puede ser su vida si cruza las vías, si se adentra en ese maravilloso mundo de lujo y fantasía. Y el tren se para, y alguien le ofrece una copa de champán, y se produce el contacto entre el mundo real y el irreal. Y a partir de aquí se desencadena toda la acción posterior.


Amor en venta es un drama que se desarrolla para gloria de los reyes de Hollywood en esos años: Joan Crawford y Clark Gable. En esta ocasión, la historia transcurre bajo el punto de vista de la diva. Y Clarence Brown se aprovecha de ello. Cuando la tensión aumenta, el director resalta la mítica mirada de la estrella y sólo nos muestra sus ojos, bien oscureciendo el resto de la cara, bien tapándola con algún objeto, como un periódico. En un memorable travelling, que resume toda la trama -otro ejemplo del mejor cine mudo- Marian corre desconsolada bajo una lluvia torrencial. Al fondo del plano, una interminable fila de carteles, que anuncian la candidatura a gobernador de su amado, la observan en silencio y la persiguen sin cesar.

Pero hay otros hallazgos visuales con los que disfrutar de este excelente filme. Por ejemplo una maravillosa elipsis entre una pueblerina Marian, que no sabe interpretar la carta de un restaurante, y una Marian decidida, dando ordenes al servicio y eligiendo personalmente los vinos para una cena de alto copete. Brown no nos muestra los tres años que han transcurrido y la labor de “Pigmalión” del personaje de Gable. No lo hace porque no interesa para la acción posterior. Y es que Clarence Brown era un director que sabía su oficio, que analizaba cada escena y que conseguía expresar lo que sentían los personajes y, lo que es más importante, conseguía transmitir al espectador lo que el propio Brown sentía.

Ver Ficha de Amor en venta

lunes, 21 de abril de 2008

EL CABO DEL TERROR (Cape Fear de J. Lee Thompson, 1962)

La novela "The executioners", de John D. Macdonald, ha sido llevada a la pantalla en dos ocasiones: la primera de la mano de J. Lee Thompson, de forma impecable y es la que vamos a comentar; la segunda dirigida por Martin Scorsese en 1991, bastante interesante, pero, en mi opinión, inferior al original.



J. Lee Thompson era un director desigual especialista en películas de acción y bélicas que obtuvo algún éxito como Los cañones de Navarone (The guns of Navarone, 1961) pero que, sin duda alguna, con Cape Fear consiguió realizar su mejor obra. La cinta pertenece al género de suspense, pero es prima hermana de las películas de terror. La acción se centra en el acoso por parte de Max Cady (Robert Mitchum) hacia el abogado que le metió entre rejas (Gregory Peck). Es un acoso más psicológico que físico y se centra más en la familia de Peck que en la persona del abogado. Cady consigue mantener en vilo a sus victimas sin que la policía pueda hacer nada para evitarlo. Esto provoca un interesante debate sobre si, en esa situación, es correcto que uno se tome la justicia por su mano. En este caso con un agravante: el que toma la decisión es un defensor de la justicia.

El atractivo de la película reside en que el espectador se pone en la piel de Gregory Peck y no sabe exactamente qué es lo que pretende Mitchum. Éste se limita a observar los movimientos de la mujer e hija del abogado, presentándose de forma imprevista e inquietante, con una mirada que hiela la sangre. Y es que Mitchum realiza una de sus mejores actuaciones, muy en la línea del psicópata de la Noche del cazador (The Night of the hunter, de Charles Laughton, 1955). Creo que esa es la razón por la que funciona mejor la película de Thompson que la de Scorsese. Mientras el primero utiliza un suspense más subyugante, menos explícito, con un delincuente casi fantasmal, el segundo presenta a Max Cady (Robert de Niro) más real, también más brutal, pero no tan inquietante debido a que el contacto es más directo –hasta llega a relacionarse con la hija del abogado-.

El filme es de los que atrae al cinéfilo curioso. Y es que se encuentra repleto de anécdotas. Así, en una secuencia donde Mitchum perseguía a Polly Bergen, alguien del equipo de rodaje se dejó cerrada una puerta que tenía que servir de escape. La angustia de la escena traspasó la ficción cuando Polly Bergen intentaba en vano abrir la puerta y Mitchum se acercaba amenazante.

Si en algo se diferenciaban Mitchum y Peck de los demás actores era por su profesionalidad, muchas veces ensalzada por los directores. En la escena final, Gregory Peck le daba un puñetazo a Cady. En el rodaje, de forma accidental, el golpe impactó de lleno en el actor. Lejos de cortar la secuencia, Mitchum siguió con su actuación hasta el final de la toma. Más tarde afirmaría, dolorido, que molestar a su colega no era muy recomendable.

Otros logros de la cinta son la fotografía en blanco y negro, heredera del mejor cine expresionista, y la música del habitual colaborador de Hitchcock: Bernard Herrmann. Ambas proporcionan el ambiente inquietante que requiere la película.

El cabo del terror, gracias a todo lo citado, es de esas películas que ganan con los años. El propio Scorsese –ante todo, un gran cinéfilo-, cuando realizó el remake no se resistió a homenajear la cinta de J. Lee Thompson, para ello incluyó la misma música que utilizó Herrmann y les dio trabajo a dos actores legendarios: Gregory Peck y Robert Mitchum.


Ver Ficha de El Cabo del Terror

jueves, 17 de abril de 2008

EL TERCER HOMBRE (The Third Man de Carol Reed, 1949)

Viena, años de posguerra, un hombre acaba de morir atropellado por un camión. Su amigo intimo cree que ha sido asesinado y se dispone a demostrarlo. Graham Greene resuelve esta historia para David O. Selznick y los hermanos Korda, quienes encargan la dirección del proyecto a Carol Reed. ¿El resultado? Una obra maestra.



¿Por qué resulta tan difícil hablar de una película de estas dimensiones? Seguramente porque se han escrito ríos de tinta acerca del logrado ambiente de guerra fría; de la fotografía expresionista en blanco y negro, ganadora de un oscar; de la música envolvente de la cítara de Antón Karas; de la intervención en la realización del protagonista Orson Welles –lo que parece seguro es que escribió parte del guión-; o de la belleza de Alida Valli. Todo ello ha sido analizado por sesudos críticos y no voy a ser yo quien les lleve la contraria; pero sí me gustaría describir algunas de las sensaciones que me produce El Tercer hombre cada vez que la veo.

No conozco Viena. Nunca he estado allí, sin embargo estoy seguro de que me va a sorprender. Y es que la imagen que tengo de la ciudad austriaca es la de una capital semidestruida por las bombas; con calles empedradas, siempre a oscuras, brillando parcialmente a la luz de las farolas; deshabitada, sólo poblada por estatuas inertes que vigilan sus edificios y que se confunden con soldados rusos, ingleses, franceses, americanos, los que la ocupan después de la guerra.

