Recuperamos nuestra sección gastronómica con una película
que no podía faltar en cualquier menú cinéfilo que se precie.
Ganadora de un Óscar al mejor largometraje extranjero —el
primero que se llevó Dinamarca, allá por el año 1988—, se trata de una brillante
cinta de época que adapta la novela de Karen Blixen, la autora
del libro que dio origen a Memorias de África, mas conocida por su pseudónimo literario: Isak Dinesen.
Narrada en un largo flash-back,
la acción se sitúa en una tranquila aldea de la península de Jutlandia donde se
refugian, en algún momento de sus vidas, los diferentes personajes que van a
configurar este drama decimonónico, esta historia de religiones intolerantes, de
oportunidades perdidas y de falsos orgullos. Todos ellos superados por el placer
de una buena comida.
La estructura del filme descansa en dos puntos de inflexión: En el primero, una reputada cocinera (Babette) es la última en llegar al
pueblo; recomendada por un músico, su tarea será servir en la vivienda de dos
hermanas luteranas. A medida que los años pasan, las relaciones entre los
vecinos de la aldea se van agriando. Es entonces cuando, gracias a un golpe de
fortuna (el segundo de los puntos de giro), Babette recibe una gran cantidad de dinero que gasta en una fabulosa
cena en agradecimiento al trato recibido. Este acontecimiento provoca la
preocupación de los ciudadanos temerosos de Dios. El conflicto, por tanto,
lejos de resolverse parece empeorar; el suspense, como la cena, está servido…
Con la musa de Claude Chabrol (Stephane Audran) al frente
del reparto (ideal para cualquier papel de mujer enigmática), el filme es una
delicia para la vista –y para el gusto, en este caso virtual-. Desde luego no
hay que perderse la famosa secuencia de la cena que dura casi media hora; tanto
los preparativos como la degustación no tienen desperdicio y ocupan con justicia uno de los primeros puestos dentro de las secuencias gastronómicas de la historia del cine.
Y ahora las tapas:
El Espigón (Calle Bogotá,
1, Sevilla)
En el barrio del Porvenir, muy
cerca de casa, existe un bar-restaurante que para muchos es el mejor de la
ciudad —suerte que tenemos los que vivimos a su vera—. No es de extrañar su
fama cuando el pescado, los mariscos y el jamón que el mesón gestiona son
insuperables a este lado del Guadalquivir.
Si de tapas se trata, lo del
Espigón es de altura. Para los asiduos lo mejor es apalancarse en la barra y
dejar las mesas para las comidas de empresas, las bodas y los bautizos. En
primer lugar porque sale muy bien de precio, y en segundo porque podrás hablar
con Carmelo, verás como se corta de verdad un jamón y tendrás vistas a los
manjares que salen de la cocina.
Tampoco es mala cosa hacerse con
una mesa de la terraza si el calor aprieta. Una cerveza bien fría o un Marqués de Villalua helado es lo que se
recomienda para acompañar lo que viene.
Para comer está muy claro: los calamares fritos, los taquitos de pescado (bacalao,
merluza, mero,… lo que quieras), los
boquerones (nadie los iguala), el
pulpo, el salpicón… y el jamón, ¡ay el jamón!
Oye, si quieres, quedamos en El
Espigón.