domingo, 23 de octubre de 2011

GALATASARAY-DÉPOR (One day in Europe de Hannes Stöhr, 2005)

Que el fútbol y otros deportes de masas unen a los aficionados es un hecho. Hannes Stöhr se apoya en este fenómeno (sólo es una excusa) para intentar con su cine provocar un efecto también unificador, pero de diferente sentido: acercar a los pueblos retratando situaciones donde personas de distintas nacionalidades acuden en ayuda de desconocidos en apuros, dejando de lado el racismo y la intolerancia. Veamos como lo hace:


Una hipotética final (y tanto, teniendo en cuenta que ambos equipos no andan muy finos últimamente) de la Champions Ligue, entre el equipo turco, Galatasaray, y el gallego, Deportivo de La Coruña, sirve de pretexto para que el director alemán ruede su segunda película después de la interesante Berlin is in Germany (2001). A pesar del título, la cinta no tiene nada que ver con otros filmes sobre deportes: hemos dicho que utiliza la competición para dar el ambiente del filme, para unir cuatro historias en cuatro ciudades (las dos de cada equipo: Estambul y Coruña; Berlín y Moscú, donde se celebra el encuentro), todas concebidas por el propio Stöhr, que firma también el guión.

Algo influenciado por el cine de Jim Jarmusch y su Noche en la Tierra (Night on Earth, 1991), Stöhr cuenta las historias de manera similar. Si allí (Jarmusch) eran varios taxistas en dificultades, aquí (Stöhr) son viajeros en ciudades extranjeras, perdidos en ellas, sin poder comunicarse con nadie en un idioma que desconocen por completo. Todos pasan por momentos de apuros causados por alguien que se quiere aprovechar del despistado forastero y carece de compasión. Lo que parece una denuncia hacia la sociedad en general, el egoísmo y la intolerancia pronto cambia para dar margen al optimismo al presentar a nuevos personajes: son nativos que finalmente acuden en ayuda de los primeros y harán que las cosas cambien. La hostilidad de un país extranjero (el idioma, el comportamiento indiferente de las autoridades) se ve compensada con la ayuda desinteresada de estos nuevos protagonistas.



La cinta se convierte en un deseo, más que en una realidad; el que tiene Stöhr de un acercamiento entre los pueblos cuando las cosas que les unen son más profundas que las que los separan, cuando los personajes se dan cuenta que comparten problemas idénticos, independientemente del país en el que viven. Stöhr nos dice que todos somos ciudadanos del Mundo y que, cada vez, las fronteras son más difusas.

Una vez inmersos en la trama, el partido de fútbol se convierte en un símbolo del sueño de Stöhr. Una bandera única que hermana a los fans de uno y otro equipo. Para reforzar esta metáfora, el director elige la final con toda la intención: los aficionados a este deporte saben que a los hinchas del Dépor les llaman “los turcos” (un apodo que nace de viejas rivalidades con el otro gran equipo gallego: El Celta de Vigo) y que, con el tiempo, los deportivistas han adoptado el sobrenombre hasta el extremo de llevar banderas de Turquía con ellos en sus desplazamientos. Este hecho les hace parecer simpáticos a los ojos de lo verdaderos turcos; entre ellos los del Galatasaray, su rival en la ficticia final.

Ver Ficha de Galatasaray-Depor

jueves, 13 de octubre de 2011

NIGHT MUST FALL (Richard Thorpe, 1937)

Noël Simsolo en su interesante ensayo sobre el género negro (El Cine Negro, Pesadillas Verdaderas y Falsas, Ed. Alianza, 2007), y en el capítulo dedicado a los antecedentes, habla de las películas de gángsteres, de los thriller fantásticos, de los dramas carcelarios, de los filmes de propaganda bélica y de las cintas que se acercan al psicoanálisis, todas como precursoras del ciclo negro que —según el autor— arranca en 1944. Del último grupo ("los fantasmas del psicoanálisis", los llega a nombrar) destaca algunas cintas, entre ellas el largometraje de Richard Thorpe del que hoy vamos a tratar.



Simsolo acierta con el ejemplo —nos parece una película oscura en toda regla— aunque luego la destierre cuando la sitúa entre los filmes de suspense que se apartan del cine negro. No es de extrañar ese ir y venir en la clasificación de esta rareza que navega entre el thriller, la comedia, el drama, las películas de terror y —por fin— el noir. Y ese es uno de sus activos, la ambigüedad de los personajes y de la trama en sí. De hecho el espectador no sabrá a que atenerse, y se quedará atrapado en la historia esperando cualquier nuevo cambio que decida, finalmente, el tono de la película.

La culpa de todo la tiene el guión, basado en la obra de teatro de Emlyn Williams, que comienza con la noticia de la desaparición de una mujer del hotel donde se alojaba. Se trata del mismo albergue donde trabaja de botones el simpático Danny (Robert Montgomery). El cuerpo es localizado más tarde, enterrado en el bosque, pero sin cabeza. El macabro hallazgo sucede muy cerca de la vivienda de la inaguantable Mrs. Bramson (Dame May Whitty, estupenda) donde también vive su sobrina, y dama de compañía, Olivia (Rosalind Russell). El conflicto que propone el autor arranca cuando Danny consigue ganarse a la anciana y se muda a la casa de campo para trabajar como criado. De su equipaje destaca un porta sombreros con el tamaño justo para albergar una cabeza humana... Olivia comienza a sospechar —y el público también— de las verdaderas intenciones del encantador Danny: hacerse con las joyas de la anciana y, muy posiblemente, acabar con ella.