No conozco a los vieneses. Pero siempre me los imagino amenazantes. El encuadre inclinado de Carol Reed hace que el poder de penetración de la imagen en nuestras retinas se amplifique. Las imposibles angulaciones de la cámara –¿influencia de Welles? Puede ser, aunque casi no existen planos secuencia- y el montaje eisensteiniano realzan más la sensación de intimidación. Hasta un niño jugando a la pelota provoca ansiedad, sobre todo si te señala con el dedo como autor de un espantoso crimen.

Los vieneses hablan alemán; yo no. Joseph Cotten tampoco, y acaba de llegar a ese extraño país donde no entiende nada ni a nadie. Donde se calumnia al amigo de toda la vida. A Harry Lime, que acaba de morir. Tres hombres se encargaron de llevar su cadáver, a dos se les conoce, pero ¿quién es el tercero? En Viena se trafica con todo. No sólo con artículos en el mercado negro, sino también con las personas. El precio de una traición puede ser un pasaporte que evite la deportación al otro lado del telón de acero.

Viena suena a música griega. Un soniquete inconfundible invade sus plazas. Un gato camina al son de la canción. Se para junto a un portal, donde su amo se esconde. Y juega con los cordones de sus zapatos. Mientras tanto el fantasma de Harry recorre la ciudad; y su sombra gigantesca lo invade todo, también las cloacas. Y la cítara no deja de tocar.

No conozco Viena, pero he visto dos manos aferrarse a sus calles. Dos manos que emergen de las alcantarillas. También he visto el otoño en sus cementerios. He visto uno de los mejores planos finales de la historia del cine: he visto pasar de largo a la mujer que por amor ha despreciado su propia seguridad. He visto El tercer hombre... Y la cítara no deja de tocar.


Ver Ficha de El Tercer Hombre

miércoles, 16 de abril de 2008

EL HUNDIMIENTO (Der Untergang de Olivier Hirschbiegel, 2004)

La figura de Hitler ha sido llevada a la pantalla numerosas veces, sin embargo sólo en contadísimas ocasiones se han hecho películas tratando el tema desde la perspectiva humana del personaje. Hecho este muy comprensible debido al riesgo que se corre al dotar de humanidad al responsable directo de la muerte de más de 50 millones de personas. Sin embargo Hirschbiegel se atreve. Y el resultado no puede ser mejor.



Algunos de los elementos que posibilitan que El Hundimiento pueda llegar a calificarse como una excelente muestra de cine histórico son los siguientes: en primer lugar la trama en sí. Hacer una película donde la inmensa mayoría de los espectadores saben el final, y conseguir mantenerlos enganchados desde el primer plano, ya es un mérito en el haber del director. Hirschbiegel nos muestra los últimos días del régimen nazi que asoló Europa desde el punto de vista de tres personajes: la secretaria privada del propio Hitler, cuyo diario sirve de hilo conductor de la trama y proporciona una forma rigurosamente lineal a la narración. Así es como arranca el film, con su relato en primera persona y con el cine a oscuras, como oscuros eran los tiempos que le tocó vivir.


En segundo lugar aparece un niño combatiente en la defensa de Berlín. En mi opinión, clara simbología del pueblo alemán. Cuando el joven, agotado y enfermo, ve que ya no hay posibilidad alguna de seguir luchando decide volver a su casa. Allí sus padres le aguardan como al hijo pródigo, le acuestan y arropan. Al lado de la cama podemos observar los sueños de grandeza de antaño: soldaditos de plomo, tanques y otros juguetes bélicos. El niño duerme con la frente humedecida por la fiebre. Es cuando la madre pronuncia una de las frases que más me gustan del excelente guión: "... está enfermo, pero todavía vive". El tercer personaje es un coronel médico de las SS. Representa a la parte del pueblo alemán que, aunque ha sido cómplice de la barbarie, aun posee algo de juicio y voluntad de sacrificio para con los demás. Es una luz emergente en un mundo en tinieblas.

Otro aspecto a destacar de El Hundimiento es el trabajo de Bruno Ganz. Los que conozcan a este actor estarán de acuerdo conmigo que tiene en su haber excelentes interpretaciones como El amigo americano o El cielo sobre Berlín (Der Amerikanische Freund, 1977 y Der Himmel Uber Berlin, 1987, ambas de Wim Wenders) por poner dos ejemplos. Pero es que aquí es Hitler. Es él. Es como lo hemos visto en los documentales. El director nos muestra a un Hitler en decadencia, enfermo y que desprecia a su propio pueblo, como recalca Hirschbiegel en varias ocasiones. La sensación que produce verle comiendo, discutiendo con sus generales o delirando hace que el espectador se sienta como si estuviera dentro del propio Bunker, como si fuera uno más de los soldados o funcionarios que hay allí, un testigo más de lo que allí pasó. Y ese es el mérito de Ganz, y por supuesto del director.

En resumen, un largometraje estupendo, que nos presenta las cosas tal como debieron ser y que tiene elementos sumamente brillantes, propios de una obra maestra.

Ver Ficha de El Hundimiento

LA FAMILIA TERRIBLE (Les Parents Terribles de Jean Cocteau, 1948)

También conocida en España como Los padres terribles, esta excelente película es una adaptación de la obra de teatro homónima del propio Jean Cocteau. El director lejos de disimular el origen de la cinta muestra su pasión por las tablas incluyendo un escenario en los créditos y levantando el telón cuando arranca la película -hasta se escuchan los tres golpes de rigor que anuncian el comienzo de la función-.



Pero no nos engañemos, lo que viene a continuación es cine con mayúsculas. Cocteau se encarga de demostrarlo con una sucesión de planos imposibles, con un estilo que recuerda mucho al cine barroco de Orson Welles y que da el tono correcto a una complicada trama: una familia compuesta por un matrimonio, su único hijo y la hermana de la mujer, viven en un apartamento asfixiante -“el carromato” como lo llaman ellos-. Las relaciones entre ellos nos anuncian el drama: el hijo (Jean Marais, en la vida real amante del propio Cocteau) con complejo de Edipo incluido, está enamorado de la amante de su padre sin saberlo; la tía, resentida por no haberse podido casar con su cuñado, maneja los hilos de todos los personajes (insuperable Gabrielle Dorziat); y la madre, egoísta hasta el final, quiere ser el centro de todo (Yvonne de Bray).

Con estos mimbres Cocteau hace un cesto de lo más original; Gabrielle Dorziat nos da una pista cuando, al enterarse del triangulo hijo-amante-padre, que reproduce el ya existente esposa-marido-cuñada, exclama: “No sé si es un drama o un vodevil”. Y es que el genial realizador hace uso de esta forma de teatro popular para desdramatizar la acción introduciendo elementos de comedia con puertas que se abren y cierran por doquier.


