Nuestros
lectores más asiduos a la sección de cine club habrán notado que nos gusta
traer, de vez en cuando, alguna secuencia para analizar procedente de aquellos
pioneros del cine mudo que sentaron las bases de lo que llamamos cine moderno.
Hoy, de nuevo, volvemos la vista atrás, en esta ocasión para fijarnos en una
cinta que fue muy famosa en su día y que significó la primera incursión en el
cine sonoro de un director al que admiramos: Ernst Lubitsch.
Somos conscientes que The Love Parade ha sufrido con el paso de los años una merma considerable y, vista hoy en día, su rudimentaria producción llama mucho la atención en sentido negativo. Sin embargo, en nuestro modesto proceso de análisis —en el que siempre procuramos descontar el tiempo—, y tras situarnos en aquella época en la que la llegada del sonoro fue todo un acontecimiento, podemos observar, con cierta objetividad —muy poca, dada nuestra simpatía por el director berlinés—, las bondades de esta película.
El argumento es
muy simple, se basa en la opereta “El Príncipe Consorte”, de los dramaturgos
Leon Xanrof y Jules Chancel:
El conde Alfred
Renard (el simpático Maurice Chevalier) es destituido de su cargo en Francia
por su afición a poner los cuernos a todos lo maridos parisinos. De regreso a
su país, al imaginario reino de Sylvania, es llamado a la corte para ser
reprendido por la reina Louise (Jeanette MacDonald, debutando). Su Majestad cae rendida al encanto del subordinado y, tras un fugaz noviazgo, se casan. Pronto, Alfred se dará cuenta
de que no es más que el príncipe consorte y que no pinta nada en palacio ni
tampoco decide las cosas de la alcoba…
Es una trama ligera
y agradable en la línea de otras operetas que Lubitsch filmó antes de la
llegada del sonoro, en las que, por cierto, no se echan nada de menos las
canciones (véase la excelente El Príncipe Estudiante, The Student Prince in Old Heidelberg,
1927). En El Desfile del Amor, los números musicales son demasiado
estáticos (ahora veremos por qué), pero muy divertidos. Así, tenemos la
despedida de París, “París, Stay the Same”, cantada por Chevalier, luego por su
criado (Lupino Lane) y, por último… ¡por su perro! También destaca la canción que da título a la película, cantada por Chevalier y Jeanette MacDonald: “My Love Parade”; y el número de
Lupino Lane y Lillian Roth, “Let’s be Common”, donde reivindican su condición
de lacayos y donde los exagerados movimientos de Roth nos recuerdan algunos largometrajes
de Lubitsch tan primitivos como graciosos, en especial LaMuñeca (Die Puppe) y La
Princesa de las Ostras (Die Austernprinzessin), ambos de 1919.
El guión de El Desfile del Amor corrió
a cargo de Ernst Vajda y supuso el inicio de una serie de películas parecidas,
todas de éxito, con el mismo grupo de director, actores y guionista. La fama de
Maurice Chevalier fue en aumento y se descubrió a Jeanette MacDonald que hizo
lo mejor de su carrera junto al cantante galo. Desde luego, estaba mucho más
picante y descarada a las órdenes de Lubitsch que más tarde, en su etapa de la
Metro, en aquellos musicales en los que hizo pareja con el cursi de Nelson
Eddy.
Lubitsch, en su
afán para que The Love Parade escapara de ese retroceso, intentó manejar el
sonido de la mejor forma posible. El director había llegado muy lejos en sus
últimas películas mudas —El Abanico de Lady Windermere (Lady Windermere’s Fan, 1925), por
ejemplo, es todo un prodigio de movimientos de cámara, angulaciones y planos
secuencia— y no quería que la nueva tecnología arruinase todo lo que había
logrado. Para ello, rodó buena parte de la película como si fuera muda y
después incorporó la banda sonora, doblando algunos diálogos, algo que nos
parece muy normal ahora, pero que entonces fue toda una revolución. Además,
lejos de enemistarse con el sonido, lo tomo por aliado en secuencias como las
de la noche nupcial cuando la salva de 300 cañonazos para celebrar el
matrimonio real provoca que el flamante marido comience a dudar de si ha tomado
la decisión correcta. También la escena del ladrido de la mascota, cantando al
compás de la música, va en ese sentido, y la propia estructura de
la película, con las canciones integradas en la historia, configurando un musical
bastante adelantado a su tiempo.
