viernes, 28 de marzo de 2008

EL BESO DE LA MUERTE (Kiss of Death de Henry Hathaway, 1947)

Se suele decir que la actualidad manda. En nuestro caso, el fallecimiento de un actor de las dimensiones artísticas de Richard Widmark, casi nos obliga a escribir sobre alguna de sus películas. Es difícil la elección, pero a grandes problemas, enormes soluciones: vamos a comentar su primera actuación, la que le abrió las puertas del éxito al encarnar al sádico Tommy Udo de El Beso de la Muerte.



El sólido guión es de Ben Hecht y Charles Lederer, toda una garantía. Las tomas de Nueva York son reales, así se anuncia en los créditos. Esto da más credibilidad a una trama que en su inicio parece algo manida: un ex-convicto (Victor Mature), presionado por el fiscal, delata a sus compañeros. Su retirada de la vida delictiva no va a ser nada cómoda; sobre todo a partir del momento en que los criminales quieran saldar la deuda contraída con él. Los paralelismos con obras clave del género policíaco como Forajidos (The Killers de Robert Siodmak, 1946) o Retorno al Pasado (Out of The Past de Jacques Tourneur, 1947) son mínimos gracias a dos elementos: la actuación de los protagonistas y el personal tratamiento del guión, por parte del director.

De los actores destaca uno: nuestro homenajeado. Pocos profesionales tuvieron un inicio tan sonado. Widmark consiguió en su debut la nominación al oscar al mejor actor secundario, amén de otros premios importantes de la crítica. Y es que el papel de Tommy Udo es de aquellos que perduran en nuestra memoria cinéfila. Se unen al que interpretara Robert Mitchum en La Noche del Cazador (The Night of The Hunter de Charles Laughton, 1955) o al de Joe Pesci en Casino (de Martín Scorsese, 1995), por poner dos ejemplos –uno clásico, otro moderno- de los muchos asesinos maravillosos que ha dado el cine.


El Tommy Udo de Widmark provoca escalofríos. Su risa de hiena es verdaderamente terrorífica y hiela la sangre si se escucha en versión original. Y además es un aviso. Algo -nada bueno- va a suceder a continuación. Hay una secuencia, muy conocida, que no por verla muchas veces deja de impresionar: aquella en la que Udo arroja por las escaleras, sin compasión, a una inválida, con silla de ruedas incluido. Aún no me explico como consiguió pasar la censura imperante en el Hollywood de los años cuarenta.

La cinta es de Henry Hathaway, un director siempre en alza al que habrá que considerar muy cercano a los grandes, e incluso pertenecer a ese selecto grupo. El realizador consigue crear una atmósfera inquietante a lo largo de toda la trama; incluso en las escenas donde la vida transcurre con cierta alegría, hay una especie de amenaza permanente que no deja respirar tranquilo al protagonista –ni al espectador-. Es clara la pertenencia del filme al género negro, pero gracias al buen hacer de Hathaway la película se convierte en un thriller que roza por momentos el cine de terror.

El Beso de la Muerte ha sido objeto de remakes en clave de western o dentro del mismo género policiaco, pero, como suele pasar, ninguno ha llegado a la altura del original. En parte porque ninguno incluía en el reparto a un actor excepcional: a Richard Widmark.


Ver Ficha de El Beso de la Muerte

jueves, 27 de marzo de 2008

LA VAQUILLA (Luis García Berlanga, 1985)

Colaboraciones las hay legendarias. En música me vienen a la memoria dúos creativos tan fundamentales como Lennon-McCartney, Jagger-Richards o Elton John-Bernie Taupin; en cine, De Sica-Zavattini, Wilder-Diamond o Buñuel-Carriere son ejemplos de fructíferas relaciones que dieron verdaderas obras maestras. El cine español tiene una de esas parejas; o mejor dicho tenía: Luis García Berlanga y Rafael Azcona. Del genial guionista español, de Azcona, quiero hablar hoy; su recuerdo quiero tenerlo presente al comentar su penúltima colaboración con Berlanga: La Vaquilla.



La cinta fue escrita por los dos cineastas casi veinticinco años antes de estrenar la película. Se trata de una parodia de la Guerra Civil perteneciente al estilo que ambos crearon: al del humor negro, al de la sátira esperpéntica, a la comedia con trasfondo amargo tan característica de su cine. La trama es una evidente metáfora del conflicto armado: la lucha fratricida por dominar el territorio español (la piel de toro) viene aquí simbolizada por el intento de un grupo de militares republicanos de sustraer un astado a los nacionales
–realmente es una vaquilla; Berlanga y Azcona le quitan importancia a todo lo que pueden- para fastidiarles la fiesta a los fascistas y de paso dar de comer a la tropa.

La Vaquilla es fiel al estilo de Berlanga, de largos planos secuencia y planos generales repletos de personajes que hablan simultáneamente. Lo que se presenta en primer término es casi tan importante como lo que sucede en el fondo del plano. La cinta pasa por momentos en los que da la sensación de que todo ha sido improvisado; aunque, finalmente, esta impresión es compartida con aquella otra en la que pensamos que la planificación se ha realizado hasta el mínimo detalle.

