Mientras Merche avanzaba,
soplaba un viento fresco del norte que animaba a los plátanos de sombra a mover
sus ramas. Los árboles aún eran jóvenes, pero ya enseñaban a las otras especies
como sembrar la acera de hojas; llevaban haciéndolo desde verano y no
terminarían hasta enero. La hilera de la derecha cumplía su misión de esconder
el recinto ferial de la carretera. En parte, gracias al seto de tuyas que la
acompañaba y a la serie de naranjos amargos que discurría por el interior de la
acera. Los cítricos estaban cargados de fruta como si fueran adornos de una
Navidad prematura. Algunos aguantarían así hasta últimos de marzo; mes en el
que se daría por terminada la campaña de recogida de naranjas amargas por toda
la ciudad. Una operación cuyo destino preferente eran las fábricas inglesas de
mermelada.
Merche pisaba el acelerador
con ansiedad. Aún tenía que llegar a La Cartuja, buscar el edificio Expo 2 y
localizar la redacción de “La Voz de Híspalis”.
Se maldijo por no haber tenido más paciencia, por no haber esperado unos
meses antes de comprarse el coche. Podría haber adquirido el nuevo modelo de
207 con GPS y ahora no estaría con esa sensación de perdida. Miró el reloj
digital del ordenador de abordo y comprobó que ya pasaba un minuto de la hora
concertada para la entrevista.
El Peugeot se incorporó a la
autovía de circunvalación y cruzó por debajo del túnel que lo conduciría a la
avenida Carlos III. La vía se había convertido en una de las arterias
principales de la ciudad. Discurría paralela al cauce del Guadalquivir y era el
límite oeste de la Isla de La Cartuja. A su izquierda, se levantaba un talud, o
muro de defensa, que protegía el recinto de la Exposición del 92 de posibles
inundaciones. Entre la vegetación frondosa que lo cubría se distribuía un
jardín botánico espontáneo: alcornoques, encinas, pinos, olivos e higueras
convivían con los arbustos que revestían el muro hasta la unión con la avenida.
Merche decidió acceder al
aparcamiento de la Zona Oeste, fuera del moderno barrio empresarial. Antes de
bajar del Peugeot, manipuló el espejo retrovisor para convertirlo en espejo. No
necesitaba ningún retoque de maquillaje; sólo se ajustó el peinado. Su oscura y
larga melena estaba recogida en una ancha trenza que despejaba su exótico
rostro. De tez caribeña, como su madre, con una piel morena favorecedora, era
alta y no excesivamente delgada. Vestía un jersey rojo oscuro que combinaba
perfectamente con su falda negra. El suéter era de cuello vuelto, tan holgado
que descubría un escote poco habitual en una prenda de invierno.
Después de comprobar lo
atractiva que estaba, consultó su situación comparándola con el plano
improvisado que había fabricado la semana pasada, cuando le confirmaron el
lugar de la cita. El dibujo de la arrugada servilleta señalaba el Camino de los
Descubrimientos con una flecha. Allí debía estar el edificio que albergaba el
diario. El problema radicaba en las dimensiones de la avenida: un kilómetro que
recorría longitudinalmente casi todo el recinto ferial de la Exposición
Universal.
Todavía en pleno desarrollo,
después de su abandono inicial, la Expo se había convertido en un espacio
innovador. Edificios diseñados por los más prestigiosos arquitectos acompañaban
a los pocos pabellones que quedaban del certamen. Merche caminaba por el Camino
de los Descubrimientos y seguía intentando adivinar el jeroglífico en el que se
había transformado su mapa de emergencia. A ambos lados de la calle se alternaban
bloques de hormigón aún sin personalidad, en plena construcción, con figuras arquitectónicas
irregulares revestidas de vidrio. “Debería estar por aquí”, pensó Merche
mientras levantaba la cabeza buscando el número de la calle como una turista en
un país extranjero. La apabullaba el conjunto de tres edificios con forma
cúbica que se alzaban ante ella. Todos con las fachadas tapizadas de elementos
de aluminio y cristal.
“Edificio Expo 2”. Por fin,
este es.
Con determinación, atravesó
la puerta giratoria y se adentró en una sala minimalista. A la derecha, al lado
de un mostrador vacío coronado con una lámina del skyline de Nueva York, un tablero ofrecía información de la situación
que las empresas ocupaban en las distintas plantas. A la izquierda, tres
ascensores de gran tamaño esperaban cerrados. Merche se acercó al tablero.
Cuando se disponía a escrutar la guía sintió que alguien le tocaba el brazo. Un
hombre trajeado, de unos cuarenta años, con el pelo brillante y engominado,
peinado hacia atrás, la abordó bruscamente.