Uno de los puntos fuertes de la cinta es la dirección de actores. Si alguien nos dijese antes de ver la película que el Jean Marais de Orfeo (Orphée, 1950) o de La bella y la bestia (La Belle et la bête, 1946), con 35 años, iba a hacer de niño mimado no nos lo creeríamos, sin embargo hace uno de los papeles de su vida. La gran Josette Day no le va a la zaga y Marcel André también se encuentra a la misma altura de los anteriores (los tres, compañeros de reparto en la citada La Bella y la Bestia). Pero lo que sin duda marca la diferencia en cuanto a interpretación es el duelo Gabrielle Dorziat e Yvonne de Bray (a quien Cocteau dedicó la película).

Otro de los aciertos -para mí lo mejor del filme- es la puesta en escena. El filme se estructura en secuencias donde los personajes interaccionan entre sí por parejas. Así, tenemos escenas donde discuten las dos hermanas, el hijo y la madre, el matrimonio o los amantes. Para resaltar los momentos de tensión, Cocteau realiza un montaje a base de primeros planos. Lo que hace es jugar con los rostros de forma que los encuadra uno enfrente de otro, los dos en diagonal o incluso uno sobre otro para conseguir el efecto dramático deseado. Un plano fantástico, cuando Marais le confiesa a su madre que está enamorado, puede servir de ejemplo: él se encuentra detrás de ella y justo en ese momento el director coloca la cámara de tal forma que vemos la boca del hijo sonriente, hablando sin parar, y justo debajo los ojos entristecidos de la celosa madre. Impresionante.

En resumen creo que si alguien se atreve con el reto de llevar a la gran pantalla una obra de teatro debería revisar esta adaptación, esta obra maestra de Jean Cocteau que, insisto, no reniega de su origen, como lo demuestra en un brillante (no lo voy a revelar) plano final.

Ver Ficha de La Familia Terrible

martes, 15 de abril de 2008

DUELO EN LA ALTA SIERRA (Ride The High Country de Sam Peckinpah, 1962)

Duelo en la Alta Sierra es para muchos el primer western crepuscular de la historia del cine, aunque en mi opinión hay otras películas que inician el subgénero. Lo que está lejos de toda duda es que es el primero que realiza Sam Peckinpah y es un antecedente directo de sus posteriores cintas; casi un borrador de Grupo Salvaje (The Wild Bunch, 1969) o Pat Garret & Billy The Kid (1973).



El largometraje comienza con el reencuentro de dos viejos amigos -Bill y Jack- que habían trabajado juntos como agentes de la ley. La escolta de un cargamento de oro propicia que vuelvan a colaborar, esta vez con distintos objetivos: mientras Bill sigue fiel a su sentido del deber, Jack pretende hacerse con el oro a la menor oportunidad. Para enriquecer la historia, Peckinpah incluye a dos personajes más: Heck y Elsa. El primero es un joven impetuoso, el aprendiz de Jack; la segunda es la hija de un fanático religioso, que huye de su casa y de una boda algo más que complicada. Los cuatro vivirán juntos numerosas aventuras a lo largo de un itinerario existencial. La metáfora que propone Peckinpah es evidente: los dos viejos vaqueros dan paso a la joven pareja, símbolo de una nueva generación.

Los actores que dan vida a los protagonistas son unos maduros Joel McCrea y Randolph Scott. Es una delicia verlos actuar juntos gracias a la espléndida dirección de Peckinpah y al cuidado guión. Su encuentro, en una feria, es una caricatura de lo que fueron en su día. Ahora son unos personajes que se avergüenzan de que les vean con gafas para poder leer un contrato. Que continuamente hacen referencia a los viejos tiempos y que se echan en cara la avanzada edad. A lo largo de todo el metraje se suceden las pequeñas historias relatadas por uno y otro. Son batallas de su juventud que resaltan la parte más nostálgica de la cinta.


Para adornar la trama y reafirmar el tono crepuscular, el rodaje se efectúa en unos exteriores cargados de colores ocre; en un paisaje otoñal, casi siempre al atardecer, donde las sombras son tan alargadas como las numerosas vivencias que llevan los dos amigos a sus espaldas. Si bien es cierto que su vida, repleta de aventuras, apenas les ha dejado nada -“Un caballo, una silla y un reloj”- ni les ha permitido echar raíces en ningún lugar, “He andado mucho sin llegar muy lejos”, dice un abatido Joel McCrea.

Siempre me ha parecido que Peckinpah era un Howard Hawks pesimista, por lo menos en cuanto al tratamiento de los personajes se refiere. Su exaltación de la amistad es parecida en ambos, pero el tono del primero es mucho más poético que el del director de Río Bravo. Además está la presencia de la muerte. Peckinpah es el director que mejor ha sabido reflejarla en el rostro de un personaje. Así cuando alguien es abatido por un disparo, el plano permanece fijo un instante con el moribundo inmóvil, sentado, mirando a su verdugo, dejando que éste le arrebate el rifle o esperando el inevitable final. En futuros filmes llevará esta situación hasta el extremo, usando su famosa cámara lenta, tantas veces imitada, pero muy pocas con el suficiente criterio.

En resumen, Duelo en la Alta Sierra es un hito en la historia del western y una de las mejores películas de Sam Peckinpah, un autor de culto que cada día tiene más adeptos entre los jóvenes cinéfilos.

Ver Ficha de Duelo en la Alta Sierra

ATRAPADOS (Caught de Max Ophüls, 1949)

Y seguimos con Ophüls, sin duda uno de los directores favoritos de los que aquí escriben. En Atrapados, transformó un flojo guión, basado en la novela “The Wild Calendar” de Libbie Block, en un largometraje muy atractivo. En un drama que roza el género negro, gracias a la siempre fascinante forma de realizar películas del genial cineasta alemán.


Desde la primera secuencia, el director ya nos deleita con su forma de rodar. Animo al espectador cinéfilo a seguir los largos movimientos de cámara, sin cortes, imperceptibles, pero siempre precisos, para encuadrar lo que interesa y dejar en segundo plano aquello que complementa la acción. Y es que la planificación de Ophüls es perfecta. Los planos secuencia son interminables y la profundidad de campo juega un destacado papel en su barroca forma de proponer una escena. Así el apartamento de la protagonista, Leonora (Bárbara Bel Geddes), no puede ser más pequeño y estar más abarrotado, lo que no impide que el director germano se mueva con una agilidad que hipnotiza.

Como la mayoría de sus colegas alemanes, que emigraron a Estados Unidos, Ophüls usa las luces y las sombras para dar el correcto tono dramático a sus cintas. Si nos fijamos en la presentación de Robert Ryan, podemos observar como aparece completamente vestido de negro, mientras Leonora lleva un traje blanco, inmaculado. Ambos permanecen iluminados por un solo foco de luz en un siniestro embarcadero. La amenaza que ejerce el personaje de Ryan sobre la inocente y pura Leonora es evidente y anticipa el drama que ambos van a vivir.

