Hacemos un alto en el camino para disfrutar con amigos y familiares de estas fiestas.
A los lectores del blog: muchas felicidades y nos vemos a la vuelta, en el 2019, que espero sea mejor año que el 2018 (en el nivel personal no ha sido malo del todo, pero en el resto de niveles puede mejorar, y mucho...).
De amor también se muere es una de las películas más representativas del llamado "Cine para mujeres". Un tipo de cine que se prodigó en los años cuarenta, en la retaguardia y en la postguerra, y cuya principal representante fue la diva por excelencia: Joan Crawford. La estrella había conseguido reponerse a la primera decadencia sufrida al final de los años treinta, y hacerse con el trono una vez más gracias a su poderosa presencia en la gran pantalla.
Igual que en Alma en suplicio (Mildred Pierce de Michael Curtiz, 1945), del año anterior, la interpretación de Joan Crawford en De amor también se muere es magnífica como la esposa ignorada y que se da a la bebida, pero que se enamora de John Garfield, un virtuoso violinista más preocupado de su carrera que de todo lo demás. Entre ellos se situa la posesiva madre del músico, que intentará apartarle de su amante y propiciará el trágico final.
La cinta es un remake de "Humoresque", un filme mudo de 1920 nada desdeñable, realizado por otro especialista en melodramas: Frank Borzage. A pesar de que lo tenia difícil, el director de la nueva versión, Jean Negulesco, logra superarlo con un drama redondo, gracias a una puesta en escena y a una estética más propia del cine negro, muy afín a la Warner Brothers, a la sazón productora del largometraje.
También destaca la música de Franz Waxman, nominada al Óscar, realmente inolvidable; y la atmósfera cargada de emoción, sobre todo en las secuencias de los conciertos a cargo de un Garfield, que, como se dice en la propia película, "tiene más apariencia de boxeador que de violinista".
Pero, insistimos, la protagonista indiscutible es Joan Crawford, que está especialmente bella y sensual en la escena del último concierto al que asiste, con la boca entrabierta de placer, ensimismada oyendo la música que envuelve al resto de los personajes del melodrama. En dicha secuencia se resume toda la película únicamente con miradas: la de la madre de John Garfield; la de la antigua novia (que no soporta la situación y tiene que huir); la del padre; las de sus hermanos; la del promotor y la de su amigo (Oscar Levant haciendo el mismo papel de siempre).
El
caso del director Robert Guédiguian es único en la abundancia de realizadores
personales de lo que hemos llamado “cine de autor”, surgidos en los años
ochenta, y consolidados en los noventa, para caracterizar el cine francés del siglo XXI. Un tipo de cine posmoderno que debe sus orígenes
a la tan traída nouvelle vague, del
que se desmarca, con buen criterio, Guédiguian.
De
alguna forma, el director marsellés intenta redescubrir el cine con un sistema
de rodaje, digamos, convencional. Elegantes movimientos de cámara, luz
artificial, sonido limpio, fotografía cuidada, puesta en escena y montaje de
libro…, es decir, lo que en Hollywood se estila desde siempre. Un tipo de cine
con una evocación lírica que huye del formalismo rompedor de los jóvenes de la
nueva ola para situarse en la retaguardia de ellos, concretamente en el Realismo Poético de los años treinta;
tan clásica y atractiva nos parece su propuesta.
No
obstante, si lo que Guédiguian plantea es un cine clásico en su aspecto formal,
la intención no puede ser de lo más actual. Sus tramas siempre se apoyan en
denuncias sociales de la clase trabajadora, se sitúan en su Marsella natal o en
los alrededores, en pueblecitos pesqueros sumidos en la depresión y el paro,
con la especulación inmobiliaria engulléndolo todo, incluyendo antiguas fábricas
que se hunden o simplemente se encuentran abandonadas.
Ese
es el entorno en el que se mueven casi todos sus filmes, como ocurre con Marius
y Jeannette, la película que le dio a conocer en nuestro país, para
muchos su mejor obra hasta la fecha (a nosotros nos gusta tanto, o más, la
reciente La casa junto al mar, 2017). Una cinta de personajes, donde brilla
con luz propia la pareja que conduce la trama, y que simboliza la denuncia
social antes referida: Marius (Gérard Meylan) es un vigilante que se hace el
discapacitado para conservar su trabajo en una cementera medio abandonada, mientras
Jeannette (Ariane Ascaride) es una cajera de supermercado que apenas le da para
vivir y sacar adelante, ella sola, a sus dos hijos. Marius y Jeannette disfrutarán y sufrirán con sus encuentros y desencuentros en la humilde pedanía de L’Estaque, a las afueras de
Marsella. Los vecinos del barrio también tendrán mucho que decir, y que aportar, en la relación que acaba de surgir.
Con
la apariencia de un drama, pero con el recurso del humor, y sin grandes
aspavientos proselitistas de un director que fue un antiguo comunista, se
desarrolla este agradable largometraje con un tono crepuscular, también marca
de la casa, que deja un muy buen sabor de boca.
