domingo, 25 de abril de 2021

EL AUTOREMAKE EN EL CINE. CAPÍTULO V (I)

Hace siete años, ofrecíamos en el blog la posibilidad de leer on line el capítulo IVdedicado al director Howard Hawks, del ensayo "El Autoremake en el cine". En unos dos años, de forma alternativa con otras publicaciones, fuimos completando el epígrafe. Hoy volvemos con aquella propuesta y la ampliamos con el capítulo V dedicado al gran realizador Raoul Walsh. Para poner en antecedentes al lector, hay que decir que Autoremake es un palabro acuñado en el libro para designar a la versión de una película realizada por el mismo director que ya se encargó del proyecto original. 
Sin más preámbulos, comencemos, o mejor dicho, continuemos con El Autoremake en el cine:

V

 

RAOUL WALSH

 

—Remember what Johnny Dillinger said about guys like you and him? He said you were just rushing toward death.

Doc (Henry Hull) advierte a Roy Earle (Humphrey Bogart) en High Sierra (1941).

 

 

5.1. El salto de la liebre.

5.1.1. El último refugio (High Sierra de Raoul Walsh, 1941).

 Si con Capra y Hawks llegamos a la conclusión de que sus repeticiones no son otra cosa que una consecuencia directa de su carácter de autor cinematográfico, con Raoul Walsh casi se puede decir lo mismo, aunque no lo parezca en una primera aproximación: Walsh, en la mejor época de su carrera, la que transcurre como asalariado de la Warner Bro­thers, y en la que se concentran sus mejores cintas, era el prototipo de director bajo contrato de unos grandes estudios donde los guiones, el reparto y la mayoría de los elementos de la producción solían escapar casi siempre a su control directo. Una situación que para nada molestaba al realizador, muy a gusto con dicho sistema; de hecho, el inicio de su decadencia vino a raíz de la inestabilidad que supuso el dejar de trabajar para la Warner. Podríamos decir que Walsh era el realizador con el que soñaban los grandes magnates de la industria cinematográfica: un profesional que manejaba cualquier género, eficiente en su trabajo y con muy buenos resultados en taquilla. 


Dicho esto, y conscientes de no ser inmunes a la polémica habitual que suele acompañar a cualquier trabajo sobre Walsh,[1] somos de la opinión que detrás de este artesano se escondía un verdadero autor: un cineasta con un estilo concreto dentro de la variedad argumental de sus largometrajes, un director que le daba su impronta personal a personajes y situaciones, que aún partiendo de géneros opuestos, de tramas totalmente diferentes, fue capaz de realizar una obra compacta repleta de caracteres reconocibles y elementos constantes. Las mejores pruebas que respaldan nuestra opinión las tenemos en este capítulo, en los cuatro filmes que vamos a analizar, todos pertenecientes a su mejor etapa como director, todos ellos de excelente factura.

Nacido en Nueva York, en 1887, Albert Edward Walsh tuvo una infancia feliz al lado de su madre, española de nacimiento, y de su padre, un irlandés, empresario del sector textil, que se enriqueció en la guerra Hispano-Americana fabricando uniformes. Su niñez, idealizada siempre por el director, se truncó repentinamente a la muerte de su madre, cuando él apenas tenía quince años. El trágico suceso le cambió tanto la vida que decidió vivirla lejos de casa. Como ocurrió con la mayoría de los pioneros del cine, la entrada de Walsh en la profesión fue precedida de los más diversos oficios: desde marino mercante a cowboy, pasando por oscuros trabajos relacionados con los bajos fondos. Walsh, siempre empujado por su espíritu aventurero, entró en la industria en 1913 como extra en películas de género de la Biograph gracias a su condición de jinete experto. Allí fue actor y ayudante de dirección de Griffith[2] que, al poco tiempo, le propuso realizar sus propias películas. 

En su carrera, Walsh llegó a tratar a personalidades tan influyentes y famosas como Mark Twain, Jack London, James Corbett, Wyatt Earp o Pancho Villa, al que dirigió en un biopic sobre la vida del legendario militar mexicano (The Life of General Villa, 1914).[3] En 1915, Walsh se unió al proyecto de William Fox con, entre otras, Regeneration, un antecedente del cine de gangsters muy apreciado hoy en día. En su periodo silente, Walsh no sólo trabajó para la Fox, sino también para compañías independientes, algunas fundadas por actores-productores como Douglas Fairbanks y Gloria Swanson. Gracias a éxitos como El ladrón de Bagdad, producido por el primero, Walsh sí gozó en el cine mudo del control directo de todos los elementos de la producción.[4] Así, en La frágil voluntad (Sadie Thompson, 1928), cinta financiada con dinero de la Swanson, Raoul Walsh dirigió, escribió el guion e incluso interpretó uno de los papeles principales.