Night Must Fall, debido a su origen teatral (es cierto que se nota demasiado, pero ya hemos opinado aquí más de una vez que no nos debe importar este hecho siempre y cuando el resultado final sea de calidad) es una película de y para los actores. Y eso que la primera presencia de Robert Montgomery provoca casi la carcajada. Lo ridículo que está el, generalmente serio, actor con ese cigarrillo cayéndole lánguidamente de la comisura de los labios, y esos pantalones bombachos que le dan un aspecto entre cómico y surrealista, hacen que Montgomery se encuentre al borde del fallo de casting. Sin embargo, metro a metro del filme, se va haciendo con el personaje hasta meterse de lleno en la piel de ese simpático embaucador profundamente perturbado. Un personaje que pondrá a prueba al actor cuando éste tenga que someterse a bruscos cambios de registro.

Su pareja en el largometraje, Rosalind Russell, tiene más suerte al encarnar a Olivia —y creemos que lo hace mejor— al ser un personaje más homogéneo, también ambiguo (¿es que no le importa que asesinen a su tía?); y eso que se sitúa lejos de los papeles de comedias o de los dramones en los que la estrella se especializó. Otra que lo borda (tiempo tuvo para perfeccionarlo cuando lo interpretó en teatro y radio) es Dame May Whitty, la vieja cascarrabias que se deja embaucar por Danny, pero que no aguanta a su sobrina.


La cinta no trata de engañar al espectador que descubre enseguida que no se halla ante un whodunit policíaco ni nada por el estilo: el público sabe en todo momento cuál es la situación. Igual que Olivia, sospecha de Danny, pero se sorprende de la actitud pasiva de la mujer. Un comportamiento casi masoquista o morboso al sentirse atraída por un más que seguro psicópata. Quizás esta sea la circunstancia que hace que la película tenga ese ambiente tan denso —y tenso— y gane tantos enteros: la atracción imprudente hacia el peligro.

Night Must Fall, dirigida por el todo terreno Richard Thorpe (famoso por sus excelentes filmes de aventuras), tuvo un remake en 1964 (realizado por Karel Reisz con Albert Finney en el papel de Danny), bastante interesante. Hoy en día la cinta de Thorpe se halla algo perdida, aquí recomendamos su visión por lo peculiar, lo curiosa, incluso lo extraña. Nosotros sí la encuadramos en el género negro, aunque sólo sea por su ambigüedad; ese detalle que la hace tan sumamente atractiva.

Ver Ficha de Night Must Fall


martes, 4 de octubre de 2011

TÉ CON MUSSOLINI (Tea with Mussolini de Franco Zefirelli, 1999)

Siempre resulta gratificante recorrer la filmografía de un director y encontrar en ella alguna película singular, una cinta personal que se aparta premeditadamente de lo habitual, que incluso puede recurrir a la propia vida del autor, o a sus aficiones más queridas, para presentarlas en pantalla como si de un manifiesto, testamento o diario intimo se tratara, con el objetivo de dejarlo registrado para la posteridad. Todo esto se nos antoja que haya sido la intención de Franco Zefirelli en su mejor película hasta la fecha.


Como decimos, Zefirelli se apoya en su autobiografía para escribir y dirigir este filme basado en las vidas de un grupo de damas inglesas retenidas en Italia durante la Segunda Guerra Mundial. Es, por tanto, un retrato coral donde las mujeres son las protagonistas. Personajes femeninos muy ricos en matices, brillantemente expuestos por el realizador italiano emulando al mejor Cukor y sintiéndose muy a gusto con el reto.

Las “Scorpioni”, que así llaman al grupo de viejas aristócratas, viven en Florencia, de forma inocente ajenas a un mundo a punto de estallar, y convencidas de su inmunidad gracias a una tarde en la que El Duce las invitó a tomar el té. Pronto se darán cuenta de que las promesas del dictador eran vanas, y sentirán muy de cerca el drama bélico cuando queden recluidas a la fuerza, como si fueran —que lo son— prisioneras de guerra.

La trama es original, pero la calidad de la cinta viene a raíz de las actuaciones. Todas las actrices están estupendas: Maggie Smith es la líder del grupo, la más ingenua de todas, pero también la más enérgica (como la propia Inglaterra de Chamberlain que se creía, o hacía la vista gorda, a todas las mentiras de Hitler y no reaccionaba a sus conquistas hasta que invadió Polonia); Joan Plowright es la que aporta el punto de vista de la narración junto al niño que protege (el alter ego del propio Zefirelli); Cher es la americana, la que simboliza la vida despreocupada del otro lado del "charco", pero también la realidad y la tragedia del conflicto al ser judía; Lily Tomlin, da vida a una arqueóloga lesbiana que ejerce como tal sin ningún prejuicio, adelantándose a su época (y dejando que el director opine sobre esta cuestión); y, finalmente, Judi Dench, encarna a una enamorada del arte, que antepone su propia vida para defender la belleza, otra de las constantes en la vida del cineasta, un director consagrado a la representación artística, en particular a la escena.


Y es que, aunque Franco Zefirelli parece que en Tea with Mussolini se aleje de la ópera, sin embargo lo que realmente fabrica es un homenaje a la lengua inglesa, a los clásicos, con Shakespeare a la cabeza, al que aprendió a admirar y querer desde la infancia, y al arte en general siempre presente en su Florencia natal. No, no se distancia tanto de las tablas, al menos no en ambientación, ni en la puesta en escena coral gracias a la profusión de planos generales.

Es decir, Zeffirelli acierta con la narrativa, con las intérpretes y con una forma de rodar muy británica, casi podríamos decir cercana a James Ivory. Sobre todo en la primera parte, cuando el grupo aún vive en el final de la década de los treinta como si sus relojes se hubieran detenido en los felices veinte, con una venda en los ojos. Como muchos en aquella época: los que querían vivir sin creerse lo que parecía inevitable, la guerra más sangrienta de la historia.

Ver Ficha de Té con Mussolini.



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