De
todo corazón (À la place
du coeur, 1998)
En su siguiente película, justo después de Marius y Jeannette, Robert Guédiguian regresa a Marsella ––de
donde nunca se ha ido–– para filmar otra cinta personal; otro largometraje característico
del estilo del realizador, a punto de ser una secuela del anterior; y es que,
como sucede con Woody Allen, el director francés parece estar siempre rodando la
misma cinta.
Aunque el eje de la trama
de De
todo corazón es algo diferente (la supervivencia dentro de la gran
ciudad de una relación interracial), no lo es en absoluto el entorno por el que
se desarrolla el argumento de la película y la descripción de los personajes.
En esta nueva maravilla de película, Guédiguian narra la angustia de la pareja,
ella blanca, el negro, a partir de que el segundo ingrese en la cárcel acusado
de un crimen que no cometió. Pronto, el cineasta traslada el protagonismo de la
cinta de la joven pareja a sus amigos y familiares cercanos. Estos intentarán demostrar
la inocencia del muchacho frente al policía racista y celoso que lo denunció.
Guédiguian sabe de lo que
habla. El propio director es hijo de inmigrantes (de padre armenio y madre
germana) y conoce bien los problemas de desigualdad, de racismo e intolerancia
que sacuden Europa. Así, la desnudez de los jóvenes transmite sinceridad,
mientras que el aspecto ario del gendarme retrata a un neonazi.
Para conducir este drama,
el director recurre de nuevo a sus personajes tipo y al elenco de actores con
el que lleva trabajando más de treinta años, como si fuera una compañía de teatro.
Desde sus comienzos, a principios de los ochenta, hasta la actualidad, Guédiguian
sigue contando con ellos, lo que seguramente facilitará mucho las cosas a la
hora de la improvisación y de la dirección de actores en general. El director
marsellés incluso se puede permitir el lujo de utilizar secuencias pretéritas
en filmes actuales en aras de lograr un mayor realismo (como sucede en la
citada La casa junto al mar).
En De todo corazón, Ariane Ascaride,
a la sazón mujer de Guédiguian, es de nuevo el personaje más destacable junto a
Gérard Meylan. Ambos gobiernan la trama, alternándose con la joven pareja
protagonista, y se encuentran muy bien secundados por los habituales Jean-Pierre
Darroussin (el necesario contrapunto de comedia), y por Jacques Boudet (el personaje
que suele aportar los mensajes de mayor calado, como quien no quiere la cosa).
Una estructura exacta a la de Marius y Jeannette.
¡Hundid al Bismarck! es la película que cuenta los hechos reales que trajeron
en vilo a toda Europa durante la primavera de 1941. El guion de la cinta se
basa en la narración que C.S. Forester escribió sobre la persecución del célebre
acorazado nazi. Salvando algunas licencias dramáticas en beneficio de la
acción, el director inglés Lewis Gilbert se planteó el proyecto con criterios realistas tal como
demuestran las muchas imágenes de archivo utilizadas. Algunas especialmente
interesantes como las que abren la cinta acerca de la botadura del “Bismarck”.
No en vano, el cineasta comenzó su carrera como documentalista de cortos para
la RAF durante la guerra. Su experiencia en tales cintas seguramente le fue muy
útil a la hora de dirigir ¡Hundid al Bismarck! Probablemente su
mejor filme junto a las dos comedias interpretadas por Michael Caine: Alfie
(1966) y Educando a Rita (Educating Rita, 1983), y
algunos largometrajes de la serie de James Bond.
La
correcta dirección de Gilbert se deja sentir en ¡Hundid al Bismarck!
en varias de las secuencias, como en aquella del ataque nocturno de los
destructores británicos al acorazado alemán, mientras el comandante germano y
el almirante nazi hacen castillos en el aire y celebran posteriores victorias
que nunca llegarán. El inicio y el final del filme, rodados en Trafalgar
Square, son ambos muy simbólicos, quizás demasiado, pero ayudan a configurar la
redonda estructura de la película.
Con
varios metros de cinta extraídos de los noticiarios y muchos otros rodados con
maquetas bien diseñadas por Howard Lydecker, el director londinense completó la
filmación en un escenario real, el que le proporcionaba el HMS “Vanguard” y sus
torretas de 15 pulgadas. En 1960, cuando se estrenó la película, el “Vanguard”
era el último acorazado inglés en activo (y el último construido a nivel
mundial). El enorme buque entró en servicio una vez acabada la guerra y sirvió
perfectamente como plató flotante gracias a la configuración de su artillería
pesada (ocho cañones de 381 mm), similar a la de varios de los barcos que se
enfrentaron en aquel mayo de 1941.