El tema central de la película es la atracción que ejerce el dinero y la ambición que provoca por conseguirlo: Leonora se casa con un millonario porque le ama, pero no se lo cree nadie. Ni siquiera su propio marido. La vida llega a ser insoportable para ella que opta por abandonarlo. El triangulo se completa cuando aparece en su vida un joven médico idealista (James Mason, otro de mis favoritos). El enfrentamiento es inevitable y Ophüls lo resalta encuadrando a un “gigantesco” Robert Ryan frente a James Mason, en el fondo del plano. Cuando Leonora tiene que elegir entre la seguridad que le ofrece el primero y el amor del segundo, Ophüls la sigue con la cámara y nos regala un maravilloso travelling de ida y vuelta entre sus dos pretendientes.

Por su espectacular forma de rodar, las películas de Max Ophüls hay que verlas más de una vez. La primera siguiendo la trama. Las siguientes al que hay que seguir es al propio Ophüls.

Ver Ficha de Atrapados

domingo, 13 de abril de 2008

NOCHE DE CIRCO (Gycklarnas Afton de Ingmar Bergman, 1953)

Hoy dedicamos este pequeño espacio a una figura gigantesca; un realizador con una importantísima obra tanto en cantidad como en calidad. Vamos a volver a hablar de Ingmar Bergman, esta vez se trata de una película de su primera etapa: Noche de Circo.



La cinta contiene algunos esbozos de lo que sería su más recordada época: aquélla en la que los temas que más le obsesionaban (el silencio de Dios y la religión en general, el miedo a la muerte, los intelectuales en la sociedad, etc.) estaban presentes en obras tan conocidas como Fresas salvajes (Smul Torsntället, 1957) o Los comulgantes (Nattvardsgäasterna, 1962).

Pero también la estética se aproxima bastante al crudo realismo de aquellos filmes posteriores. La experiencia de Bergman –era ya un director de teatro consagrado- fue determinante a la hora de supervisar a directores de fotografía como Sven Nykvist y transmitirles su particular forma de usar las luces y las sombras. El arranque con los carromatos en fila, a contraluz, recuerda algunos planos de El Séptimo sello (Det Sjunde Inseglet, 1957) y, en general, el ambiente oscuro y expresionista se hace presente para, poco a poco, inundar de pesimismo la trama.



Lo que hace única a Noche de Circo -y nos parece fundamental para colocarla en primera fila, junto a las obras maestras de Bergman- es su estructura narrativa. El filme arranca con un cuento en el que el payaso Frost descubre como su mujer Alma le engaña con todo un regimiento de artillería. La pequeña historia sirve de introducción y prepara al espectador para asistir al drama. En pocos minutos parece que el director se vacía y da lo mejor de sí mismo. Se suceden planos espectaculares, con un montaje eisensteiniano y sin palabras donde una batería disparando –claro símbolo sexual- se alterna con la imagen de Alma incitando a los soldados. La secuencia en la que Frost lleva a su mujer desnuda entre una multitud que se burla de ellos puede situarse entre las legendarias de Bergman; las referencias religiosas son innegables y el rostro desesperado del payaso, llevando su particular cruz (Alma), resulta difícil de olvidar.

A partir de aquí la cinta se estructura en tres niveles que interaccionan entre sí: el circo, el teatro y la vida real. Para señalar su singularidad, Bergman utiliza una técnica y una puesta en escena diferente para cada nivel. Así, en el teatro, los personajes que proceden de este mundillo declaman, más que hablan, y se creen superiores a los del ámbito circense. Cuando la escena se sitúa entre bambalinas o en camerinos las angulaciones de cámara son barrocas; se suceden los contrapicados que confirman la superioridad de las tablas frente al circo y los espejos cobran gran importancia para resaltar la dualidad personaje-actor.

Sin embargo el eje central de la película es el circo. Los que allí trabajan quieren escapar de él a toda costa. Son seres grotescos, arruinados, desesperados, pero unidos al espectáculo e incapaces de escapar de su destino inexorable. El director del circo, Albert, quiere dejar a su amante, la joven amazona Anne (Harriet Andersson, la musa de Bergman de esos años) y volver a su vida anterior; pero cuando visita a su mujer fracasa en su objetivo. La equilibrista también intenta huir cuando ve que Albert se aleja; tiene un affaire con un actor de teatro, pero de nuevo la experiencia sale mal. Bergman -muy atento- diferencia cada escenario: usa poca luz o rueda de noche cuando la acción se sitúa en el circo, mientras que las secuencias alejadas de la carpa y de los carromatos se filman de forma más convencional.

Noche de Circo sirvió de inspiración a Woody Allen para su Sombras y Niebla (Shadows and Fog, 1992) -uno de tantos largometrajes bergmanianos del director neoyorquino-, y no creo que deba considerarse una “obra menor” de Ingmar Bergman; todo lo contrario, nos parece muy representativa de su primera etapa e incluso de toda su obra. Desde estas líneas la recomendamos con efusión y reconocemos que nos ha emocionado escribir sobre ella.

Ver Ficha de Noche de Circo

jueves, 10 de abril de 2008

CARA DE ÁNGEL (Angel Face de Otto Preminger, 1953)

Un conductor de ambulancia (Robert Mitchum) conoce a una mujer (Jean Simmons) y se siente atraído por ella la noche en la que tiene que acudir a su domicilio después de un aviso de grave accidente domestico. Pronto se dará cuenta de que el accidente no era tal y se verá atrapado por la manipuladora mujer, que pretende involucrarle en sus siniestros planes.


Con este atractivo guión, Otto Preminger realizó uno de sus mejores y más personales trabajos. En la cinta se puede apreciar su estilo inconfundible: el movimiento de cámara siempre directo, hacia los actores; la profusión de planos secuencia perfectamente planificados -planeamiento nunca reconocido por el propio Preminger-; y, por supuesto, una perfecta dirección de actores, uno de sus fuertes.

La fama que Preminger tenía de “duro” fue confirmada en el rodaje de Cara de Ángel. Es famosa la anécdota del enfrentamiento entre Robert Mitchum y el director a causa de una secuencia donde el galán abofeteaba a Jean Simmons. Preminger no estaba satisfecho de su resultado y mandó repetirla hasta conseguir que la actriz llorara de dolor. Sin quitar mérito a la “habilidad” del realizador, lo cierto es que Jean Simmons se encontraba en el mejor momento de su vida profesional. Su interpretación puede ser la mejor de su dilatada carrera al encarnar a la perfección el papel de mujer malvada y cínica. Quizás le ayudara en su actuación la tortuosa relación que mantenía con el magnate y productor, Howard Hughes. Mientras tanto, en la ficción, se las tenía que ver con un ingenuo Robert Mitchum.
Y es que el centro de toda la trama descansaba en la pareja Simmons-Mitchum. Desde el arranque (con el cruce de bofetadas citado) hasta el final -no perderse la expresión de la actriz, merece la pena grabarla y detener la imagen en ese momento- las escenas en las que aparecen las dos estrellas son todo un acontecimiento. De ella, no se sabe si se aprovecha de la candidez de Mitchum para cometer sus crímenes o realmente está enamorada de él; o sólo lo quiere como un sustituto de su adorable padre (Herbert Marshall). De él, no se entiende si es masoquista al seguir con la relación, sabiendo que es su perdición – “Estas jugando con fuego, y no te lo aconsejo en una habitación llena de gas”-; o es que no puede escapar de la red que estratégicamente va tejiendo Jean Simmons, que no le abraza, sino que, literalmente, le rodea con sus brazos cada vez que él intenta escabullirse.