Los autores se ríen abiertamente de otros filmes bélicos, donde un comando se propone penetrar en las líneas enemigas. La introducción es semejante a aquellas películas de Aldrich o Sturges, sólo que en plan cutre. La reunión de “especialistas” para llevar a cabo el plan es casi lo mejor de la película: el sargento chusquero propone para la misión a un paleto que conoce el pueblo, pero cuya verdadera intención es poder ver a su novia; a un torero de poca monta, para descabellar al animal; a una especie de cura arrepentido, que creen puede hacerse pasar por nacional; y a un homosexual, para distraer al enemigo.



Es la guerra de “Gila” donde los suboficiales enemigos se reúnen todos los días para intercambiar tabaco por papel de fumar; donde dos militares proponen cambiarse de bando porque la guerra les cogió en el lugar equivocado. Y es que la película no intenta abrir una herida por muchos superada, más bien todo lo contrario. En muchos pasajes del largometraje, los soldados de uno y otro bando sólo tienen un interés común: el de sobrevivir a ese mundo de miseria y hambre que les ha tocado vivir. Todos son iguales ante los ojos de Berlanga y Azcona cuando los presentan desnudos, bañándose en el río, o esperando el turno en un burdel para acostarse con la prostituta de turno. El director y el guionista, procuran presentar un ambiente lo menos bélico posible para realzar su intención. Así, el teniente republicano lleva como arma una maquinilla de cortar el pelo para mantener la disciplina; o los únicos sonidos que recuerdan a la guerra –y que atemorizan a los contendientes- son los de los petardos y los fuegos artificiales.

Independientemente de esa rebaja de la tensión, la pareja de cineastas aprovecha la situación para arremeter contra el poder instituido en la zona franquista. Del ataque no se salvan ni la iglesia, ni la aristocracia, ni los poderes públicos; todos representados con personajes que recuerdan mucho a los de la trilogía iniciada con La Escopeta Nacional (1978). La opresión que ejercen sobre el pueblo es llevada a la pantalla de forma literal cuando el grupo de “operaciones especiales” tiene que cargar con sus símbolos en una procesión, o con los propios personajes sobre sus espaldas.

Aunque la sonrisa –y en ocasiones, la carcajada- no nos abandone nunca al presenciar las andanzas de tan peculiares personajes, el poso de amargura que el filme deja al final es digno de mencionar: el último plano deja en su sitio la realidad histórica que significó para nuestro país una guerra tan cruenta.


Sirva esta reseña para recordar la obra de Rafael Azcona. Que descanse en paz el mejor guionista español de todos los tiempos.


Ver Ficha de La Vaquilla

martes, 25 de marzo de 2008

CUENTOS DE TOKIO (Tokyo Monogatari de Yasujiro Ozu, 1953)

Si hay algo de lo que estoy seguro, es del carácter didáctico del cine y de sus posibilidades pedagógicas para conseguir que las personas sean mejores. Hay títulos que deberían ser de visión obligada en escuelas, institutos y facultades. Son obras maestras que traspasan lo artístico para adentrarse en lo más hondo del ser humano. Son cintas que configuran nuestro carácter. Una vez vistas, sus escenas permanecen en la memoria a la espera de ser rescatadas por acontecimientos cotidianos; aquellos que requieren de su recuerdo para poder afrontar la vida desde el lado correcto: el justo, el ético, el de valor moral. Hoy vamos a recordar uno de esos filmes.



Tokyo Monogatari pasa por ser la obra cumbre de Yasujiro Ozu, uno de los grandes maestros japoneses de todos los tiempos. Sus largometrajes son tan personales que configuran un todo compacto y único en su forma y contenido. La sensación de estar presenciando siempre la misma película es parecida –salvando las distancias de temática y estilo- a lo que ocurre al visionar una cinta de Woody Allen.

Las tramas narradas por Ozu son muy sencillas, siempre relacionadas con la familia y con sus tradiciones. El director nipón ahonda en la problemática paterno-filial y en como el desarrollo económico y social influye sobre las distintas generaciones. Así, en Cuentos de Tokio, una pareja de ancianos acude desde su pueblo a la capital para ver a sus hijos, en lo que ellos consideran un viaje esencial. No lo es para los jóvenes, que ven a sus padres como una carga que altera su vida; una vida vacía y sin sentido, cargada de temores, donde predomina el miedo a la propia muerte; muerte que ven reflejada en los cansados y arrugados rostros de sus progenitores –otra causa más de rechazo-.

Ozu se sirve del cine como herramienta eficaz de reproche hacia las nuevas generaciones. Y lo hace de una forma nada sutil al colocar a una joven (excelente Setsuko Hara, habitual en las cintas de Ozu, así como Chisu Riu, que hace de anciano padre), que no es consanguínea de los protagonistas, como única persona que cuida y respeta a los mayores en su viaje existencial.