Para
dar aún más realismo a la trama, la cinta arranca con un resumen de la guerra
en mayo del 41 a cargo del periodista Edward R. Murrow, un célebre reportero
radiofónico de la Segunda Guerra Mundial que se interpreta a sí mismo. Gilbert
utiliza la voz y la presencia de Murrow con buen criterio para poner al
espectador en antecedentes, y lo hace con una más de sus famosas retransmisiones,
las que siempre comenzaban con la frase “This is London…”
Del
hundimiento del gigante alemán, aparte de confirmar la supremacía de la armada
aliada se extrajeron conclusiones tácticas de interés y, lo que es más
importante, se le dio la vuelta completamente a la estrategia naval. Desde el
lado táctico, en la espectacular batalla del estrecho de Dinamarca se puso de
manifiesto la importancia de la correcta aproximación de una SAG (grupo de
ataque de superficie) a la escena de acción. La errónea maniobra de los buques
ingleses “Hood” y “Prince of Wales” de poner proa al “Bismarck”, cerrando las
distancias muy rápidamente y ofreciendo sólo los montajes de proa, favoreció al
bando alemán ya que igualó el número de cañones pesados (hubieran sido
dieciocho ingleses contra ocho alemanes, pero debido al rumbo de los británicos
la mitad de sus montajes se encontraban en ángulo muerto de tiro). Esta
circunstancia unida a la diferencia de calidad de las direcciones de tiro —la
más nueva y efectiva del buque germano frente a la antigua del “Hood” y a la
bisoñez de los marinos del “Prince of Wales” y de sus montajes que aún estaban
en pruebas y hasta llevaban operarios civiles a bordo— fueron decisivas para el
trágico balance final con el “Hood” tragado por el océano, y con el “Prince of
Wales” batiéndose en retirada, seriamente dañado.
Con
respecto a las consecuencias estratégicas, el hundimiento del “Bismarck” gracias
al ataque en el último momento del portaaviones “Ark Royal”, revolucionó toda
la concepción que se tenía sobre la organización naval operativa. Era algo
sobre lo que ya se venía hablando desde la osada acción aeronaval de Tarento y
que se vio refrendado unos meses después en Pearl Harbor. El concepto de
considerar al acorazado como el capital ship, o el buque más importante
sobre el que pivota toda fuerza naval, quedó de repente obsoleto.
El
epitafio al acorazado se escribió el 7 de abril de 1945 cuando el mayor buque
de este tipo, el “Yamato”, fue echado a pique en Okinawa por aviones estadounidenses.
El fin del “Yamato” confirmó algo que ya se sabía desde hacía cuatro años, en
concreto desde el hundimiento del “Bismarck”: que el dominio del acorazado
había terminado, y que comenzaba un nuevo reinado, el del portaaviones.
La inminente irrupción de un nueva guerra mundial, el pesimismo imperante en la sociedad americana a finales de los treinta, con la crisis aún coleando, el ansia de denuncia social ante la desigualdad y el paro, todo eso impregna de oscuro las últimas películas de gangsters antes de la llegada inevitable del noir; grandes filmes como este que hoy comentamos:
Se trata de un largometraje moralista a cargo de Michael Curtiz, donde se narra la historia de dos amigos de juventud que siguen distintos caminos en la vida (situación que se repetirá en numerosas películas del ciclo negro). Uno se convierte en un célebre gánster, el otro en sacerdote. Nos referimos a James cagney y a su pareja de esa época en la Warner Brothers, Pat O'Brien.
La dicotomía entre los personajes transciende al ritmo de la narración. Cuando vemos a Cagney todo va muy deprisa, se suceden las escenas de acción, o las de aprendizaje hacia los chicos del título (Los Dead End Boys). Cuando O'Brien entra en escena todo se ralentiza y vuelve a la normalidad.
Mención especial tiene el trabajo de un secundario de lujo: Humphrey Bogart, a punto de saltar a la fama; y el de los chicos de la calle, famosos por sus representaciones en el teatro y las apariciones en otras películas como en Calle sin salida (Dead End de Wlliam Wyler, 1937).
En Ángeles con caras sucias, Michael Curtiz demuestra su buen hacer en las escenas que requieren un ritmo rápido, como las del tiroteo o la del acoso final. A destacar también la conclusión. El recorrido de la milla verde de Cagney es espeluznante, más propio de una película de terror que de una de gangsters. El juego de luces sobre su cara hace que su rostro refleje la rabia interior. Lo mismo ocurre en el momento de la ejecución, que no se explicita, pero que se adivina gracias a las sombras de los personajes. Muy propio todo del estilo expresionista aleman de los años veinte, del que era deudor el propio Curtiz.
Sin
olvidar algunos notables antecedentes como Ossessione de Visconti (1942), casi
todos los críticos le dan a Roberto Rossellini y al guionista Cesare Zavattini,
la autoría, el arranque, del neorrealismo italiano. Fue la llamada trilogía de
Rossellini la que marca el inicio del movimiento (Roma, ciudad abierta, Paisà
y Alemania,
año cero, 1945, 46 y 47, respectivamente).
