domingo, 26 de septiembre de 2021

MOBY DICK (John Huston, 1956)

La idea de filmar “Moby Dick” siempre estuvo rondando por la cabeza de John Huston, un admirador de la obra de Melville desde su infancia. Ya se intentó en dos ocasiones anteriormente, ambas protagonizadas por John Barrymore en el papel del capitán Ahab: la muda La fiera del mar (The Sea Beast, Millard Webb, 1926) y su remake La fiera del mar (Moby Dick, Lloyd Bacon, 1930) en los albores del sonoro. Ninguna de las dos resultó muy fiel a la novela de Melville, algo que John Huston quiso remediar con una versión más moderna y respetuosa con las intenciones del escritor.


No fue hasta 1954 cuando Huston por fin pudo llevar a cabo su sueño. Antes de empezar, el director tenía dos cosas muy claras: creía saber de qué trataba la película, y contaba con el actor ideal para llevarla a cabo: Walter Huston. El problema fue que su padre murió antes de que se diese el visto bueno a la viabilidad del proyecto. Huston pensó en varios candidatos como sustitutos, pero la Warner quería a Gregory Peck. Así que Huston no tuvo más remedio que conformarse, convencerse de que Peck era el mejor actor para el papel y, lo que fue más difícil, convencer también a la estrella. Peck no las tenía todas consigo, se veía demasiado joven para interpretar a un lobo de mar como Ahab, pero finalmente accedió ante la insistencia y seguridad que mostraba Huston. Años más tarde supo que el director nunca había pensado en él como primera opción, que le había engañado debido a la presión de los productores. Nunca se lo perdonó.

A pesar de no estar muy cómodo con el rol que le había tocado, Gregory Peck se esforzó por parecer un Ahab enloquecido que en su delirio logra convencer a la tripulación para que lo siga hasta el infierno. Ante unas críticas no demasiado buenas, pues nadie se imaginaba al bueno de Peck en ese endemoniado papel, el actor se defendió culpando de su relativo fracaso al exceso de prosa del guion —uno de los fallos de la película—, y a la falta de fuerza de un registro que no dominaba en aquel momento. Huston, no obstante, siempre elogió la actuación del actor y aseguró que las generaciones futuras, menos influenciadas por los papeles de galán asociados a la estrella, sabrían valorar su interpretación.  

El director tenía razón: Peck hace un muy digno Ahab. Además los posibles defectos de idoneidad del actor son compensados por las extremas angulaciones de cámara de Huston que inciden en el drama cuando éste lo necesita, y sitúan al capitán en posición dominante con respecto al resto de la tripulación. Acerca de la edad de Peck (38 frente a los 58 que se supone tenía Ahab), su interpretación y el maquillaje minimizan bastante el problema; algo que no sucede con Richard Basehart, un personaje, el de Ismael, que frisaba la veintena y que en la película se muestra incapaz de disimular las cuarenta primaveras que en realidad tenía el actor.




Decimos que Huston siempre tuvo claro de qué trataba la novela: él creía que todo lo que sucedía en el libro era consecuencia de la blasfemia cometida por Ahab cuando consideraba que la ballena era una representación de Dios, que Dios era un ser malvado que disfrutaba torturando a los hombres. Para escribir un guion que tuviese en cuenta ese tema central, el director encargó el correspondiente tratamiento a Ray Bradbury. 

El estilo de Bradbury, según el realizador, era similar al de Melville a pesar de ser un especialista en relatos de ciencia ficción. Bradbury reconoció que Melville y él tenían las mismas raíces: Shakespeare y La Biblia, pero le confesó a Huston que nunca había podido con “Moby Dick”. Huston no se preocupó demasiado, le entregó una copia del libro y le dijo: “lee lo que puedas y dime mañana si somos capaces de matar a la ballena blanca”.