Si el contenido es característico del cine de Ozu, no lo es menos la forma que emplea para presentarlo en pantalla: el uso de la cámara situada a la altura de una persona sentada en el suelo, y planos y contraplanos fijos, donde los actores miran al objetivo para conversar entre ellos, provocando un diálogo continuo con el propio espectador. La aparente sencillez de su estilo fue muy bien descrita en Tokyo-Ga (1985), un documental de Wim Wenders sobre la obra del director japonés. Allí, el operador de Ozu explicaba las dificultades de los rodajes, las posturas imposibles y los extraños artilugios que eran necesarios para que la cámara consiguiera las tomas que el director quería.

La insistencia en utilizar el objetivo tan bajo puede interpretarse de varias maneras. En mi opinión lo que Ozu quería transmitir –y lograba plenamente- era el respeto hacia las personas, el no querer situarse por encima de nadie y la importancia del diálogo como principal medio de comunicación. El espectador, al ver las imágenes que propone Ozu, se siente cómodo y relajado. El realizador lo trata como a un invitado más. Lo sienta con el resto de personajes y hace que dialogue con ellos. La realidad, así entendida, resulta entrañable, fascinante y única.

Me gustaría destacar un plano que resume a la perfección como entendía Ozu el cine: se trata de un contrapicado -como siempre- donde los dos ancianos contemplan la ciudad que se extiende ante ellos; una metrópolis moderna, pero amenazante, que consume la vida de sus hijos y provoca el rechazo directo o indirecto hacia sus padres. En ese momento mágico uno le dice al otro “qué grande es Tokio..., si nos perdiéramos no nos encontraríamos”.

Ver Ficha de Cuentos de Tokio

jueves, 13 de marzo de 2008

EL AMOR (L'Amore de Roberto Rossellini, 1948)

Hace unos pocos días (el 7 de marzo) se cumplían cien años del nacimiento de una de las más grandes actrices que ha dado el cine italiano –si no la más grande-, me refiero a Anna Magnani. Para recordarla nada mejor que comentar una película que era precisamente eso, un homenaje a la propia estrella. Vamos a hablar de El Amor, de Roberto Rossellini, un largometraje compuesto por dos cortos, con sendas historias independientes, ambos interpretados por la Magnani.




El primero se titula Una voz humana y está basado en la obra de teatro de Jean Cocteau. Es un monólogo a cargo de la actriz, donde demuestra lo que era capaz de hacer ante la cámara. Aquí Rossellini se deja llevar por el amor que sentía sobre Anna Magnani y nos regala sucesivos primeros planos de un rostro potente, de rasgos mediterráneos, de perfil griego inconfundible. La interpretación parece improvisada y da la impresión de que el operador ha recibido la orden de seguir a la actriz, que se mueve a su antojo por el decorado.

El riesgo de caer en la monotonía, que provoca el diálogo a cargo de un solo personaje hablando por teléfono con su ex-pareja, y el hecho de contar con un solo interior: su propia habitación, lo soluciona Rossellini estructurando el corto en tres fases. Cada una corresponde a una llamada telefónica: la primera sirve de introducción; la segunda desarrolla la historia y es reveladora en cuanto a su contenido; y la última resuelve el drama. También el decorado se aleja de la redundancia al alternar secuencias con la actriz en la cama - agarrada al auricular y al hilo telefónico, como si su vida dependiera de la continuidad del cable- con otras transitando por la habitación. La falta de personajes también se ve solventada cuando el genial director, en un momento determinado, hace que Anna Magnani se desdoble, gracias a la utilización estratégica de espejos en el decorado.

La segunda parte, titulada El Milagro, tiene un claro parentesco con el cine religioso y anticipa el estilo que vendrá de la mano de Pasolini. Aquí, la actriz encarna a Nanni (un guiño a la propia Magnani, ya que el nombre por el que se le conocía cariñosamente era el de Nannarella) una indigente que se queda embarazada y culpa de ello a lo que cree ha sido un milagro de San José –interpretado por el propio guionista: Federico Fellini-. Las referencias al Nuevo y Viejo Testamento son continúas. El Pecado Original, La Anunciación, El Nacimiento, El Domingo de Pascua o La Pasión de Cristo son algunas de las simbologías que pueden apreciarse de forma directa; sin apenas disimulo. Esto provocó un debate acalorado en Estados Unidos, donde tacharon a la película de blasfema. La polémica se resolvió con un dictamen de la Corte Suprema a favor de la cinta y de la libertad de expresión; fue una decisión histórica ya que a partir de El Amor, en Estados Unidos, las películas son amparadas por la Primera Enmienda, igual que los libros o la prensa.


