El 6 de abril de 1917 Estados Unidos declaró la guerra a Alemania y por
fin entró en la Gran Guerra, en un conflicto a nivel mundial que se encontraba ya
en su cuarto año. Precisamente, esa es la fecha elegida por el director británico
Sam Mendes para realizar su última película. Una cinta nominada para una decena
de Óscars, que es todo un alarde técnico de un realizador que, a pesar de
adentrarse en el terreno de la acción, no renuncia a su lado más poético como
vamos a comprobar:
1917, así se llama esta superproducción, sigue un marcado guion de
itinerario, quizás el tipo de narración lineal más socorrido (el de la Odisea),
que asegura una trama entretenida, repleta de puntos de impulso y sorpresas.
Para lograr una continuidad en la acción y un mayor realismo ––y, por qué no, lucirse
como cineasta–– Mendes se ha complicado la vida rodando la película en un plano
secuencia. Un falso plano secuencia, claro, el espectador avezado se dará
cuenta de los cortes encubiertos que se esconden en el filme. En cualquier
caso, un tour de force técnico con cierto mérito, pero muy lejos del que,
por ejemplo, vimos en la excelente El arca rusa (Aleksandr Sokurov, 2002), rodada en el Hermitage, esa sí, en una sola toma, que además
riza el rizo cuando hace increíbles y elegantes saltos en el tiempo.
Pero vayamos a 1917: independientemente de la síntesis narrativa
utilizada por Sam Mendes, lo que sí está claro es la intención del director de
dividir el largometraje en dos partes utilizando para ello el único corte que
no se disimula. Dos mitades muy diferentes, en nuestra opinión mucho mejor la
segunda que la primera. De hecho, el arranque de la historia de esos dos
soldados que se presentan para una misión que se prevé peligrosa se nos antoja un
remedo de El señor de los anillos, por culpa, precisamente, del
seguimiento ininterrumpido de una cámara casi subjetiva a través de trincheras,
túneles y edificios en ruinas, como si fueran las distintas fases de un video
juego.
Es en la segunda parte cuando Mendes realmente se gana el sueldo. Aquí
aparece el director místico y hasta poético ––resulta curiosa la fijación de
este realizador por los pétalos de flores cayendo… ¿se acuerdan de
American Beauty?––, un cineasta que sabe utilizar las metáforas. Algunas pueden chirriar por lo evidentes, pero lo que nadie puede reprochar es que no sean bellas. Hablamos de la descripción
dantesca, en su sentido más literal, como se la debió imaginar el propio Dante,
del infierno que es la guerra, o, en contraste, de la inserción de una especie
de belén dentro del horror, por poner tan solo dos ejemplos.
Pero quizás lo mejor de la cinta es el mensaje que Mendes nos quiere
dar con su flamante obra, o, mejor dicho, con su estructura. Una organización
circular, que encuadra la película entre dos escenas bucólicas donde los
soldados duermen al abrigo de un árbol. Mendes nos dice que todo lo que sucede
entre esos dos planos es una ensoñación; todo ese espanto es imposible que sea
verdad, tiene que ser una pesadilla.
No
lo es.