Cara de Ángel destila una atractiva imprecisión y, desde luego, Preminger se cuida mucho de dar su opinión a los espectadores; tan sólo se limita a exponer los hechos sin decantarse por ninguna solución demasiado explícita. Esto sucede en casi todas las películas del cineasta. De esta forma, uno no se conforma con verlas, necesita comentarlas con alguien. El debate está asegurado porque las películas del realizador piden la complicidad del espectador y requieren su opinión para poder finalizarlas. Lo cual, siempre, es de agradecer.

Ver Ficha de Cara de Ángel

CRASH (Paul Haggis, 2005)

Crash es el largometraje que pasará a la historia por ganar el oscar a la mejor película del 2005, en mi opinión con toda justicia.


Es una película coral del, primero guionista Paul Haggis, pero a diferencia de las cintas de Robert Altman (verdadero especialista en este tipo de historias) o de su discípulo aventajado Alan Rudolph, Haggis propone una especie de fábula donde la casualidad y la falta de realismo es lo de menos, lo principal es el tono moralizante del largometraje y su conclusión, que podría ser la siguiente: "Todos los hombres tiene un lado bueno y uno malo, cada uno de ellos sale a relucir dependiendo del entorno en que se mueven y de las reacciones de los demás". Así un policía racista trata de mala manera a una pareja de color cuando ha visto que a su padre no le pueden curar médicos negros; mientras, otro agente, esta vez afroamericano, tiene que declarar en contra de un compañero blanco para así salvar a su hermano delincuente.


Los acontecimientos harán que cambien de actitud y el espectador asiste a esa evolución, a veces sorprendido, como en la historia de la "capa invisible", y otras indignado como cuando el fiscal del distrito quiere disimular un reciente asalto por motivos electorales. Todas las historias se cruzan como en las mejores cintas corales y todas concluyen de una forma opuesta a como empezaron para reforzar la tesis de Haggis que consigue, de esta forma, una película redonda.


Ver Ficha de Crash

miércoles, 9 de abril de 2008

PAN, AMOR Y FANTASÍA (Pane, Amore e Fantasia de Luigi Comencini, 1953)

Esta tarde seguimos con el humor, en este caso con un título fundamental de la llamada comedia “a la italiana”: Pan, Amor y Fantasía. La película gozó, en su día, de un éxito sin precedentes en el género y, a pesar de su carácter costumbrista, aún puede verse con agrado.


Y es que son muchos los atractivos que tiene esta cinta de Luigi Comencini. De entrada, supuso el inicio de lo que se dio en llamar el "Neorrealismo Rosado"; movimiento que englobaba largometrajes realistas, o que más bien utilizaba algunos esquemas de la corriente cinematográfica nacida con filmes tales como Roma, Ciudad Abierta (Roma, Citta Aperta de Roberto Rossellini, 1945) o El ladrón de bicicletas (Ladri di biciclette de Vittorio de Sica, 1948), para darles un sentido más popular; y más comercial.

El propio De Sica, que como director había conseguido ya el reconocimiento de la crítica, alcanzó el punto más alto de su carrera como actor gracias a este entrañable filme. Aquí interpretaba el papel del inolvidable comandante Carotenuto, un oficial de los carabinieri que acababa de llegar a un pueblo imaginario (Sagliena) de la profunda Italia. Más que la incertidumbre de ver como resolvía los problemas de los ciudadanos importaba su condición personal: soltero y sin compromiso. Aunque el personaje se empeñaba en demostrar no estar interesado en casamiento alguno, lo cierto es que la trama central descansaba en la búsqueda de la esposa adecuada.


Varias eran las candidatas. Por un lado "La Bersagliera" (Gina Lollobrigida, en el personaje que le abriera las puertas del cine americano), una joven pizpireta, pero inocente, que era la comidilla de todo el pueblo por su descaro y belleza; por otro lado la comadrona Annabella (estupenda Marisa Merlini en su mejor papel), una madre soltera, más adecuada en edad para Carotenuto.

Era inevitable que el toque picante de De Sica -muy creíble como viejo verde- y la exultante belleza de la Lollobrigida, sentada a horcajadas de su mula, proporcionaran los mejores momentos de la cinta.

Aún siendo una comedia deliciosa, el mérito de Pan, Amor y Fantasía es la habilidad de Comencini para desarrollar los aspectos realistas citados al principio. Lo consigue distribuyendo estratégicamente varias escenas a lo largo del metraje que sitúan la trama en su contexto histórico correcto: el de la posguerra y la pobreza. Así, en el arranque, De Sica se interesa por lo que está comiendo un hombre con un bocadillo en la mano, éste le contesta con resignación: "Pan, con fantasía", refiriéndose a que el pan, salvo la miga, no lleva nada dentro; en otra inolvidable secuencia, la del enfrentamiento entre "La Bersagliera" y su madre, la primera llora desconsolada cuando su madre le obliga a casarse con el carabinero Riso, más adelante la madre reconoce su error y le dice "perdona hija es culpa de esta miseria".

La película tuvo varias secuelas: Pan, Amor y celos, Pan, Amor y... y Pan, Amor y Andalucía. La verdad es que ninguna llegó a la altura de la primera. ¿La razón?, puede que no dieran con la receta adecuada, aquella que consigue una perfecta mezcla entre el sabor dulce de la comedia con el amargo del drama.

Ver Ficha de Pan, Amor y Fantasía

BILLY, EL EMBUSTERO (Billy Liar de John Schlesinger, 1963)

El final de los años 50 y el principio de la década siguiente fueron fundamentales para la evolución cinematográfica. Por un lado se confirmaba la decadencia del sistema de grandes estudios en el Hollywood de las estrellas; por otro nacían nuevos movimientos que cambiarían para siempre el modo de hacer cine. Se alternaban grandes superproducciones, realizadas para alejar del televisor a las familias, con obras independientes donde los héroes pertenecían a una clase media hasta ahora muy alejada de la gran pantalla. El Free cinema fue una de esas “nuevas olas” (como la Nouvelle Vague o las nuevas tendencias del cine polaco, checo o incluso ruso) que sacudieron las mentes, algo estancadas, de los cineastas. Las películas realistas comenzaron a inundar con sus títulos las carteleras de todo el mundo. Billy, el embustero fue una de ellas.



Realizada por John Schlesinger, uno de aquellos “jóvenes airados” del Free cinema, Billy Liar trataba de la vida de un muchacho (Tom Courtenay) que procedía de los suburbios de una gran capital inglesa. Para salir de su anodina existencia, Billy se inventaba una vida paralela donde él era un héroe de guerra, un presidente de gobierno o un príncipe de la realeza. En los momentos de mayor esplendor era despertado de su sueño por los gritos de sus padres, por su jefe o por una de sus novias –a las que sólo perseguía por sexo, sin ningún éxito-.