Y ahora, sin más preámbulos, nos dirigimos a
analizar la secuencia elegida. Se trata del arranque, justo después de los
créditos. Estamos en París…
La secuencia es all
singing y all talking, como las
anunciaban entonces, pero es esencialmente muda. Rodada con muy pocos diálogos,
está basada en primeros planos, planos detalle, en las miradas de los
personajes y en el montaje, y muestra lo lejos que había llegado Lubitsch en el
período silente y lo hábil que era narrando con las imágenes. El sonido está allí, pero no supone un impedimento para que el director de rienda suelta a su
buen hacer.
La escena es en sí un corto, casi independiente al resto de
la trama. Hay introducción, desarrollo y conclusión. Hasta existen dos puntos
de giro que separan cada una de las fases.
La secuencia comienza con un plano de situación, más bien
con un “cuadro” de situación, una composición con lo más típico de la noche
parisina, el Can-Can, la torre Eiffel, Le Moulin Rouge,… el champán. En el
mismo sentido, a continuación, viene el primer número musical: “Ooh, La La” nos
anuncia el género de la película y sigue con los tópicos, en especial el del
champán. Es una simpática canción, con sorpresa final incluida, interpretada
por Lupino Lane en un plano medio estático. La escena finaliza con una ligera
panorámica del criado abandonando la habitación y cerrando la puerta.
El portazo da pie al inicio del siguiente encuadre, también
con una puerta cerrada (aquí realmente es cuando comienza nuestra secuencia).
Un plano general muy típico en el cine de Lubitsch, tan aficionado al vodevil y
a dejar que el espectador imagine lo que sucede detrás de esa puerta (se oye
una discusión, otro recurso sonoro). Del dormitorio sale Maurice Chevalier que
se dirige al público en una pose brechtiana
para anunciar que su pareja es muy celosa. Un plano detalle de una liga parece
darle la razón a la enfadada mujer, sobre todo cuando Lubitsch enseña las
piernas y comprobamos que a ella no le falta ninguna liga (más tarde repetirá
plano cuando la reina enseñe las extremidades inferiores a un sorprendido
gabinete ministerial). Con un montaje rápido y sin palabras vemos como la
señorita se dispone a vengarse de Chevalier. Plano detalle de una pequeña
pistola que saca del bolso y plano medio de los dos discutiendo de nuevo, en
francés, hasta que viene el primer punto de giro: llega el marido (Chevalier nos
hace de traductor mirando a la cámara por segunda vez).
De nuevo el plano de la puerta cerrada y el marido que
accede a la habitación. Un corte a la mujer que se dispara cayendo al suelo,
corte al marido y vuelta a ella ya en el suelo. Es un montaje rápido que hace
que parezca que la cámara es la que se mueve. Lo que viene a continuación es el
enfrentamiento entre marido y amante. Otra vez el montaje dinámico entre los
dos y el plano detalle de la pistola. Lubitsch los reúne en el cuadro
abandonando el juego del montaje. Es cuando suena una música no diegética, de suspense. Después de un ligero y elegante travelling en profundidad, el marido dispara. La escena parece haberse convertido de
comedia en tragedia. Pero es tan solo una ilusión: el conde Renaud ni se inmuta. No había balas. Es el segundo punto de
giro.
La conclusión es tan simpática como el resto: de la pareja
amante-marido a la supuesta muerta que abre los ojos. El director deja a Chevalier
solo y reúne al marido con su mujer. Una panorámica sigue a Alfred hasta un buró
donde comprobamos (otro plano detalle) la cantidad de pistolas que hay en el
cajón, tantas —se imagina el espectador— como veces se ha reproducido la
escena.
Lubitsch finaliza la secuencia siguiendo con el mismo juego
de montaje entre la cámara que filma a Chevalier y la que sigue al matrimonio;
con intercambio de miradas entre ellos, y con algo de su repertorio de
insinuaciones sexuales: el marido no consigue cerrar la cremallera del vestido
de su mujer, pero el amante sí lo hace —y ella no puede disimular su agrado—. Es
un ejemplo de lo que se ha llamado “El toque Lubitsch”: Ella va de un encuadre,
el del marido, al otro, el del amante. Una vez que el amante le ha hecho “el
favor”, regresa con su esposo.
La secuencia concluye con una panorámica que sigue al
matrimonio mientras éste abandona la habitación. Un movimiento prácticamente
igual que el del principio, cuando el criado salía del salón, y que provoca que la
escena sea redonda.
Ver Ficha de El Desfile del Amor.