La llegada del sonoro fue, como para la mayoría de los cineastas, un punto de inflexión en la carrera de Walsh, en este caso negativo por lo que significó de inestabilidad en su obra y por el accidente que sufrió mientras dirigía En el viejo Arizona,[5] su primera talkie: el director buscaba localizaciones para la película cuando una liebre, deslumbrada por los faros del vehículo, saltó y atravesó el parabrisas destrozando el ojo derecho de Walsh. Desde entonces, el parche en el rostro del realizador, como en los de John Ford o Nicholas Ray, siempre acompañaría a su estampa de director clásico de Hollywood.[6]

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[1] Terenci Moix titula su capítulo sobre el director: “Artesano o Maestro” (1996, p.576). José María Latorre también hace referencia a las “estériles y envejecidas discusiones” sobre si Walsh fue un autor o no (2008, p.13).

[2] En 1915, Griffith le dio a Walsh el papel de John Wilkes Booth, el asesino de Lincoln, en su obra maestra, El nacimiento de una nación.

[3] Codirigida con Christy Cabanne.

[4] En Regeneration, además de dirigir y producir, Walsh también escribió el guion.

[5] En el viejo Arizona fue finalizada en 1929 por Irving Cummings y protagonizada por Warner Baxter que, igual que Cummings, estaba sustituyendo a Walsh. Como en La frágil voluntad, las pretensiones de Walsh eran encargarse de la realización y de la interpretación. Ambos sustitutos tuvieron suerte: el primero fue nominado por su trabajo, el segundo se llevó el Óscar.

[6] Un accidente que aceleró su ceguera en los últimos años de vida. La enfermedad de Walsh, igual que la de Fritz Lang y otros, fue provocada por culpa de la exposición continuada a la luz de las lámparas Klieg usadas en los rodajes.




lunes, 12 de abril de 2021

NÁUFRAGOS (Lifeboat de Alfred Hitchcock, 1944)

Durante la Segunda Guerra Mundial, Hitchcock trabajó para los estudios del productor independiente David O. Selznick. Bajo la atenta supervisión de Selznick, Hitchcock dirigió Rebeca (1940), su primera película en Estados Unidos, y más tarde haría otras tres (Recuerda, Encadenados y el Proceso Paradine). La turbulenta relación entre Hitchcock y Selznick incluyó la cesión del director a otros estudios, una práctica que era muy normal en aquella época. Precisamente, uno de aquellos “prestamos” dio origen a Náufragos:


En el océano Atlántico, un mercante aliado se hunde después de haber sido atacado por un submarino alemán. El sumergible a su vez es alcanzado por las cargas de profundidad de los escoltas y también se va a pique. Poco a poco los supervivientes se van subiendo a uno de los botes salvavidas. También recogen al capitán del submarino nazi, que, paradójicamente, es el único que puede conducirlos a tierra dada su experiencia como marino...

Lifeboat es ante todo una película de propaganda en tiempos de guerra. Una alegoría sobre los acontecimientos que habían sacudido al mundo entero desde la llegada de Hitler al poder. Hitchcock, ligado a la Fox para hacer dos películas —al final se retrasó tanto que sólo pudo realizar una, según algunos porque de todas formas no le iban a pagar más— hizo suya la historia ideada por John Steinbeck, y planificó al detalle en un storyboard cada uno de los encuadres antes de llevarlos al plató.

Hitchcock reconoció que se tomó el filme como un desafío técnico al tener que rodar toda la película en un bote salvavidas. Es cierto que en Náufragos predominan los planos medios, los primeros planos, los planos contraplanos y las conversaciones a dos. Pero la puesta en escena sigue estando tan planificada y bien ejecutada como en el resto de cintas de Hitchcock. Un ejemplo lo tenemos en la intención del director de colocar juntos al nazi y al personaje de color para acentuar más la crítica del conflicto racista. O de dibujar un espléndido contraluz en el funeral del bebé, fotografiando a los personajes de espaldas. Una posición que repite al final, con intención totalmente diferente (esta vez de repulsión y no de belleza) cuando los supervivientes golpean al alemán. En ambas ocasiones, Hitchcock se aleja de los personajes y se permite una toma general en beneficio de la expresividad como una excepción a la regla del plano corto.