La cinta, aunque narrada en clave de comedia, en el fondo es un drama. La protesta de Schlesinger se dirige directamente a las miles de personas que van todos los días a la misma hora a su trabajo, que soportan las ideas retrogradas de sus padres y que se lamentan de su aburrida e insulsa vida. Sin embargo, el director –salvo en algún personaje en concreto, como el de Julie Christie, prototipo de actriz liberal de la época- no se decanta por la rebelión de sus personajes contra esa situación; no manifiesta ninguna idea política revolucionaria o no pregona el amor libre como movimiento que comenzaba a surgir entre los jóvenes de los sesenta. Se limita a exponer la situación de Billy y su curiosa forma de evasión, tan imposible de alcanzar como los propios sueños del resto de los espectadores. Es, por tanto, una visión pesimista de aquella Europa que acababa de salir de la posguerra.

En el aspecto técnico, el filme contiene ese interesante montaje paralelo donde realidad y ficción se confunden en la mente de Billy. El estilo de Schlesinger ha sido imitado posteriormente en algunos excelentes musicales y es que la estructura de Billy Liar se corresponde con la de un musical aunque no lo sea. Dinero caído del cielo (Pennies from Heaven, de Herbert Ross, 1981) o Bailar en la oscuridad (Dancer in the dark de Lars Von Trier, 2000) parten de la misma idea: unos personajes que se sirven de la música y sueñan -como hace Tom Courtenay- para evadirse de sus problemas. En ambos casos la situación de los protagonistas es mucho más trágica que la de Billy y, por tanto, el contraste es mayor.

En definitiva, Billy Liar es una excelente muestra del cine realista británico, con muchas dosis de humor y con un trasfondo nada optimista de la nueva sociedad que estaba naciendo: la de la guerra fría y los movimientos sociales. Muy bien rodada por John Schlesinger, está interpretada por dos de los iconos de la cultura pop: Tom Courtenay y Julie Christie.

Ver Ficha de Billy, El Embustero

lunes, 7 de abril de 2008

HORIZONTES AZULES (The Far Horizons de Rudolph Maté, 1955)

Una vez más, nos hacemos eco de la actualidad cinematográfica para rendir un merecido homenaje a uno de los actores más carismáticos: Charlton Heston.

La estrella de Hollywood, que acaba de fallecer, es recordado más por los personajes que creó que por su excelencia en la interpretación. La conocida anécdota (relatada por Cecil B. De Mille en sus memorias) del respeto hacía Heston por parte de los extras musulmanes -creían que era el mismísimo profeta Moisés- confirma las dotes de mando que le conferían su imponente figura y su voz profunda. Las mismas que le sirvieron para crear inolvidables héroes que ya forman parte de la iconografía cinéfila de todos los tiempos.




En este homenaje nos vamos a abstraer de su condición política y nos vamos a centrar en el aspecto cinematográfico. Sólo indicar que la personalidad de Charlton Heston era muy compleja, que tan pronto marchaba junto a Martin Luther King, en calidad de activista a favor del Movimiento de los Derechos Civiles, como era presidente de la Asociación Nacional del Rifle.

Para recordar su paso por la gran pantalla, vamos a hablar de una de las películas que protagonizó en los años cincuenta. Se trata de la cinta de Rudolph Maté, Horizontes Azules.

El filme narra el famoso viaje de Lewis y Clark, a principios del siglo XIX, para explorar la nueva región de Lousiana. Dicha extensión de terreno fue hábilmente comprada a los franceses por Jefferson, y casi duplicaba el territorio de Estados Unidos. La expedición, además del estudio científico y cartográfico, tenía como misión comprobar la existencia de un río navegable hasta el Pacífico. Esto último, de ser cierto, haría extensible todo ese territorio a lo ya adquirido por el presidente.

La trama central, sin embargo, no descansaba en la aventura en sí, sino en una historia de amor triangular entre los dos militares y la india Sacajawa. Los tres personajes existieron en la realidad, pero, como era costumbre en los estudios, salpicaron de melodrama la narración para conseguir un argumento más atractivo. Así, la india (Dona Reed) sacaba a la expedición de más de un apuro, y se ganaba con creces el ser seducida por Clark (Charlton Heston). Mientras tanto, el tercer pilar del largometraje –el “pardillo” Lewis (Fred McMurray)- dejaba que por dos veces su compañero le quitara la novia: primero la occidental Barbara Hale y después la mucho más guapa Donna Reed.



Horizontes Azules se encuentra relacionada directamente con dos películas anteriores: con Paso al Noroeste (Northwest Passage de King Vidor, 1940), cuya influencia es innegable, no sólo por tratarse de una expedición que también buscaba un paso navegable hacia el oeste –esta vez eran los rangers de Rogers, encarnado por Spencer Tracy-, si no por el carácter épico de la narración que consigue transformar un western en una película de aventuras; lo mismo ocurre con Río de Sangre (The Big Sky de Howard Hawks, 1952), mucho más cercana a la trama amorosa que a la historia real, en la que también se basa.

Lo mejor de la cinta que estamos comentando son, sin duda, las escenas de acción y un par de secuencias emotivas de la pareja Heston-Reed: aquella en la que el protagonista se convierte en sastre aventajado, o esa otra en la que la nativa, sin darse por vencido, le persigue desde tierra mientras él recorre el río en canoa; todas rodadas por, el otrora excelente director de fotografía, Rudolph Maté. Reputado artesano que ya era un verdadero especialista en filmes de aventuras.

La inclusión de Charlton Heston en el reparto aseguraba el calificativo de épico al largometraje; como ocurrió con casi todos los proyectos en los que participó. El actor, en 1955, ya llevaba en su haber varios personajes históricos (incluido el de William Clark), pero le quedaba por interpretar aquellos papeles por los que se hizo una estrella. Sólo tardaría un año en convertirse en Moisés. Sólo le quedaba un año para pasar del cine a la leyenda.

Ver Ficha de Horizontes Azules

jueves, 3 de abril de 2008

SED DE MAL (Touch of Evil de Orson Welles, 1958)

Existe una tendencia a clasificar a los directores de cine en dos grandes grupos: los realizadores que son meros artesanos y aquellos otros –los menos- que son cineastas personales. Entre los últimos, que son los que a este blog interesan, pueden encontrarse verdaderos genios. De uno de ellos, de Orson Welles -sí, Caperuza, sí, reconozco que es un genio- vamos a volver a hablar hoy.