Si el amor del personaje de la primera historia es evidente –y de ahí el título genérico del filme- el enamoramiento al que se refiere la segunda parte puede verse en un doble sentido: en el ya comentado espiritual y religioso; o en el sentimiento a cargo del propio director por su amante en esa época. De hecho hay un subtítulo en los créditos que dice algo así:”En homenaje al arte de Anna Magnani”. La relación apasionada entre el cineasta y la actriz sólo finalizó por causa mayor: por la aparición de Ingrid Bergman en la vida de Rossellini. Anna Magnani nunca se repuso del desengaño y hasta se sacó de la manga un largometraje (Vulcano de William Dieterle, 1950), celosa por la interpretación de su rival en Stromboli (Stromboli, Terra di Dio de Roberto Rossellini, 1949). Y eso que ganó el cine: hoy tenemos dos películas con los famosos volcanes como telón de fondo –la de Rossellini es sensiblemente mejor-; todo gracias a un despecho amoroso.

Así era el carácter de una actriz que marcaba a los personajes que interpretaba; que les entregaba tanta fuerza que traspasaba la pantalla. Una estrella que se mantendrá cien años más en el recuerdo de las generaciones futuras. Nannarella: no te olvidamos.

Ver Ficha de El Amor


Antes de finalizar me gustaría aprovechar las referencias a la Semana Santa de L'Amore para despedirme momentáneamente por motivos vacacionales, y para desearos que paséis unos merecidos días de descanso. Un abrazo y hasta la vuelta.

miércoles, 12 de marzo de 2008

NO TOQUÉIS LA PASTA (Touchez pas au Grisbi de Jacques Becker, 1954)

El género negro ha sido tratado, casi siempre, desde la perspectiva estadounidense de los años cuarenta, a la que inevitablemente se suele asociar. Sin embargo, el término film noir se debe a un crítico francés y su origen se remonta a las cintas galas pertenecientes al Realismo Poético de la década de los treinta. La película que hoy vamos a comentar devuelve el protagonismo del género al país que le vio nacer; y es que No Toquéis la Pasta se convirtió en el largometraje más influyente de la época a partir del momento de su estreno. También supuso la vuelta al estrellato de su protagonista: Jean Gabin. A sus cincuenta años, el mejor actor francés de todos los tiempos –en opinión de muchos-, lograba ser de nuevo el centro de atención de crítica y público.



Grisbi, tal como se la conoce en los países anglosajones, es una adaptación de la novela del propio guionista, Albert Simonin, y trata del último robo de una pareja de veteranos delincuentes, que aspiran a retirarse en cuanto puedan convertir en dinero el botín sustraído. El director, Jacques Becker, que también colabora en el guión, consigue una atmósfera crepuscular y dota a los personajes de una humanidad poco vista hasta entonces e, insisto, muy imitada posteriormente por directores de la talla de Jules Dassin o Jean-Pierre Melville, entre muchos otros. Es cierto que La Jungla de Asfalto (The Asphalt Jungle de John Huston, 1950) ya contenía muchos de los elementos de la cinta de Becker, pero el tratamiento que hace Huston es muy diferente –también genial- y no llega tan lejos en cuanto a las relaciones entre los personajes y a la descripción del entorno donde se mueven.

En No Toquéis la Pasta, la pareja de viejos delincuentes Max (Gabin) y Ritón (Rene Dary) saben que sus días como criminales están contados y que lo único seguro que tienen es su amistad. El director “pierde el tiempo” mostrando al espectador esos momentos íntimos que hacen que sea tan original la cinta y que tanto sorprendieron en su día. Así, Gabin y Dary se miran el uno al otro para criticar los defectos físicos del contrario -“esa papada, esas bolsas en los ojos”- o comparten piso y se disputan el sofá y la cama mientras fuera, en las calles de los bajos fondos, alguien conspira contra ellos.

Max y Ritón hablan de su profesión como si se tratara de un trabajo de oficinista; y los chulos, ladrones, camellos, etc., son retratados por Becker como si fuera el colectivo de albañiles o el de comerciantes, de tal forma que nadie se altera lo más mínimo cuando la mujer de uno de ellos les sorprende en medio de una tortura o manejando sus herramientas de trabajo: unas ametralladoras. El realismo humanista -si se puede llamar así- no distorsiona la trama. Todo lo contrario, a medida que avanza el metraje, la historia se vuelve más interesante y tensa. Se suceden traiciones, violencia e intrigas con un envoltorio musical muy apropiado: unas notas de jazz que, de forma recurrente, Max hace que suenen en un viejo tocadiscos.

La espectacular actuación de Jean Gabin no es lo único que destaca en Grisbi, prácticamente todo el casting funciona a la perfección. Desde una jovencísima Jeanne Moreau hasta el debutante Lino Ventura, todos los personajes están perfectamente retratados; incluidos los figurantes, que disponen de personalidad propia –ese electricista del tugurio pellizcando las nalgas de las coristas- lo que demuestra el detalle con el que Becker estudiaba cada escena.

Con este canto a la amistad y a la lealtad, con esta visión poética de los bajos fondos parisinos logró Jacques Becker una obra maestra; tuvo mucha suerte al poder contar con el mejor: con Jean Gabin.

Ver Ficha de No Toquéis La Pasta

LA COLINA DE LOS DIABLOS DE ACERO (Men in War de Anthony Mann, 1957)

“Contarme la historia de un soldado raso y os contaré la historia de todas las guerras”. Con esta frase, justo a continuación de los créditos, arranca La Colina de los diablos de acero. Anthony Mann nos avisa con este “desbarre” que la película que vamos a presenciar no va a ser “una de guerra” convencional como las que se estilaban en los años precedentes.


