De amor también se muere es una de las películas más representativas del llamado "Cine para mujeres". Un tipo de cine que se prodigó en los años cuarenta, en la retaguardia y en la postguerra, y cuya principal representante fue la diva por excelencia: Joan Crawford. La estrella había conseguido reponerse a la primera decadencia sufrida al final de los años treinta, y hacerse con el trono una vez más gracias a su poderosa presencia en la gran pantalla.
Igual que en Alma en suplicio (Mildred Pierce de Michael Curtiz, 1945), del año anterior, la interpretación de Joan Crawford en De amor también se muere es magnífica como la esposa ignorada y que se da a la bebida, pero que se enamora de John Garfield, un virtuoso violinista más preocupado de su carrera que de todo lo demás. Entre ellos se situa la posesiva madre del músico, que intentará apartarle de su amante y propiciará el trágico final.
La cinta es un remake de "Humoresque", un filme mudo de 1920 nada desdeñable, realizado por otro especialista en melodramas: Frank Borzage. A pesar de que lo tenia difícil, el director de la nueva versión, Jean Negulesco, logra superarlo con un drama redondo, gracias a una puesta en escena y a una estética más propia del cine negro, muy afín a la Warner Brothers, a la sazón productora del largometraje.
También destaca la música de Franz Waxman, nominada al Óscar, realmente inolvidable; y la atmósfera cargada de emoción, sobre todo en las secuencias de los conciertos a cargo de un Garfield, que, como se dice en la propia película, "tiene más apariencia de boxeador que de violinista".
Pero, insistimos, la protagonista indiscutible es Joan Crawford, que está especialmente bella y sensual en la escena del último concierto al que asiste, con la boca entrabierta de placer, ensimismada oyendo la música que envuelve al resto de los personajes del melodrama. En dicha secuencia se resume toda la película únicamente con miradas: la de la madre de John Garfield; la de la antigua novia (que no soporta la situación y tiene que huir); la del padre; las de sus hermanos; la del promotor y la de su amigo (Oscar Levant haciendo el mismo papel de siempre).
El
caso del director Robert Guédiguian es único en la abundancia de realizadores
personales de lo que hemos llamado “cine de autor”, surgidos en los años
ochenta, y consolidados en los noventa, para caracterizar el cine francés del siglo XXI. Un tipo de cine posmoderno que debe sus orígenes
a la tan traída nouvelle vague, del
que se desmarca, con buen criterio, Guédiguian.
De
alguna forma, el director marsellés intenta redescubrir el cine con un sistema
de rodaje, digamos, convencional. Elegantes movimientos de cámara, luz
artificial, sonido limpio, fotografía cuidada, puesta en escena y montaje de
libro…, es decir, lo que en Hollywood se estila desde siempre. Un tipo de cine
con una evocación lírica que huye del formalismo rompedor de los jóvenes de la
nueva ola para situarse en la retaguardia de ellos, concretamente en el Realismo Poético de los años treinta;
tan clásica y atractiva nos parece su propuesta.
No
obstante, si lo que Guédiguian plantea es un cine clásico en su aspecto formal,
la intención no puede ser de lo más actual. Sus tramas siempre se apoyan en
denuncias sociales de la clase trabajadora, se sitúan en su Marsella natal o en
los alrededores, en pueblecitos pesqueros sumidos en la depresión y el paro,
con la especulación inmobiliaria engulléndolo todo, incluyendo antiguas fábricas
que se hunden o simplemente se encuentran abandonadas.
Ese
es el entorno en el que se mueven casi todos sus filmes, como ocurre con Marius
y Jeannette, la película que le dio a conocer en nuestro país, para
muchos su mejor obra hasta la fecha (a nosotros nos gusta tanto, o más, la
reciente La casa junto al mar, 2017). Una cinta de personajes, donde brilla
con luz propia la pareja que conduce la trama, y que simboliza la denuncia
social antes referida: Marius (Gérard Meylan) es un vigilante que se hace el
discapacitado para conservar su trabajo en una cementera medio abandonada, mientras
Jeannette (Ariane Ascaride) es una cajera de supermercado que apenas le da para
vivir y sacar adelante, ella sola, a sus dos hijos. Marius y Jeannette disfrutarán y sufrirán con sus encuentros y desencuentros en la humilde pedanía de L’Estaque, a las afueras de
Marsella. Los vecinos del barrio también tendrán mucho que decir, y que aportar, en la relación que acaba de surgir.
Con
la apariencia de un drama, pero con el recurso del humor, y sin grandes
aspavientos proselitistas de un director que fue un antiguo comunista, se
desarrolla este agradable largometraje con un tono crepuscular, también marca
de la casa, que deja un muy buen sabor de boca.
De
todo corazón (À la place
du coeur, 1998)
En su siguiente película, justo después de Marius y Jeannette, Robert Guédiguian regresa a Marsella ––de
donde nunca se ha ido–– para filmar otra cinta personal; otro largometraje característico
del estilo del realizador, a punto de ser una secuela del anterior; y es que,
como sucede con Woody Allen, el director francés parece estar siempre rodando la
misma cinta.
Aunque el eje de la trama
de De
todo corazón es algo diferente (la supervivencia dentro de la gran
ciudad de una relación interracial), no lo es en absoluto el entorno por el que
se desarrolla el argumento de la película y la descripción de los personajes.
En esta nueva maravilla de película, Guédiguian narra la angustia de la pareja,
ella blanca, el negro, a partir de que el segundo ingrese en la cárcel acusado
de un crimen que no cometió. Pronto, el cineasta traslada el protagonismo de la
cinta de la joven pareja a sus amigos y familiares cercanos. Estos intentarán demostrar
la inocencia del muchacho frente al policía racista y celoso que lo denunció.
Guédiguian sabe de lo que
habla. El propio director es hijo de inmigrantes (de padre armenio y madre
germana) y conoce bien los problemas de desigualdad, de racismo e intolerancia
que sacuden Europa. Así, la desnudez de los jóvenes transmite sinceridad,
mientras que el aspecto ario del gendarme retrata a un neonazi.
Para conducir este drama,
el director recurre de nuevo a sus personajes tipo y al elenco de actores con
el que lleva trabajando más de treinta años, como si fuera una compañía de teatro.
Desde sus comienzos, a principios de los ochenta, hasta la actualidad, Guédiguian
sigue contando con ellos, lo que seguramente facilitará mucho las cosas a la
hora de la improvisación y de la dirección de actores en general. El director
marsellés incluso se puede permitir el lujo de utilizar secuencias pretéritas
en filmes actuales en aras de lograr un mayor realismo (como sucede en la
citada La casa junto al mar).
En De todo corazón, Ariane Ascaride,
a la sazón mujer de Guédiguian, es de nuevo el personaje más destacable junto a
Gérard Meylan. Ambos gobiernan la trama, alternándose con la joven pareja
protagonista, y se encuentran muy bien secundados por los habituales Jean-Pierre
Darroussin (el necesario contrapunto de comedia), y por Jacques Boudet (el personaje
que suele aportar los mensajes de mayor calado, como quien no quiere la cosa).
Una estructura exacta a la de Marius y Jeannette.