Estamos en 1958, año en el que Welles regresa a Estados Unidos para dirigir una película a pesar de su fama de director maldito para los estudios. Como muchas de las obras maestras del cine, la cinta nació de una casualidad; más bien de una confusión del protagonista, Charlton Heston: al enterarse de que Welles participaba en el rodaje, dio por sentado que se iba a encargar de la dirección cuando la realidad era que fue contratado sólo para actuar. El productor, Albert Zugsmith, para no desilusionar a Heston, finalmente accedió poner al orondo realizador al frente del proyecto. De esta forma Welles tuvo la oportunidad de crear unos de sus mejores trabajos: Sed de Mal; a nuestro entender sólo superado por El Cuarto Mandamiento (The Magnificent Ambersons, 1942) y Ciudadano Kane (Citizen kane, 1941).

El filme se basa en la novela negra de Whit Masterson, “Badge of Evil”, pero en manos del genial director se convierte en una crítica-venganza-revancha contra los elementos de poder yanquis; claramente representados aquí por un enorme Welles, casi un gigante gracias al efecto de los contrapicados. Este policía corrupto no duda en "colocar" pruebas falsas contra sospechosos, a los que interesa convertir en culpables; o conspirar con delincuentes de la zona para enredar a la mujer de otro policia. Resulta algo más que sospechoso el final cuando Marlene Dietrich intenta redimirlo. Es sabido que la película, como casi todas las de genial director, fue cortada y manipulada por los productores y sólo en 1998 se pudo realizar un montaje más acorde a la visión que Welles tenía de su obra. Por cierto la presencia de la Dietrich, caracterizada como en sus más legendarias películas, se me antoja más un homenaje a la propia actriz, y a Von Sternberg, que una exigencia del guión.

Touch of Evil es, ante todo, el cine barroco por excelencia. La sucesión de planos interminables, contrapicados imposibles, luz expresionista al máximo y travellings que parecen no acabar nunca, demuestran que para Welles la forma de contar las historias era igual de importante que la trama en sí. Pero el espectador cinéfilo, que no se cansa de ver una y otra vez esta gran película, que sigue expectante el movimiento de la cámara y, a la espera de que se corte el plano, se sorprende de su larguísima duración. A ese tipo de espectador, digo, puede que le resulte excesivo dicho alarde de técnica cuando se superpone, y casi logra enmascarar, a la acción en sí. En efecto, en la secuencia en la que el inspector Vargas (Charlton Heston) conduce su automóvil, acompañado de un funcionario estadounidense, es normal perderse los diálogos si se atiende al complejo y larguísimo plano, tomado desde el capó del coche, que nos muestra las estrechas calles de la agobiante ciudad fronteriza.



No puede decirse lo mismo del arranque, donde nos da igual perdernos los créditos, para contemplar admirados uno de los mejores (¿el mejor?) plano-secuencia de la historia del cine. Perfectamente concebido por Welles y su equipo, requirió toda una noche para poder rodarlo; en parte por culpa del actor que hacía de agente de aduanas, que no conseguía aprenderse su papel. Welles comprendió que sólo le quedaba una toma cuando ya divisaba la luz del Sol por el horizonte, entonces se volvió hacia el actor desmemoriado y le dijo algo así: “Si no te acuerdas de tu línea, limítate a mover los labios, que ya lo doblaremos luego en el estudio, pero ¡por Dios no se te ocurra decir de nuevo: Lo siento Mr Welles!” La toma fue un éxito y es la que finalmente aparece en la película.

Por último, una curiosidad que atormenta mi retorcida mente cinéfila ¿Es casual que en un momento de la película Janet Leight acuda a un motel, perdido en el desierto, donde ella sea la única cliente y donde el recepcionista no parezca estar muy cuerdo?. Exacto, igual que a vosotros a mí me suena a Psicosis de Alfred Hitchcock, además hay algunos planos casi idénticos. Podría ser un "guiño" de Welles a su colega aquejado también de problemas de sobrepeso, sino fuera porque... ¡Sed de Mal es anterior a Psicosis!

Ver Ficha de Sed de Mal

miércoles, 2 de abril de 2008

EL DORADO (Howard Hawks, 1966)

El Dorado es un remake de Río Bravo (1959) y un anticipo de Río Lobo (1970), todas de Howard Hawks, uno de los grandes. Con esta trilogía el genial director quiso ofrecer una alternativa a Solo ante el peligro (High Noon de Fred Zinnemann, 1952). Y lo consiguió: el sheriff sólo necesita de sus colaboradores (un borracho, un anciano y un muchacho imberbe) para solucionar sus problemas, dejando al margen al pueblo que para eso lo eligió. Sin menospreciar la trama, lo que más me interesa a la hora de comentar una obra de autor -y ésta lo es, digan lo que digan- es descubrir los elementos, en este caso hawksianos, que la configuran. Veamos algunos de ellos:


Como ocurría en Río Rojo (Red River, 1948), aquí también nos encontramos con un grupo de amigos unidos frente al peligro. La amistad en letras mayúsculas es uno de los grandes temas que Howard Hawks analizó a lo largo de su carrera, pero a diferencia de lo que sucedía en Río Rojo y Río de Sangre (The Big Sky, 1952), en El Dorado los personajes se mueven en un entorno cerrado, la película es más claustrofóbica y no existen esos rodajes de exteriores que dan un aire más épico a las anteriores producciones. Sólo su “mano invisible” (como la del mercado, que decía Adam Smith) a la hora de rodar permanece como denominador común de estas tres grandes cintas. Y es que la cámara, en los filmes de Hawks, prácticamente no se nota. Él no quería por nada del mundo que extraños movimientos del operador -la mayoría para lucimiento del director de fotografía o del propio realizador- estropeasen o desviasen la atención del espectador. Así no es de extrañar la profusión de planos generales, planos fijos a la altura de los ojos o planos americanos con ligeros movimientos sólo usados para encuadrar a los actores. De esta forma cuando Hawks usaba un travelling o una panorámica resaltaba la acción mucho más que cualquier otro director con la misma técnica.

Pero donde podemos encontrar al verdadero Howard Hawks es “buceando” en los protagonistas. En El Dorado, como en el resto de películas de Hawks, los actores se encuentran muy identificados con los personajes. Es lo que buscaba el realizador a la hora de hacer un casting, y a la hora de escribir un guión. Supeditaba la parte escrita al actor en cuestión y no dudaba en variarla o en improvisar si con ello lograba esa perfecta unión personaje-actor. Así Robert Mitchum logra hacer uno de los mejores papeles de su vida al interpretar a un complejo personaje hundido en el alcohol. Este actor da aquí muestras de hasta donde puede llegar una estrella de cine si se encuentra bien dirigida.


John Wayne, con el que trabajaría en cinco ocasiones, interpreta al héroe hawksiano por excelencia, el líder que no duda en ayudar a su amigo evitando muestras explicitas de ese apoyo (como hiciera Cary Grant en Sólo los Ángeles tienen alas o el propio Wayne en Río Bravo y otras).

Mississippi (James Caan), el joven aprendiz, es otro clásico en la temática de Hawks (Matt al principio de Río Rojo, Ricky Nelson en Río Bravo o Chips en Hatari! son varios ejemplos).