Para “matar a la ballena”, Huston gastó mucho tiempo y más dinero. El rodaje en Madeira, Irlanda y Canarias se realizó en condiciones muy duras debido al mal tiempo y al fallo de los distintos artilugios mecánicos que simulaban al cetáceo, la mayoría de ellos perdidos en el océano. El último, el utilizado en Canarias, era una ballena de goma de más de ochenta pies, diseño precursor del utilizado en Tiburón (Jaws, Steven Spielberg, 1975). Precisamente, la segunda mitad de la película de Spielberg se considera una versión moderna de Moby Dick, donde el cazador de tiburones interpretado por Robert Shaw era un Ahab redivivo, y el monstruo, si bien era un escualo en vez de una ballena, seguía siendo del color de la muerte: blanco.

Con el buque que Huston compró para simular el “Pequod” tampoco le fueron muy bien las cosas: se desarboló hasta en tres ocasiones. Tantas calamidades las achacó Huston en sus memorias a una maldición divina por haber realizado el largometraje que tan mal dejaba al Todopoderoso: “Moby Dick es la película más difícil que he hecho en mi vida. Perdí tantas batallas mientras la hacía que llegué a pensar que mi ayudante de dirección estaba conspirando contra mí. Luego comprendí que solamente era Dios”. 


Mi interpretación es ligeramente diferente a la de Huston: El mal reside en el interior de Ahab que parece como poseído por el demonio. Hay un par de ocasiones en Moby Dick en las que Ahab habla de su conflicto interno, de cómo intenta en vano resistirse a continuar con su obsesión por matar a la ballena: “Ahab debe temer a Ahab”, exclama el capitán cuando discute con su segundo. 

Por tanto, el verdadero Leviatán es el odio y la venganza de Ahab, mientras que la blasfemia de la que habla Huston es en realidad el ritual diabólico que celebra el capitán con la dotación, la ceremonia satánica que templa el acero con la sangre de los marineros para fabricar el arpón que dará muerte a la bestia. El combate entre Ahab y la ballena no es otra cosa que el reflejo de su lucha interior, batalla a la que ha arrastrado a toda la dotación. Hasta el segundo, que siempre se había mantenido al margen, al final se une al frenesí de destrucción y muerte. 

En la escena final, Ismael se aferra al ataúd de su amigo Queequeg, lo único que queda del “Pequod”, al tiempo que un remolino se traga al ballenero y lo conduce directamente al infierno. “La gran mortaja del mar envuelve al ‘Pequod’, a su dotación y a Moby Dick, sólo yo escapé para contarlo.”, dice Ismael en la última de las simbologías de una película que es de principio a fin una bella y trágica metáfora.


El post es un extracto corregido para la ocasión del capítulo dedicado a Moby Dick en mi libro: CINE Y NAVEGACIÓN. Los 7 mares en 70 películas



lunes, 6 de septiembre de 2021

EL AUTOREMAKE EN EL CINE. CAPÍTULO V (IV)

High Sierra no es sólo una película de transición entre géneros, sino la primera película cien por cien noir, la que inaugura el ciclo en Hollywood, justo antes de la que se suele considerar como la pionera: El Halcón Maltés (The Maltese Falcon de John Huston, 1941). Si Huston, en su primera experiencia como realizador,[1] dirige a Bogart en el característico papel de detective, que se repetirá hasta la saciedad en el ciclo negro, Walsh retrata unos meses antes un mundo ambiguo donde los “buenos” no lo son tanto (el policía corrupto; Velma, la teórica frágil adolescente, termina comportándose de forma vulgar y egoísta; los detestables periodistas, etcétera) y donde los “malos” tampoco está claro quiénes son.

