La dama de picas (The Queen of Spades, 1949)
Si
hablamos de Luz que agoniza, o de Luz de gas, como
prefieran, enseguida nos viene a la mente la excelente película de George Cukor
(1944), con papeles inolvidables para Ingrid Bergman y Charles Boyer. Sin
embargo, cuatro años antes, se realizó Gaslight, la primera
versión para la gran pantalla de la obra de teatro homónima de Patrick Hamilton.
Una cinta tan buena como la de Cukor, a cargo de un director británico en absoluto
desdeñable: Thorold Dickinson.
Precisamente,
de Dickinson vamos a comentar hoy dos interesantes filmes que dirigió en los
años de la posguerra. Un realizador con gran habilidad para contar historias de
misterio e intriga, que se nos antoja muy en la línea del cine británico formal
tan caro a Alfred Hitchcock o a Carol Reed. De hecho, el primer largometraje
que nos atañe, La dama de picas, bien podría haberlo firmado
cualquiera de ellos.
El
guion de La dama de picas, basado en el relato corto de Alexander
Pushkin, narra la historia de un hombre obsesionado por la leyenda de la mujer que
vendió su alma al diablo. La lady en cuestión ansiaba conocer el secreto de los
tres naipes que proporcionan la fortuna en el juego.
Para
conseguir el objetivo de hablar con aquella mujer condenada (ahora ya una
anciana), el protagonista no duda en seducir a la sobrina que vive con ella. Esa,
y no otra, es la verdadera víctima del drama: la joven que piensa que sus días de
soledad han terminado y finalmente alguien se ha enamorado de ella.
Un
libreto muy atractivo, con un excelente decorado de Oliver Meseel, que se
podría encasillar dentro del melodrama gótico o del cine fantástico. Incluso
del cine de terror, si nos atenemos al último tercio de la película y a la
actuación de Anton Walbrook. La presencia siempre inquietante del actor austríaco
hace que la cinta gane en interés ––ya colaboró con Dickinson en Gaslight,
con excelentes resultados––. En La dama de picas, el personaje que
encarna Walbrook se siente casi más atraído por el poder que da el hecho de
hacer un trato con Satanás que por la ambición más prosaica de hacerse rico.
Secret People (1952)
Estamos en Londres, en el período entreguerras. Un terrorista vuelve con
su antigua novia después de años desaparecido. Lo que parece un encuentro
casual, no lo es tanto cuando el asesino pretende incluirla en su plan de matar
a un dictador extranjero; precisamente al responsable de la muerte del padre de
ella.
Thorold Dickinson propone de nuevo un thriller, pero en este caso de
rabiosa actualidad. ¿El terrorismo puede estar alguna vez justificado? Es la
pregunta que se hace el director a lo largo de la trama. Una cuestión que lejos
de eludir, la responde con una historia realista, inusual por dos motivos: por
el año en el que se encuentra rodada, justo después de una guerra tan
devastadora causada por un dictador al que nadie le paró los pies; y dos, por
la valiente opinión del realizador.
La oscuridad del tema respalda las
angulaciones extremas, los claroscuros y los fundidos encadenados que Dickinson
gestiona tan bien como hizo en La dama de picas. Igual que en esa
cinta y que en Gaslight, el director vuelve al tema de la mujer engañada
por un hombre, que se vale del amor que ella siente para lograr sus objetivos.
Es
decir, de nuevo melodrama y cine de género en una trama que mezcla ambas
modalidades como un todo. Un filme con intérpretes tan solventes como Serge
Reggiani y Valentina Cortese, en especial esta última en un original doble papel.
Aunque
la verdadera sorpresa es la agradable presencia de Audrey Hepburn, justo antes
de su revelación en Vacaciones en Roma (Roman Holiday, William
Wyler, 1953). Dado su talento para el ballet, la futura estrella se hace a la
perfección con el papel de la inocente hermana de la protagonista, una joven
bailarina que intenta abrirse camino en el difícil mundo del baile clásico.