Pronto,
otros directores siguieron el ejemplo de Rossellini y continuaron con tramas
realistas que también tuvieran que ver con la guerra recién terminada. Fueron
esos argumentos los que priorizaron los primeros años del neorrealismo, aunque,
como veremos, no fue, ni mucho menos, la única temática. Uno de los
realizadores que probó con la nueva forma de hacer cine fue Luigi Zampa. El
cineasta en un solo año (1947) ofreció un díptico que no se distanciaba mucho
de la citada trilogía de Rossellini:
La
primera película, Vivir en paz, reflejaba como ninguna otra el sentir del pueblo
italiano respecto al conflicto que se desarrollaba en su país. Sin el
consentimiento de los ciudadanos, muy a pesar suyo, los granjeros, ganaderos,
la gente del campo, sufría las idas y venidas de una guerra que no tenía nada
que ver con ellos. Zampa lo vio con claridad y eligió vestir a su filme con los
ropajes de la comedia para finalizar con un giro de tragedia y mostrar al
público la cruda realidad.
La
trama se centra en un pueblo que, como dice el título, vive en una paz
relativa. Solo un alemán se ocupa de controlar a la aldea gobernada por un
alcalde fascista. Todo discurre con tranquilidad, como si la guerra no existiera,
hasta la llegada de dos soldados americanos, uno de ellos herido, que piden
ayuda a los hijos de un granjero (Aldo Fabrizi). El cabeza de familia en un
principio se niega a prestarles ayuda, pero poco a poco toma conciencia de la
realidad y opta por arriesgarse, por cuidar a los soldados y ocultar el hecho
al cacique fascista y al resto del pueblo; siempre bajo la amenaza del germano,
que promete pena de muerte a todo aquel que dé cobijo a los aliados.
La
historia de Vivir en paz bien podía haber sido de Zavattini, sin embargo,
la firma otra gran valedora del neorrealismo como fue Suso Cecchi D’Amico (Ladrón
de bicicletas, Rocco y sus hermanos, Rufufú, etc.). La escritora colaboró
con Luchino Visconti en todas sus obras desde que lo conoció en 1951, pero también
fue guionista de De Sica, Antonioni, Comencini, Zeffirelli, Monicelli,
Blasetti… y Luigi Zampa.
Noble
gesta (L’onorevole Angelina,
1947)
El neorrealismo, con la
citada trilogía de Rossellini y otras películas como Vivir en paz, al
principio se centró en el conflicto mundial y en las consecuencias directas de
la inmediata posguerra, pero enseguida se diversificó en lo que se llamó la “Etapa
de la crónica”. En ella los cineastas italianos retrataban aspectos de la vida
cotidiana donde los personajes se asociaban en torno a un suceso común. Las
típicas películas donde se hacia una disección de un barrio, o de una calle,
eran obras derivadas de esta importante rama del movimiento. Quizás Crónica de los pobres amantes(Carlo Lizzani, 1954) sea el paradigma de
este tipo de cine, pero de nuevo Luigi Zampa fue uno de sus impulsores. El
mismo año de Vivir en paz, el director romano dirigió la que puede ser una
de las primeras películas de dicha etapa: Noble gesta.
En el filme de Zampa, Anna
Magnani se convierte en la heroína de un barrio cuando se enfrenta a los
promotores de viviendas con tal de salir de la miseria. Su lucha tiene tanta
repercusión que funda un partido y la proponen como candidata al parlamento.
Enseguida los caciques intentan sobornarla lo que provoca que el pueblo le dé
la espalda. Es entonces cuando se recrudece su lucha. Esta vez ella sola se
enfrentará a todos: al poder establecido, a sus vecinos y a los carabineros (su
marido es uno de ellos).
De nuevo con la
colaboración de Suso Cecchi D’Amico en el libreto, y con otra intérprete destacada
del movimiento, Anna Magnani (recordemos que tanto ella como Aldo Fabrizi, el
protagonista de Vivir en paz, fueron los actores principales de Roma,
ciudad abierta), son con las que Zampa aborda esta excelente película, que se llevó el premio a la mejor actriz (Magnani) en el festival de Venecia.
Igual que en Vivir en paz, el director usa en Noble
gesta la comedia como reclamo popular para, a continuación, enlazarla
con el drama. De esta forma, Zampa lograba denunciar algunos de los problemas
sociales y políticos del momento como eran la carencia de viviendas dignas y la
corrupción. En tan solo un año, Luigi Zampa había ofrecido dos obras que,
prácticamente, podían resumir el inicio del neorrealismo italiano.
Célebre comedia de la Ealing, productora británica del legendario Michael Balcon. Las películas de la Ealing se distinguían por tramas donde personajes típicamente ingleses vivían situaciones que rayaban el surrealismo, pero a la vez se integraban perfectamente en la rutina cotidiana del resto de vecinos que no se alteraban lo más mínimo.
El sello de la Ealing era inconfundible, la producción de las películas era tan singular que todas las cintas parecían estar realizadas por la misma persona. Los principales directores que salieron de aquella fábrica de humor inglés fueron Charles Crichton, Henry Cornelius, Robert Hamer y, probablemente el mejor de todos ellos, Alexander Mackendrick.
