Pasado el ecuador
del Festival de Cine Europeo de Sevilla, pudimos asistir a la proyección de dos
películas con resultado desigual en las salas del Centro Comercial Nervión Plaza,
donde solemos acudir. La primera, decepcionante, de la Selección EFA, la
segunda, esperada en la Sección Oficial, que nos dejó con buen sabor de
boca:
Tres kilómetros hasta el fin del mundo (Trei kilometri pana la capatul lumii, Emanuel Parvu, 2024) fue la cinta que elegimos ver ayer de entre las seleccionadas para los premios de la Academia de Cine Europeo (EFA). Una película rumana acerca de un joven homosexual que es atacado por los hijos del cacique de un lejano pueblo del bajo Danubio. Hasta los padres de la víctima se muestran contrarios a admitir la orientación sexual del hijo y quieren ponerle remedio. Un filme mil veces visto a estas alturas: crítica hacia la iglesia, la policía local y los supuestos valores tradicionales de una comunidad de estructura cuasi-feudal de la Europa profunda, que aún ven la homosexualidad como una enfermedad o una posesión demoníaca. Nada nuevo, por desgracia, en un largometraje con tendencia al aburrimiento.
Todo lo contrario,
a lo que propone el director español Aitor Echeverría: Desmontando un
elefante. Una cinta que se pasa volando mientras los excelentes actores
con los que cuenta Echeverría nos introducen más y más en un drama social sobre
el alcoholismo y sus consecuencias:
Marga (Emma
Suárez) es una arquitecta con problemas con la bebida, su hija Blanca (Natalia
de Molina) vigila muy de cerca la posible recaída de su madre mientras que su
padre (Darío Grandinetti) no es capaz de afrontar la situación. La conocida
metáfora del elefante en la habitación, que todos ven, pero que nadie es capaz
de nombrarlo —el alcoholismo— describe muy bien lo que pasa en la gran
pantalla.
Un filme que pertenece
a ese género que ha dado obras maestras (Días de vino y rosas, Días
sin huella, Leaving Las Vegas, etc.) y que sigue por el
buen camino de aquellas, gracias, entre otras cosas, al buen hacer del duelo
interpretativo entre dos buenas actrices: la excelente Emma Suárez y la
sorprendente Natalia de Molina.
La segunda, de
forma original, lleva el peso de la cinta cuando la película no sólo trata de
la adicción de la primera, también describe otro tipo de adicción: la obsesión
de la hija por estar encima de la madre, marcándola de cerca, sin dejar afrontar
a Marga por sí sola el problema, mientras que Blanca perjudica su propia vida.
Otro activo de
la película es la muy buena puesta en escena, mérito del director: Echeverría gestiona
con criterio los primeros planos, todos con sentido dramático, e intercala
secuencias de danza con Natalia de Molina mostrando muy buenas dotes para el
baile, y con una coreografía en consonancia con lo que se está viviendo en la
acción.
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