Son detalles de cineasta genial como el de darle importancia al atrezo a la hora de “rellenar el tapiz”, como solía decir él. Así, los objetos que flotan en el arranque cuentan la historia sin necesidad de palabras: un botiquín inglés, el cadáver de un hombre con las siglas del submarino en el chaleco salvavidas, una baraja de cartas, etc. La cámara de fotos, la máquina de escribir y el brazalete de la periodista son elementos materiales que el personaje va perdiendo a medida que evoluciona desde su carácter egocéntrico hasta convertirse en la verdadera conciencia del grupo. El periódico que lee Gus, uno de los supervivientes, sirve para el acostumbrado cameo/firma del realizador; y la bota del mismo personaje, la que corresponde a su pierna amputada, anuncia el final de la operación, y se utiliza en el linchamiento como señal de venganza.




Tanto Gus como la señora Higgins, la mujer que pierde a su hijo, representan a las víctimas de los nazis en la suerte de microcosmos que es el bote, que navega a la deriva al estilo de “el barco de los necios” de Sebastian Brant. Mientras tanto el resto de personajes escenifican al rico y al pobre, al hombre de color y al blanco, al de izquierdas y al de derechas, al aliado y al enemigo, etc., de tal forma que gran parte de la sociedad se vea reflejada en ellos y el espectador actúe en consecuencia, no sólo a favor de las potencias occidentales contra el nazismo, sino en aspectos morales a los que también alude el filme.

Y todo ello concentrado en un espacio muy reducido, en una acción tan concreta como la de sobrevivir, y en una unidad de tiempo lineal. No era la primera vez que Hitchcock se adhería al concepto aristotélico del drama; ni la última. En Alarma en el expreso ya rodó íntegramente en un tren; en Crimen perfecto lo haría desde un piso, igual que en La soga y en La ventana indiscreta. En esta última cinta Hitchcock filmaba como el voyeur que era, de la misma forma que hizo en el arranque de Náufragos cuando la periodista fotografía, cual paparazzi, sin ningún reparo, la llegada de otro superviviente al bote salvavidas, o el biberón de un bebé flotando entre dos aguas. 

El rodaje no fue nada sencillo debido a la cantidad de horas que debían pasar en el agua. Las enfermedades fueron inevitables y algún que otro accidente retrasó la filmación, pero Hitchcock siguió adelante con su película. Es conocido el poco aprecio que tenía el director por los actores, a los que alguna vez calificó de “ganado”. Una anécdota del rodaje de Náufragos cuenta cómo Mary Anderson posaba para una prueba de cámara cuando le preguntó a Hitchcock si ese era su lado bueno. “Estás sentado en él, querida”, fue la respuesta del director. Otro célebre chascarrillo del filme afirma que Tallulah Bankhead, muy aficionada a desnudarse en las fiestas a las que acudía, iba sin ropa interior al plató, cosa que se podía comprobar cada vez que subía o bajaba al tanque de agua acompañada de los silbidos de todo el equipo. Los técnicos avisaron a Hitchcock de tal circunstancia, a lo que él respondió: “No sé si este asunto compete a vestuario, a maquillaje o a peluquería.”

Nominada a tres Óscar (director, historia original y fotografía), la cinta fue un fracaso de crítica y público, en especial en las pequeñas ciudades al interpretar la audiencia que Hitchcock presentaba a los alemanes como una raza superior. Cosa que se desmonta cuando los náufragos descubren que el capitán alemán ha ocultado comida y bebida y, sobre todo, al final cuando recogen a un muchacho asustado que parece todo menos un superhombre. En esa secuencia, la periodista convence al resto de que hay que ayudar al joven alemán (las potencias no deben ensañarse con la nueva Alemania cuando la derroten), pero hay que vigilarle y no olvidar a las víctimas. Toda una declaración de intenciones del gran Alfred Htchcock.


El post es un extracto corregido para la ocasión del capítulo dedicado a Náufragos en mi libro: CINE Y NAVEGACIÓN. Los 7 mares en 70 películas



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