Mackendrick había nacido en Boston, pero era hijo de escoceses y se crió y vivió en Escocia. Michael Balcon lo fichó a finales de los treinta para colaborar en los guiones y en el diseño de producción. En 1949, Mackendrick debutó con éxito como director en Whisky a gogó, película que se apoya en el carácter del pueblo llano escocés que tan bien conocía el cineasta desde su infancia. La tradición de los pescadores de esas tierras del norte y sus costumbres son muy bien retratadas en la cinta, con un tono realista caracterísitco del realizador.
En el filme un pueblo entero engaña al inspector de aduanas. El funcionario quiere confiscar el licor saqueado por sus vecinos en el naufragio de un barco. La historia se basa en un hecho real ocurrido durante la Segunda Guerra Mundial cuando en 1941 el SS “Politician” naufragó en las costas de las islas Hébridas con un cargamento de 24.000 cajas de whisky.
Mackendrick se distancia algo del sello impuesto por Balcon en los estudios Ealing, y en Whisky a go go logra que el espectador sienta lástima por el teórico villano de la película. Una ambigüedad narrativa que continuará en La bella Maggie (Maggie, 1954), donde toda Escocia se rie de un norteamericano que persigue a una barcaza por medio país; en El quinteto de la muerte (The Ladykillers, 1955), donde una anciana se enfrenta a un patético grupo de delincuentes; y en Viento en las velas (A High Wind in Jamaica, 1964), donde unos temibles piratas serán víctimas de los niños a los que secuestran.
Hace un par de años se realizó un remake de Whisky Galore!; ni que decir tiene que pasó sin pena ni gloria. Desde luego, sus secuencias nada tienen que ver con esta maravilla donde Mackendrick recoge la alegría escocesa regada con buen whisky:
El camino de la esperanza(Il cammino
della speranza, 1950)
El
drama de la inmigración ha sido siempre un tema muy tratado en el cine, en
general, y en el neorrealismo, en particular. El nuevo movimiento creado a
mediados de los años cuarenta ofreció dentro del panorama cinematográfico
diversificaciones tan interesantes como las relativas a la guerra recién
acabada, las referidas a la etapa de la crónica, o las que tenían que ver con
la clase obrera.
Dentro
de este último subgénero destacaron las cintas que se enredaban en melodramas
más o menos realistas con la búsqueda de trabajo como tema central; ya sea a
modo de road movie, estilo Las
uvas de la ira, o con una trama más estática como la de Arroz
amargo (Riso amaro, Giuseppe
De Santis, 1949) o, más tarde, con una de las cumbres del cine italiano: Rocco
y sus hermanos(Rocco e i
suoi fratelli, Luchino Visconti, 1960). Una mezcla de las dos primeras es
la que abordó la cinta que podríamos decir dio a conocer al excelente realizador
transalpino Pietro Germi:
El
camino de la esperanza arranca con
la miseria de un grupo de sicilianos que se ven obligados a emigrar si no
quieren morir de hambre, pero que gastan todos sus ahorros en un viaje que
termina siendo una estafa. El drama, y hasta la tragedia presiden una trama en
la que un triángulo amoroso cobra protagonismo. De nuevo Raf Vallone (como en
la citada Arroz amargo, pero también presente en otros dramas rurales,
entre ellos La
venganza de Bardem) estaba al quite para rescatar a la protagonista
de las garras de un delincuente.
El
notable guion era de un joven escritor llamado Federico Fellini, que después de
una década firmando libretos de altura se atrevería ese mismo año en dar el
salto a la dirección con Luci del varietà (codirigida con
Alberto Lattuada).
En
El
camino de la esperanza Pietro Germi ––y Fellini–– ya nos decían, entre
otras cosas, que el fenómeno de la inmigración, el del tráfico ilegal, el del contrabando
de seres humanos, era un tema candente al principio de los años cincuenta. Es
decir, nada parece haber cambiado en más de medio siglo.
La
ciudad se defiende(La città si difende, 1951)
La siguiente película de Pietro
Germi sigue por los derroteros neorrealistas de El camino de la esperanza,
y también cuenta con la participación en el guion de Federico Fellini, si bien,
la trama en un principio parece sensiblemente diferente:
En un estadio de futbol cuatro
ladrones cometen un atraco y son perseguidos por la justicia. Poco a poco, son acorralados
por los policías y el final de cada uno, aunque moralizante, suena pesimista en
un entorno de pobreza extrema y traición. Son cuatro historias diferentes las
de los personajes que por uno u otro motivo se han visto obligados a delinquir.
El arranque de La
ciudad se defiende recuerda mucho al nuevo estilo del cine negro que
triunfa en Estados Unidos. El tono de la cinta de Germi se emparenta con la
coetánea La
jungla de asfalto de John Huston (1950), en cuanto a la estructura
y a las consecuencias trágicas del robo. La presencia de una femme fatale en el policíaco (Gina
Lollobrigida en el comienzo de su carrera) también juega su baza para acercarse
a lo que se hacía al otro lado del charco.