En El último refugio la negrura de los personajes va pareja a la fatalidad que los envuelve. La muerte amenaza a Roy Earle desde el arranque de la película, y él se siente precipitado hacia el final sin que pueda hacer nada por evitarlo. A la citada advertencia de Doc se unen un par de signos que anticipan la conclusión como si fueran flash-forwards: la montaña desafiante, que desde los créditos anuncia la tragedia (5.6) y será la particular “cima del mundo” para Earle en el momento de morir, algo que repetirá Walsh con James Cagney en Al rojo vivo (White Heat, 1949);[2] y el perro “Pard”, con el que se encariña Roy a sabiendas de que es una mascota gafe que ha visto morir a sus dueños anteriores (5.7).[3] 

 Pero quizás la señal más clara de lo trágico del filme sea la personalidad del propio Roy Earle, encarnado por Humphrey Bogart. Al tiempo que Earle corre hacia su destino en Mount Whitney, Bogart lo hace hacia el estrellato. Nadie como el actor para interpretar al héroe walshiano solitario y autodestructivo que inicia un viaje sin retorno.[4] Si Hellinger confiaba en Bogart, Huston no se quedaba atrás cuando opinaba que:

“Bogie era un hombre de estatura media, no particularmente notable fuera de la pantalla, pero algo sucedía cuando estaba interpretando el papel adecuado. Aquellas luces y sombras se transformaban en una personalidad diferente y más noble: heroica como en El último refugio” (Huston 1998, p. 110).

A medida que avanza el metraje, el actor se va despojando, poco a poco, del personaje secundario que hasta entonces había interpretado. El matón sin escrúpulos, odiado por el público, consecuente con un villano plano y meridiano en sus acciones, se vuelve complejo, errático y querido por el espectador que al final de High Sierra llora su pérdida.

En el itinerario existencial, el héroe se deja acompañar por Marie (Ida Lupino), la que al final será su amor, alguien, que como él, sólo conoce el escape como solución y que descubrirá que la verdadera libertad se encuentra en la muerte. Walsh va tejiendo progresivamente la historia de amor entre Marie y Roy a base de primeros planos expresivos que van acercando a los personajes (5.8 y 5.9),[5] pero hasta que Velma no rechaza a Roy, éste mantiene un debate interior para decidir si debe quedarse con la joven inválida, que representa el cambio, o si continúa con la huida hacia delante con su compañera de refugio como amante. La atracción que Roy siente por Velma también se puede interpretar como la empatía que siente el expresidiario, que es marginado por la sociedad, por la también desplazada debido a su condición de minusválida. De cualquier forma, el de­sengaño que Roy sufre cuando Velma se recupera despeja cualquier duda: su amada es Marie; y su lugar, ninguno.


Leer el capítulo desde el inicio.

[1] Huston, además de participar en el guión de High Sierra, no se perdía lo que sucedía en el plató, asistiendo casi todos los días al rodaje. Un aprendizaje que seguramente le vino muy bien para su primera película.

[2] Y de la cima de Al rojo vivo, con incendio incluido, a las llamas del final de, por ejemplo, Mando siniestro, con un Walter Pidgeon que anticipa al personaje de James Cagney por mantener una extraña relación edípica con su madre.

[3] Un perrito que era propiedad de Humphrey Bogart y que en realidad se llamaba “Zero”. Las mascotas son otra de las constantes en el cine de Walsh. El director era un enamorado de los animales y siempre que podía los empleaba como elemento dramático en sus películas. Como ejemplo, recordamos al can casi gemelo a “Zero”, protagonista unos años antes del policíaco en clave de comedia, Mi chica y yo (Me and My Gal, 1932).

[4] De nuevo nos remitimos a James Cagney en Al rojo vivo, pero también a Errol Flynn en Murieron con las botas puestas (They Died with Their Boots On) o a Edward G. Robinson en Alta tensión (Manpower), ambas del mismo año que El último refugio. No son los únicos ejemplos de héroe walshiano, hasta las heroínas como el personaje de Ida Lupino en The Man I Love (1947) son similares, y no digamos los protagonistas del ciclo bélico, como el bandido que encarna Errol Flynn en Uncertain Glory (1944), o el as de aviación al que da vida Edmond O’Brien en Fighter Squadron (1948), al que llegan a llamarle, literalmente, “lobo solitario”.

[5] La insistencia de Walsh en los primeros planos irritaba bastante a Hal Wallis y se convirtió en motivo de disputa entre el productor y el director sobre todo a partir de su siguiente película, La Pelirroja (The Strawberry Blonde, 1941). 




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