Men in war nos describe como un pelotón, rodeado de enemigos, intenta llegar a contactar con el grueso de las fuerzas en plena guerra de Corea. El miedo, la fatiga de combate y la desesperación hacen mella en cada uno de los soldados y en el teniente responsable de sus vidas (Robert Ryan). La llegada de un jeep, con un coronel al borde de la locura y un sargento (Aldo Ray) que intenta desertar, no hace más que empeorar la situación. A partir de aquí la película se divide en dos partes claramente diferenciadas: una primera de itinerario, donde innumerable peligros van diezmando lo poco que les queda de moral; y una segunda en la que intentan redimirse de sus debilidades alcanzando la colina del título.

Con Men in war, el género se hace mayor, más real y humano, como lo demuestran distintas secuencias donde los personajes recogen fotos de las familias de los enemigos que acaban de matar. Pero también se hace más crítico y echa una mirada al pasado; a los últimos años de la década de los veinte y los primeros de la siguiente, donde cintas como Sin Novedad en el frente (All quiet on the Western Front de Lewis Milestone, 1930) reflexionaban sobre lo injusto de la guerra.
Robert Ryan llega a decir “El batallón no existe, el regimiento no existe, Estados Unidos no existe, somos los únicos que seguimos luchando en esta guerra”. Este claro alegato antibelicista de Mann, refleja lo que la guerra de Corea significaba para los americanos en comparación con la recién acabada Segunda Guerra Mundial. Y es que el film es un claro precedente de las cintas bélicas que comenzaron a rodarse sobre la guerra del Vietnam en décadas posteriores.

La perfecta realización, con rodaje íntegro en exteriores, la actuación realista de Ray y Ryan y la excelente música de Elmer Bernstein (subrayando los silencios en las escenas más impactantes) hacen que La Colina de los diablos de acero sea una de las mejores y más personales obras de Anthony Mann.


Ver Ficha de La Colina de los Diablos de Acero

lunes, 10 de marzo de 2008

LOS OLVIDADOS (Luis Buñuel, 1950)

No debe haber promesa más fácil de cumplir que la hecha hace un par de meses en estas líneas: la de volver a hablar de alguna película de Luis Buñuel. En esta ocasión vamos a comentar la magistral Los Olvidados.



Se trata del filme-llave del realizador de Calanda; aquel que, gracias a su éxito internacional (premio en el festival de Cannes incluido), le proporcionó la confianza de los productores y le permitió dirigir, con cierta regularidad y brillantez, mas de una decena de largometrajes en su exilio mejicano.

La cinta relata las desventuras de un grupo de niños pobres, algunos sin hogar o abandonados por sus propios padres, delincuentes la mayoría de ellos. Se sitúa en la línea de tantas otras películas de corte neorrealista, como Día tras día (de Antonio del Amo, 1951), pero no tan políticamente correcta como ella ni en su contenido ni en la forma de la realización.

Y es que mientras la cinta de Del Amo se podría incluir en el cine religioso de la época, con personajes intrínsecamente buenos, en un entorno de miseria que les obligaba a delinquir –el mérito de esa obra era precisamente la osadía del director al retratar con realismo la situación lamentable del régimen franquista en la posguerra-, en Los Olvidados ninguno de los protagonistas es completamente bondadoso; la mayoría tienen su lado oscuro por el que se mueve Buñuel como pez en el agua. Desde la madre que “tontea” con uno de los jóvenes, hasta el ciego que intenta abusar de una menor, pasando por los jóvenes delincuentes que no soportan que uno de ellos se vuelva por el buen camino, todos son presentados por el genial cineasta con sórdida crudeza y sin ningún recato.



Pero si hay algo que distingue a Buñuel de sus contemporáneos españoles –y extranjeros- es su “toque” surrealista y sus particulares obsesiones eróticas. Ya sea en forma de sueños, o no, la ruptura es total y el espectador tarda un tiempo en recuperarse -algunos nos quedamos hipnotizados hasta el final-. Y es que no faltan las secuencias transgresoras en el filme que, independientemente de la improvisación en el rodaje, son consecuencia del excelente guión de Buñuel y de su colaborador habitual de esos años: Luis Alcoriza. Guión moderno y adelantado a su época cuyo objetivo principal, no nos olvidemos, es el de denuncia. La fuerza con que la cinta grita justicia social no ha decaído en ningún momento; no en vano la UNESCO incluye Los Olvidados entre los recursos a utilizar contra la amnesia colectiva (The Memory of the World Program).

Las películas de los años cincuenta podrían clasificarse en dos grandes grupos: las que inevitablemente han envejecido con los años y esas otras que, debido a su calidad, permanecen vigentes. Si se me permite yo incluiría una tercera clase, aquellas que se estrenaron con medio siglo de antelación; las realizadas por Luis Buñuel.