No obstante, Germi se
diferencia del ciclo noir americano
en el énfasis que pone en la situación de miseria de la posguerra, algo que
también es el punto de partida de El camino de la esperanza. Igual que
allí, en La ciudad se defiende la situación es desesperada: el paro, las
penurias por las que pasa la sociedad, son las culpables. La ciudad, más que
defenderse, asiste impasible al drama mientras margina a los personajes sin
trabajo ni esperanza, a los que no les queda otro remedio que emigrar o, peor todavía,
cometer un crimen.
Los actores poco conocidos,
la puesta en escena con predominio de exteriores, y la fotografía en blanco y
negro, se unen a la causa de ofrecer un policíaco neorrealista, algo que luego
será definitivo para consagrar a Pietro Germi. Nos referimos, claro está, a Un
maldito embrollo (Un maledetto imbroglio,
1959), su obra maestra. Un filme con un añadido tono de comedia, de humor negro, que de haber tenido continuidad habría creado
un género dentro del género; algo así como el polar en Francia.
Capitán
Phillips es la
tercera entrega de la trilogía de largometrajes que adaptan hechos reales y que
el director Paul Greengrass ha dirigido por tierra (Bloody Sunday, 2002),
aire (United 93, 2006), y ahora mar. El realizador inglés con su cámara
al hombro y su montaje dinámico se ha ganado el favor del público y la crítica
gracias a estos tres dramas realistas basados en sucesos trágicos que
conmovieron al mundo:
Primero,
recreó el domingo sangriento de Londonderry en el invierno de 1972, donde murieron
14 manifestantes (casi todo menores de edad) a manos de los paracaidistas del
ejército británico; después, dio su versión de lo acaecido en el avión que se
estrelló en Pensilvania durante los atentados del 11S; y, finalmente, se
embarcó para adaptar a la gran pantalla el relato del capitán Richard Phillips
acerca del secuestro del primer buque norteamericano asaltado por los piratas en
más de doscientos años.
Lo
original de la última propuesta de Greengrass radica en que el director sitúa
al líder de los piratas a la misma altura que el capitán. En el arranque,
Greengrass explica las causas por las que decide dedicarse a la piratería (pescador
en paro, miseria, ansia de dinero y prestigio local). Son motivaciones que no
llega a comprender Phillips (Tom Hanks), que intenta ganarse la simpatía del
somalí tratándole como a un colega: de pescador a marino mercante. Los dos
personajes, con sus diferentes puntos de vista, parten desde mundos opuestos y
se unen, primero a distancia, cuando se miran a través de los prismáticos durante
su particular batalla naval; y después, cara a cara, en el puente de mando del
“Maersk Alabama”.
Para
lograr el máximo realismo en dicha secuencia, el director utilizó un recurso
que ya le había dado buen resultado en United 93. En aquella ocasión, el
realizador inglés ordenó que los actores que hacían de pasajeros, y los que
interpretaban a los terroristas, se abstuvieran de hacer vida en común mientras
durase el rodaje. Ambos grupos vivían en hoteles separados, comían en distintos
restaurantes y sólo se veían en el plató, todo con tal de reflejar la mayor
tensión posible a la hora de rodar. En Capitán Phillips fue más allá, la
primera vez que Tom Hanks vio a Barkhad Abdi (Muse, el líder de los piratas) y
a los otros tres actores somalíes fue cuando entraban a punta de ametralladora
en el puente.
Dos
secuestros, uno en el aire, otro en el mar, con la inminencia de la muerte en
el rostro de los protagonistas —secuestrados y secuestradores—, con la misma
música, y con el realismo como denominador común. En parte gracias al inquieto
objetivo de Greengrass, característico de su forma de rodar. Ideal para
transmitir la angustia de los personajes que ven como disparan a sus compañeros
indefensos en Bloody Sunday; que caen en picado en United 93; o se mueren de
sed dentro del bote salvavidas de Capitán Phillips, agobiados por el
calor y por el temor a la acción armada de la Navy.
Con
dicha técnica, las películas de Greengrass, hasta las más comerciales, son de
un verismo tal que el espectador llega a olvidar que lo que está viendo es
ficción. Los antecedentes de documentalista favorecen su estilo moderno
hiperrealista, más cercano a lo que se hace en Europa que al convencional de
Hollywood. Incluso dentro de Capitán Phillips esa dualidad
ficción-realidad se hace visible cuando reúne en la película a una estrella
consagrada (Tom Hanks) con actores africanos que debutan en la gran pantalla
—Barkhad y sus tres compañeros son verdaderos somalíes que fueron seleccionados
en un casting de más de 700 personas realizado en Minneapolis, ciudad donde el
asentamiento de dicha etnia es más numeroso—, o que ni siquiera son de la
profesión, como por ejemplo la dotación del destructor de la Navy “Bainbridge”.