Con El Dorado el espectador puede presenciar un western distinto; el cinéfilo puede dedicarse a disfrutar de la interpretación de los personajes sin distraerse con los movimientos de cámara; y el aficionado, en general, seguro que va a pasar un rato entretenido junto a una película narrada al estilo clásico, lejos de las innovaciones que se imponían en el mundo del cine en los años sesenta.

Ver Ficha de El Dorado

LA DALIA NEGRA (The Black Dalia de Brian De Palma, 2006)

Reconozco que no soy nada imparcial -¿quién lo es?- y menos al comentar una película de cine negro, género que me apasiona. Si encima está dirigida por Brian De Palma, uno de los directores que mejores ratos me han hecho pasar, menos objetiva será mi crítica. Así que prácticamente no me voy a quejar de una cinta suya; al menos no mucho.


La Dalia Negra es, en efecto, un film noir, basado en una novela de James Ellroy (también autor del libro que dio origen a L.A. Confidential). La historia gira en torno al asesinato de Eizabeth Short, una de tantas jóvenes que acudieron a Hollywood, en los años dorados, con aspiraciones de llegar a ser actriz . El caso quedó sin resolver y Ellroy se sirvió de él para construir una interesante trama.

Interesante y complicada. Pero no me voy a quejar, porque es lo que se le pide a una cinta negra. Aquí, De Palma incluye todos los elementos que hicieron grande este género. Así una voz en off nos acompaña durante todo el metraje; asistimos a brutales asesinatos; a policías corruptos; a femmes fatales; a escándalos financieros e inmobiliarios; a viejas rencillas entre socios; a triángulos amorosos; hasta a una intriga de boxeo amañado, que sirve de arranque. En definitiva a un sinfín de subtramas que se relacionan unas con otras, que se lían tanto que necesitarían más de un final para proceder al desenredo esclarecedor -que nunca llega del todo- o bien algunas secuencias con casualidades algo “tramposas” para resolver la situación –como es el caso-.

El reparto de La Dalia Negra resulta desigual: Josh Hartnett no creo que de la talla para encarnar a un policía que lleva tras de sí una larga experiencia como boxeador y varios años patrullando la calle. Su rostro aniñado no encaja en el tipo de héroe que nuestra mente cinéfila se imagina para esta clase de cintas. Tampoco ayuda su oponente Aaron Eckhart, sobre actuado en casi todo momento. Siguiendo con el triángulo, Scarlett Johansson no le proporciona a su papel la fuerza que requiere y uno sospecha que Brian De Palma ha fallado en la dirección de actores o en el casting o en ambas cosas. Es probable que algo de culpa la tengan los diálogos. Y es que se echan en falta las frases rápidas e ingeniosas de Raymond Chandler o de Dashiell Hamett, verdaderos especialistas del género.



Eso sí, la mujer fatal (Hilary Swank) y su esperpéntica familia están a la altura. Su inclusión en la trama se me antoja fundamental. Prácticamente le dan al filme la negrura que necesita. Así que, realmente, no sé de que me quejo.

En The Black Dahlia, Brian De Palma brilla cuando hace de Brian De Palma. No se espere el espectador grandes alardes técnicos con interminables escenas, perfectamente planificadas, sin cortes, como la del arranque de Ojos de serpiente (Snake Eyes, 1998), la de la estación en Los intocables (The Untouchables, 1987) o el excelente final de Carlito’s Way (1993); no se espere nada de esto, pero sí un par de planos secuencia con su mejor estilo. Uno con plano picado, grúa, y travelling incluido, en la escena crucial del tiroteo y el asesinato, donde dos cuervos en un tejado no presagian nada bueno. Otro, con cámara subjetiva, cuando Hartnett penetra en la mansión de la siniestra Hilary Swank. Muy hitchcockniano; muy de De Palma, gran admirador del maestro.

Estén tranquilos, no me voy a quejar más. Sólo decir que es una pena que el director no se haya decidido –seguro que lo pensó- por el blanco y negro; que es una lástima que no haya optado por algún actor de carácter; que no haya incluido en el equipo a un guionista especialista en diálogos; que...

Ver Ficha de La Dalia Negra
Leer critica de La dalia negra en Muchocine.net

martes, 1 de abril de 2008

EL CUCHILLO EN EL AGUA (Nóz w wodzie de Roman Polanski, 1962)

El Cuchillo en el agua se trata de la ópera prima de Roman Polanski y, curiosamente, la única cinta dirigida en su país natal. El filme cuenta como un matrimonio en crisis se van a pasar un fin de semana en un barco de vela. Previamente han recogido a un desconocido en la carretera, que se les unirá en su extraño y claustrofóbico viaje.

Leyendo el argumento se puede pensar que estamos ante un thriller del estilo a Calma Total (Dead Calm de Phillip Npyce, 1989), sin embargo Polanski realiza una película personal y original. Muy en la línea de las “nuevas olas” que aparecieron en Europa en los años sesenta (La Nouvelle Vague, El Free Cinema, etc.). Y es que tanto Polanski como el coguionista y futuro realizador Jerzy Skolimovski, fueron los verdaderos impulsores del cine polaco moderno. La diferencia con sus colegas británicos y franceses es que Polanski tuvo que abandonar su nación debido a la feroz censura existente en los países del telón de acero.

El cuchillo en el agua, desde el arranque, anuncia una nueva forma de hacer cine. En los créditos Polanski enfoca el parabrisas de un coche en marcha. Sabemos que hay dos personas dentro, pero el reflejo de la carretera y de los árboles en el cristal nos impide verles las caras. Sólo cuando de verdad comienza la película, podemos ver que se trata de una pareja que discute, aunque seguimos sin poder oír su conversación. A partir de la escena en que recogen al muchacho de la carretera, Polanski se posiciona claramente en contra de la pareja. La critica abierta contra una nueva clase burguesa polaca es más que evidente. Se trata de personas anónimas, resignadas con la situación política y social, que intentan conseguir el máximo de bienestar sin importarles lo demás. El director compara esta nueva burguesía con la juventud inconformista, representada por el inquietante autoestopista, y el resultado es sorprendente.

La película se realizó en un tiempo record y con actores desconocidos. A pesar de que la mayor parte de la acción transcurre en un yate, el ritmo de la narración es prácticamente perfecto. La tensión entre los personajes va creciendo y la lucha entre los dos hombres se hace inevitable, pero la solución que propone Polanski es de lo más original. Eso sí, nos deja con un ineludible poso de pesimismo, al mostrarnos una juventud que, finalmente, se comporta como la burguesía a la que tanto detesta.

Gracias al éxito de esta película (Premio de la crítica en Venecia y nominada al oscar a la mejor cinta extranjera) Polanski pudo seguir su impresionante carrera en el Reino Unido y en Estados Unidos. Obras como Chinatown, Lunas de Hiel o la reciente El pianista son directamente deudoras de aquel Cuchillo en el agua.


Ver Ficha de El Cuchillo en el agua.


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