Ver Ficha de Los Olvidados

viernes, 7 de marzo de 2008

CACHE - ESCONDIDO (Caché de Michael Haneke, 2005)

Tengo que reconocer que al hablar de Haneke, y de su cine, no puedo evitar sentir un extraño desasosiego. Eso es lo que produce cualquier obra del director austriaco, y Cache no iba a ser menos. Rodada en formato de vídeo de alta definición para conseguir un mayor realismo y una total crudeza en las escenas violentas -hay pocas, pero intensas-, la cinta invita a la reflexión sobre la culpa individual y social.




Georges y su mujer (Daniel Auteuil y Juliette Binoche) reciben una serie de cintas VHS y dibujos que amenazan su integridad física y moral. Esta situación acaba provocando una crisis en, su cada vez mas deteriorado, matrimonio. Bajo esta base de thriller y con un entorno social en el que los medios de comunicación manipulan la información y las personas viven de forma rutinaria, Haneke construye una historia que se refleja en el pasado. Para ello hace uso de una serie de flashback oníricos donde mezcla los sueños con la realidad. Así, el protagonista, va sintiendo que los recuerdos del pasado se tornan en pesadillas y que éstas configuran, y dan razón de ser, al angustioso presente.

Desde el arranque Cache transcurre con lentitud premeditada. Tanto en los créditos como en el extraño final, que el mismo Haneke no quiere interpretar (“Me niego a descodificar cualquier secuencia”) deja la cámara fija. La inquietud que provoca es inevitable y la influencia de Antonioni parece evidente: las secuencias en las que el matrimonio intenta descubrir que significan las cintas de vídeo recuerdan mucho a Blow Up (1966). Uno de los flashback del largometraje -el mejor-, donde Haneke filma desde el interior de un granero, es muy parecido al plano secuencia final de El Reportero (Professione:Reporter, 1975), una de las mejores cintas del maestro italiano.



Por último los actores se integran perfectamente en la trama. Daniel Auteuil -aquí sí voy a ser tajante: el mejor actor francés vivo- es el ideal para interpretar a Georges. Auteuil tiene una gran amplitud de registros que van desde el enamorado campesino de El manantial de las colinas y La venganza de Manon (Jean de Florette y Manon des Sources de Claude Berri, 1986) al introvertido personaje de Un corazón en invierno (Un Coeur en Hiver de Claude Sautet, 1992). Pero si algo le caracteriza es su personalidad desdramatizada y ambigua. Haneke, que nunca había trabajado con el actor galo, pero que seguía con detenimiento su brillante carrera, no dudó a la hora de decidirse por él.

Cache ha cosechado diversos premios en Europa, incluido el de mejor director en Cannes y el de mejor película europea en Francia. Este dato no siempre garantiza que nos enfrentemos a una gran película, aunque en esta ocasión su reconocimiento coincide con su calidad.


Ver Ficha de Cache

jueves, 6 de marzo de 2008

MACBETH (de Orson Welles, 1948)

Macbeth se trata de uno de los mejores largometrajes del genial Welles, consecuencia directa de haber dirigido e interpretado una versión, en 1936, con su compañía de Teatro "Mercury", con gran éxito de crítica y público.


Fue rodada en sólo veintiún días para demostar a los jerifaltes de Hollywood que el enfant terrible no lo era tanto; que también era capaz de cumplir con los tiempos de contrato y no derrochar dinero como sucedió con anteriores producciones suyas. De hecho aprovechó decorados de los western que se hacian para los programas de sesión doble. Además fue realizada bajo el patrocinio de La Republic, productora especializada en filmes de serie B, pero que ha ofrecido al mundo obras maestras del calibre de El Hombre Tranquilo (The Quiet Man de John Ford, 1952).

La fotografía en blanco y negro es impresionante y tétrica, reflejando muy bien esos años oscuros de la postguerra, y muy influenciada por el expresionismo alemán. La interpretación (sobre todo la de Welles y Jeanette Nolan) inmensa, como inmenso era el propio Orson. La película se identifica claramente con su director: la puesta en escena es inconfundible; con unas angulaciones de cámara y encuadres muy típicos de Welles.


De la misma obra de Shakespeare se han realizado diferentes versiones, quizás las mejores hayan sido, a parte de la de Welles, la de Roman Polanski (Macbeth, 1971) y la de Akira Kurosawa (El Trono de Sangre, Kimonosu-jo, 1957). Si la del director japonés es la versión más libre y la de Polanski la mejor adaptada, cinematográficamente hablando, la de Welles se me antoja la más personal y original. Y la más moderna; a pesar de ser la que se estrenó antes. Y es que los futuristas decorados y el vestuario parecen extraídos de una pesadilla. Una distorsión de la realidad provocada por el trastornado punto de vista de Macbeth. Su envidia, ambición y odio, pero también su miedo y arrepentimiento, provocan secuencias oníricas difícil de olvidar.

En resumen: tenebrosa, expresionista, moderna... Magnífica.