Nombre,
el del destructor, totalmente intencionado ya que se trata del conocido héroe
americano que participó en las guerras contra los piratas berberiscos a
primeros del siglo XIX. Es curioso ver como la piratería de hace doscientos
años no es tan diferente a la actual. En aquella época las plazas de Marruecos,
Argel, Túnez y Trípoli (los llamados berberiscos) exigían grandes sumas de
dinero a los barcos que navegaban por el Mediterráneo bajo la amenaza de
hundimiento y saqueo si no pagaban. Fue el presidente Thomas Jefferson el que
se negó a pagar a los piratas y el que ordenó combatirlos hasta acabar con
ellos en 1815.
En la actualidad, la operación Atalanta de
la Unión Europea, en la que participan aviones de patrulla marítima y barcos
españoles desde 2009, ha conseguido reducir a cero los ataques de piratas a los
barcos que navegan en aguas próximas a Somalia. Mientras escribo estas líneas, el
buque de acción marítima “Meteoro” patrulla esa peligrosa zona para seguir
dejando nuestro pabellón igual de alto que siempre.
Primera
película importante del director húngaro Pál Fejös, también conocido como Paul
Fejos. Se trata de un drama moderno, muy adelantado a su época, con una pareja
protagonista que bien podría ser cualquiera de las del público: dos jóvenes muy
normales, de la clase trabajadora que, en un principio no se conocen, y viven
en una gran ciudad donde se sienten solos en medio de la muchedumbre.
Un
fin de semana, se encuentran en un recinto ferial y se enamoran. Sólo la noche
y el cierre de las atracciones interrumpen su pequeño idilio. Un incidente
fortuito hace que se separen y se pierdan entre la multitud -verdadera enemiga de su felicidad y causante de su soledad-. Parece imposible que en la enorme y
hostil urbe puedan volver a encontrarse…
Fejös
dirige con sobriedad y habilidad (el manejo de extras es formidable) esta gran
película muy en la línea de las cintas sociales de King Vidor o las de Fritz Lang
(con el que aprendió el oficio). Un filme, por otra parte, muy influyente en cineastas posteriores
del corte de Rossellini. De hecho, se anticipa a movimientos como el
neorrealismo o el free cinema y casi introduce el realismo poético en Estados
Unidos con esta sencilla obra.
Los
personajes de Soledad son una constante en la obra de Fejös: cinco años más
tarde el realizador volverá a proponer una historia parecida en la excelente Rayo
de Sol, pero con un objetivo diferente: poner su granito de arena para
evitar una guerra que parecía inminente.
Rayo
de sol (Sonnenstrahl, 1933)
Coproducción
franco-alemana en plena depresión económica, en el periodo entreguerras y en el
año de la subida de Hitler al poder. Con esos antecedentes resulta casi
inevitable el pesimismo con el que arranca la película: una pareja (aún no se
conocen), cada uno por su lado, intentan suicidarse. Sólo el impulso de
ayudarse uno al otro impide que sus planes se lleven a cabo. Gracias al rescate de ella en el último momento, él percibe una suma de dinero por parte del ayuntamiento.
Con ese incentivo ambos deciden vivir juntos y enfrentarse a los problemas en
común, e incluso permitirse el lujo de hacer planes de boda y de negocios.
Cuando están a punto de alcanzar su sueño, un accidente parece que va a
estropearlo todo de nuevo.
La película es una metáfora
muy clara de la necesidad de entendimiento entre el pueblo alemán y el francés
después de la sangrienta lucha en la Primera Guerra Mundial, donde el propio
Fejös sirvió como soldado del Imperio Austro-Húngaro.
Rayo
de sol, además, es una especie de
continuación de Soledad si tenemos en cuenta la conclusión forzada e
increíble de la cinta muda; un final que nadie se cree, y que se nos antoja que Fejös
tampoco por el hecho de haberse decidido por una casualidad para solucionar la
trama.
De Rayo de sol destaca la
secuencia tenebrista y hasta expresionista del arranque, y las más optimistas
en la agencia de viajes y en un centro comercial, donde ambos se imaginan una
vida de lujo y una luna de miel por todo lo alto.
La cinta es una curiosa
mezcla entre el realismo poético que se hacía en Francia y el kammerspielfilm germano, con una pareja
estelar muy representativa de esas dos cinematografías (recordemos que Gustav
Fröhlich trabajó nada menos que en Metrópolis y en Asfalto; mientras
Annabella lo hacía en La Bandera o en 14 de Julio entre muchas
otras).
Por desgracia, las buenas
intenciones de Fejös finalmente no se vieron reflejadas en la vida real: las
dos potencias se volvieron a enfrentar en un conflicto bélico aún más
sangriento. Sólo al final de la guerra, el entendimiento llegó a ser una
realidad tras la aparición de la Comunidad Económica Europea.