—¿Necesita ayuda? Estos
edificios inteligentes, en vez de facilitar las cosas, lo que hacen es
complicarlas.
Merche sintió su
desagradable aliento a coñac barato, pero fue amable con él.
—Sí, gracias. Estaba
buscando la redacción de “La Voz de Híspalis”.
—Pues precisamente voy para
allá. Si quiere seguirme… —El hombre tendió el brazo señalando el grupo de
ascensores.
—Muchas gracias.
—¿Viene de visita o por
negocios? —Se entrometió el hombre, mientras pulsaba el botón de llamada del
ascensor—. Se lo pregunto porque allí conozco a todo el personal y puedo
facilitarle las cosas —presumió el
personaje.
—En realidad, voy a una
entrevista de trabajo. Tengo una cita con Cecilia Ramos —dijo Merche antes de
que el sujeto volviera a cogerle del brazo para llevarla dentro del ascensor. Merche
se estaba poniendo alerta. No tenía cuerpo para aguantar ninguna clase de
flirteo. Además, siempre le habían molestado esas personas que andaban manoseando
a la gente sin apenas conocerlas.
—Cecilia es muy amiga mía
—dijo con suficiencia el hombre—. Pero es raro el día que no está de mal humor.
De todas formas no te preocupes demasiado. Si tienes algún problema con ella me
lo dices.
El tuteo tampoco le gustó
nada a Merche, que sin embargo continuó guardando la compostura.
—Creo que podré
arreglármelas sola.
—Estupendo. Ahora mismo te
llevo a su despacho. Espero que consigas el trabajo, porque presiento que vamos
a ser muy buenos amigos. —El ascensor se paró en el cuarto piso y esta vez el sujeto
fue más lejos cuando la agarró de la cintura para empujarla suavemente hacia la
planta.
—Soy Jaime Morales,
prácticamente el dueño de la empresa —dijo ufano, mientras la sujetaba y se
inclinaba para darle dos besos.
Merche se apartó bruscamente
y le tendió la mano visiblemente enfadada.
—Merche Emanuele; encantada
—mintió.
El día soleado de fuera se
estaba tornando gris en el interior del edificio.
—Lo mismo digo: un placer.
—Jaime disimulaba mal el rechazo cuando le ofreció a Merche una mano lánguida y
sudorosa.
Después del bochornoso
saludo, atravesaron un corto pasillo con puertas a ambos lados y llegaron a la
entrada de la sala de redacción. Esta vez Merche se adelantó a Jaime para no
dar lugar al roce acostumbrado.
—Ahí tienes a Cecilia; en su
salsa —ironizó Jaime, mientras señalaba un apartado entre el caótico mar de
mesas que se desplegaba ante los ojos de Merche. Allí, una mujer embarazada
discutía con un hombre mucho más joven que ella. De aspecto cansado, con las ojeras
invadiendo las mejillas, Cecilia gritaba algo ininteligible a su oponente. Su
melena, de un incierto rojo oscuro, estaba recogida en una descuidada coleta y
finalizaba en un flequillo irregular cuyas raíces evidenciaban el color blanco original
del pelo. Cecilia no mostraba la fragilidad que se le espera a una mujer en
estado de buena esperanza. De hecho, sorprendía la fiereza con la que estaba
tratando al chaval: le estaba rompiendo unas fotografías en la cara para
después tirarlas a la papelera.
La situación cada vez se
presentaba peor. El nubarrón amenazaba tormenta violenta, con rayos y truenos.
Merche estaba a punto de llorar.
—Mi despacho está al otro
lado del de Cecilia. —Jaime señaló el habitáculo contiguo, separado del resto
por tres pequeñas mamparas—. Pásate por allí después de la entrevista y nos
vamos a tomar un café.
—No sé si tendré tiempo —se
excusó Merche, que sospechó que Jaime era un asiduo al bar de enfrente, y que
sus cafés eran de alta graduación.
—Claro que sí. —Jaime la
miraba de arriba abajo apoyado en el quicio de la puerta. Se limpió la boca con
la mano en un gesto desagradable que parecía confirmar que se estaba
relamiendo—. Además, podemos celebrar que has conseguido el trabajo. En caso
contrario ya me encargaré yo de que te lo den.
“¿A cambio de qué?”, pensó
Merche, que se sintió violentada mientras Jaime la desnudaba con sus ojos
lascivos. Le entraron ganas de pegarle con todas sus fuerzas o de salir
corriendo de allí. Una vez más, se contuvo: se limitó a darse la vuelta.
—Lo tendré en cuenta.
Gracias por todo —masculló Merche ya de espaldas.
Armándose de valor se
arrastró hacia la mesa de Cecilia. Mientras caminaba, sentía la mirada de Jaime
atravesándole la ropa como si estuviera expuesta a un campo de rayos x.