Ver Ficha de Macbeth

JULIO CESAR (Julius Caesar de Joseph L. Mankiewicz, 1953)

Hoy nos ha dado por las adaptaciones de William Shakespeare. Manías de cinéfilo. Esta vez el más "dramaturgo" de los directores, Mankiewicz, realiza un homenaje al mayor dramaturgo de todos los tiempos.


Es el cine, que posteriormente se denominó de autor, tan carácterístico de la FOX en los años cuarenta y cincuenta, aunque en esta ocasión fue la MGM la productora, de ahí el reparto repleto de estrellas y un decorado y vestuarios acordes a la historia. Estos últimos fueron aprovechados de los restos de Quo Vadis (de Mervyn Leroy, 1951) y...¡ganaron el Oscar! Aun así , con todos esos ingredientes -y quizás por culpa de ellos-, el filme decae bastante en la segunda parte, la que sigue a continuación del discurso de Brando-Marco Antonio (lo mejor de la película).

Y es que algunas estrellas se encuentran totalmente fuera de lugar en la película (vease Greer Garson); además las escenas de las batallas no encajan con el resto de la obra, tan intimista y precisa con el texto de Shakespeare. Esto último ocurre por querer "airear" la obra dramática. Posiblemente, la presión de los productores, en su afan de realizar un producto apto para la visión de todos los públicos, obligara a que la cinta se saliese de las tablas -para las que fue ideada-. La postura de Mankiewicz , al querer contentar a todos, tuvo como consecuencia una acción innecesaria en la película y un efecto negativo sobre el largometraje.


Pocas películas han conseguido alejarse de la representación teatral, para adaptar un texto de Shakespeare, y salir victoriosas con el cambio. Julio Cesar no fue una de ellas; por ese motivo se quedó a un paso de convertirse en un filme redondo. Lástima.

Ver Ficha de Julio Cesar

martes, 4 de marzo de 2008

BUENOS DÍAS, TRISTEZA (Bonjour Tristesse de Otto Preminger, 1957)

Hace unos meses revisé Buenos Días, Tristeza, coincidiendo con la reciente pérdida de Deborah Kerr, una de sus protagonistas. Me resulta difícil expresar lo que sentí. Sólo puedo decir que mi estado de ánimo era parecido al de los personajes de la cinta; que me invadió el triste blanco y negro desde el que se cuenta la película –muy conseguida la estructura a base de flash back en color-; y que entiendo perfectamente lo que Preminger quiso decir con este, uno de sus mejores filmes: la vida carece de sentido, y sólo te queda dejarte llevar por el inexorable paso del tiempo, cuando no quisiste retener contigo aquello que realmente importaba, y que no valorabas suficientemente.


El largometraje es una adaptación de la novela homónima de Françoise Sagan y trata de la vida vacía de la joven Cécile (Jean Seberg) y de su padre Raymond (David Niven), un viudo mujeriego que va de fiesta en fiesta. Su insulsa existencia se refleja en la expresión desdramatizada de sus rostros y, mientras anodinos personajes desfilan con una copa en la mano o bailan como si de fantasmas se tratara, ellos, hija y padre, añoran el último verano en la Costa Azul. El verano en el que convivieron con una antigua amiga de la familia: Anne Larsen -Deborah Kerr; nuestra querida Deborah-.

El eje central de la cinta precisamente se desarrolla en dichas vacaciones durante el período estival. La luz y el color lo inundan todo y es en ese ambiente cálido donde Cecil se aferra a su juventud y a su padre. Aunque algunos han querido ver un complejo de Edipo en dicha relación, nosotros somos más partidarios de la simbiosis hija-padre que de la atracción sexual entre ellos. Su forma de entender la vida es la misma para los dos; para Cecile la presencia de Anne va en contra de su negación a hacerse adulta y, aunque le agrada la amiga de su padre, siente que puede poner en peligro esa dolce vita. De Raymond casi se puede decir lo mismo: prefiere seguir con sus escarceos amorosos, totalmente ridículos y fuera de lugar, que comprometerse seriamente con el personaje interpretado por Deborah Kerr. La creíble actuación de David Niven consigue transmitir al espectador esa sensación grotesca de una forma muy sutil, casi sin que nos demos cuenta. Y es que el actor británico siempre nos ha parecido muy adecuado a estos papeles decadentes como aquel que le llevo a conseguir la estatuilla en Mesas Separadas (Separate Tables de Delbert Mann, 1958).


Con el mejor estilo de Preminger (largos planos, cámara moviéndose hacia los actores), con una fotografía excelente de Georges Perinal (colaborador de los Korda de Michael Powell o de Carol Reed, en la gloriosa etapa inglesa de los años cuarenta y cincuenta), con los sugerentes créditos de Saul Bass y con la música de Georges Auric, donde destaca la famosa canción interpretada por Juliette Greco, con todo esto la cinta de Preminger se convierte en el mejor homenaje que se le podría hacer nunca a la estrella que hoy echamos de menos.

Hace unos meses perdimos a Deborah Kerr; hoy, al recordarla, una frase acude al teclado del ordenador: buenos días, Tristeza.