Para
comentar cualquier película de Marcel Carné, primero hay que reconocer que
estamos hablando de un genio que inventó junto a Jean Renoir lo que se ha llamado Realismo
Poético, con cintas tan importantes como El muelle de las brumas (en mi lista
particular estaría en el top diez de las mejores películas de todos los
tiempos), Le jour se lève, Hôtel du Nordo Les enfants du paradis,
todas ellas obras maestras indiscutibles.
A
diferencia de Renoir, Marcel Carné nunca tuvo las cosas fáciles (a veces por su
culpa, pues a menudo fue criticado por gente de su equipo que lo tachaba de
tirano). Después de pasar un tribunal acusado de colaboracionista durante la
guerra, tuvo que pasar otro casi peor e igual de injusto: el de la crítica de
los jóvenes de la nueva ola cuando atacaron con dureza su cine. Hoy vamos a
comentar, precisamente, dos de esas películas realizadas en la posguerra, dos
joyas del cine francés de todos los tiempos, justo antes de que los autores de
la Nouvelle Vague acabaran con su
carrera.
Teresa
Raquin se basa en la célebre novela
de Emile Zola, que ha sido llevada a la pequeña y a la gran pantalla en
numerosas ocasiones: Teresa (Simone Signoret) se casa obligada para salir de la
miseria, la contrapartida es cuidar de su suegra y de su enfermizo marido de
por vida. Una existencia monótona y desgraciada de la que puede salir: la esperanza
es Raf Vallone, que se cruza en su vida, pero la salida es el crimen y las
consecuencias de tal acción no les dejarán vivir en paz.
El
largometraje narra la historia de un triángulo fatal al estilo de la novela de
James M. Cain, El cartero siempre llama
dos veces. Marcel Carné maneja la trama como una actualización de su
realismo poético a la época de la posguerra. Entre ese estilo y el polar, o cine negro a la francesa, pero
siempre dentro del naturalismo de Zola, discurre el filme. Eso sí, con cierto flirteo
con el cine de terror (la terrible mirada de la suegra pone los pelos de punta).
La
cinta es una coproducción italo-francesa con actores de la categoría de Simone
Signoret y Raf Vallone al frente del reparto, que le dan al drama una solidez cercana
a la de Perdición (Double
Indemnity, Billy Wilder, 1944). Aunque sean más contenidos en sus interpretaciones,
la tensión es la misma; también lo es el suspense de un final que se anuncia
trágico.
El
aire de París(L’air de
Paris, 1954)
Para su siguiente película
después de Teresa Raquin, Marcel Carné reúne a sus estrellas de los años
treinta, Jean Gabin y Arletty, a la sazón protagonistas de las mejores
películas del Realismo Poético. Ambos actores dan vida a una pareja madura,
propietaria de un gimnasio. Él es un antiguo boxeador que acaba de descubrir a
un nuevo talento (Roland Lesaffre). La ambición de convertirlo en un campeón se
ve truncada por la oposición de su mujer, que desea retirarse de ese mundo tan
ingrato como es el del boxeo.
La película es de nuevo
otra coproducción entre Italia y Francia (participan actores italianos tan
conocidos como Folco Lulli). Solo repite la joven promesa que es Roland
Lesaffre. Mientras en Teresa Raquin era un marinero desesperado
que intenta chantajear a la pareja protagonista, en El aire de Paris es
también un joven sin dinero que ha sobrevivido a la guerra, un antiguo
combatiente que se encuentra perdido en la sociedad –sin duda un estilema del
cine negro–, que ve en el boxeo la oportunidad de mejorar.
El filme de Carné es, por
tanto, otro drama con tintes negros y con la mayoría de los tópicos del género
pugilístico: el entrenador que ha sido boxeador y ve en su pupilo la oportunidad
de obtener los éxitos que él no logró; la femme
fatale (Marie Daëms) que se interpone en el camino del joven, seduciéndole
con sus encantos y amenazando con echar todo por tierra y arruinar la carrera
del joven. Sólo falta la trama de los combates amañados, de ahí que el filme
sea más un drama que un noir. Digamos
que esa es la parte original de la película: cuando Carné pone el acento en el
conflicto que surge entre Gabin y Arletty a causa del muchacho.
Otros elementos a destacar
son la excelente música de Maurice Thiriet, donde la canción La ballade de Paris de Yves Montand
tiene una presencia importante como leitmotiv de la película; y el buen guion
del propio realizador y de Jacques Sigurd, donde destaca el detalle de un amuleto
que pasa de unas manos a otras, cuando las vidas de los personajes sufren un
cambio radical.
Teresa Raquin y El
aire de París pertenecen a la última tacada de cintas importantes de Carné
en los años cincuenta antes de su paso por el color, y de que su carrera se
hundiese por el abandono de público y crítica. Ambos parecían no perdonarle su
pasado como colaboracionista –fue totalmente exculpado–, o se empeñaban en
criticar su modo de hacer cine por considerarlo anticuado. Menos mal que
finalmente el tiempo pone las cosas en su sitio, y el cine de Marcel Carné
figura en lo más alto del cine francés, y acaso del cine mundial.