Después de la simpática Irratonial
Man (2015), Woody
Allen recupera la nostalgia por tiempos pasados, que se nos antoja fueron mejores para él, con una agradable película de guión especular:
Café Society se podría encuadrar en la serie de filmes a los que últimamente nos tiene acostumbrados el director neoyorquino donde la melancolía predomina sobre una trama melodramática con ligeros toques de humor. Desde Midnight in Paris (2011), paradigma de este tipo de largometrajes —el mejor de todos ellos—, Woody Allen alterna su particular visión del mundo soñado (vivido en su infancia y juventud) con historias más o menos acertadas del mundo actual. Se trata de una especie de actualización de sus películas “turísticas” (Roma, París, Barcelona, etc.) donde la forma parece haberse impuesto definitivamente sobre el fondo.
Algo que se puede apreciar en Café Society gracias al notable
esfuerzo fotográfico de Vittorio Storaro (Apocalipsis Now, El último
emperador,…), operador a las órdenes de Allen también contratado para
su siguiente película. Storaro acude a los clásicos para resolver algunos
planos con maestría: así, utiliza sólo las luces de las velas en el interior,
como hiciera Kubrick en Barry Lyndon, o encuadra una
secuencia de amor entre los límites de una cueva imitando al mejor John Ford. El
director de fotografía alterna los tonos cromáticos con clara intención dramática
y gestiona admirablemente el formato scope,
para que Woody Allen se luzca en su primera incursión con el video digital.
Con la belleza de las imágenes como principal herramienta,
Allen presenta al Hollywood de los años treinta en todo su esplendor. Por
supuesto no abandona su discurso acerca del sexo, la muerte o la religión (se
ensaña especialmente con su comunidad judía); ni tampoco prescinde de su
personaje preferido, el atolondrado héroe que Woody solía interpretar aquí adjudicado
a Jesse Eisenberg. El joven protagonista es de los destacados del casting, y por momentos se parece al
propio Woody en la primera mitad, y a Joseph Cotten en la segunda cuando camina
maravillosamente inseguro por un plató que se asemeja al de Gilda.
Mientras secuencias de la Warner o la Metro de los
años dorados de la industria americana salpican el metraje de clasicismo, Allen
se mueve por un trama muy afín a aquellas donde triunfaban Barbara Stanwyck o
Jean Harlow (las dos aparecen en pantalla). Además lo hace utilizando insertos
de lo que parece un filme de gangsters
con final a lo James Cagney, todo con una intención entre satírica, desmitificadora
y melancólica muy agradable a la vista del espectador.
Así, entre notas de Jazz, celuloide con sabor clásico,
pequeños toques de humor y muy buena fotografía discurre esta nueva propuesta
de un director que agradecemos siga dirigiendo películas.