OPERACIÓN CROSSBOW (Operation Crossbow de Michael Anderson, 1965)

Operación Crossbow es una peculiar superproducción del oportunista Carlo Ponti (de nuevo un productor casado con una estrella, en este caso Sophia Loren). Seguramente, quiso explotar el filón descubierto por Los Cañones de Navarone (The Guns of Navarone de J.Lee Thompson, 1961) y continuado por El desafío de las Águilas ( Where Eagles Dare de Brian G. Hutton, 1969) y tantos otros largometrajes. De forma paralela a Los Cañones..., Ponti se rodeó de un impresionante reparto, encargó un largometraje bélico, donde los héroes operaran en territorio enemigo, y consiguió que la película destilara acción durante una hora y media para intentar competir con la televisión. Lo que sucedió es que aquí se acabaron las semejanzas con las demás cintas.


Y es que el resultado fue un producto muy interesante gracias, sobre todo, a la original estructura narrativa. Operación Crossbow se divide en tres partes bien diferenciadas: un prólogo realista, donde el director (Michael Anderson, en una de sus mejores cintas) relata, casi como un documental, como los alemanes consiguen fabricar las temibles bombas V1 y V2 -fueron las precursoras de los misiles balísticos actuales, aunque la ignición de las V1 se producía después del lanzamiento con catapulta y no antes como aparece en el filme- y como los ingleses intentan contrarrestar esa amenaza descubriendo el emplazamiento y los arsenales nazis; una segunda parte, totalmente ficticia, cuyo eje es la infiltración dentro de las filas alemanas por parte de tres espías aliados; y una tercera, la más interesante, en la que mezcla el docu-drama del prólogo con la ficción, para conseguir un todo casi perfecto.


Mucha de la culpa del éxito de la película se debe a uno de los guionistas: el siempre efectivo Emeric Pressburger (habitual colaborador de Michael Powell en, por lo menos, tres obras maestras). Pressburger (aquí bajo el seudónimo de Richard Imrie) consigue que el espectador se quede boquiabierto varias veces en la primera mitad de la película. Además, de forma osada, destaca las hazañas de la heroína nazi Hannah Reitsch, la piloto que arriesgó su vida para que el proyecto V1 finalizara con éxito. Anteriormente había hecho algo parecido en la excelente Coronel Blimp (The Life and death of Colonel Blimp de Michael Powell y Emeric Pressburger, 1943), no sin antes sortear, con dificultad, la censura del propio Winston Churchill.

Estos y otros atractivos, que seguramente observará el espectador, son los que propician que Operación Crossbow se encuentre ocupando un lugar preeminente dentro del cine bélico.


Ver Ficha de Operación Crossbow


domingo, 2 de marzo de 2008

EL CREPÚSCULO DE LOS DIOSES (Sunset Blvd. de Billy Wilder, 1950)

La Morgue, música del oscarizado Franz Waxman. Los cadáveres cubiertos con un blanco sudario, casi transparente. Los recién fallecidos hablan y comentan entre ellos –casi cotillean- lo que les ha ocurrido a cada uno. Uno de ellos comienza a contar que la ilusión de toda su vida siempre fue tener una piscina. Por fin la tuvo; pero murió en ella.


Este era el inicio que Charles Brackett y Billy Wilder idearon para Sunset Boulevard, y que finalmente no fue aprobado por un público que se reía a carcajadas en una proyección previa. Así que optaron por cambiarlo: El crepúsculo de los Dioses, realmente arranca con Willian Holden flotando en el agua, contando la historia de su corta vida. Holden es Joe Gillis, un guionista en horas bajas, y su voz, más bien su tono, siempre me ha recordado a la utilizada por los veteranos de cualquier actividad cuando, de forma resignada, intentan aconsejarte para que no caigas en sus mismos errores. Esta vez se trata de alguien que ya ha traspasado el umbral entre la vida y la muerte, y se encuentra sorprendentemente relajado.

Gillis, sin vida, relata como llega la policía al lugar de los hechos. Los coches patrulla se aproximan en contrapicado; desde el punto de vista de un muerto. Y es que el cine todo lo puede: algunas veces hemos asistido a personajes agonizando que sirven de guías aventajados de la historia en Carlito’s Way de Brian de Palma (1993); otras los protagonistas yacían en coma, pero eso no les impedía relatar los acontecimientos que dieron con sus huesos en una cama, que más bien era una tumba prematura en El Misterio Von Bulow (Reversal of Fotune de Barbet Schroder, 1990); o incluso hemos presenciado la narración, en primera persona, de finados al estilo de Holden, en Fallen de Gregory Hoblit(1998).


En Sunset Boulevard el Wilder escritor puede al realizador cuando coloca al espectador a la vera del fallecido y le hace preguntarse cómo se ha llegado a esa situación -ya hizo algo parecido en Perdición (Double Indemnity, 1944)-. Suficiente intriga para introducir un excelente melodrama tintado de negro y de apariencia gótica: Joe Gillis, en su decadencia como guionista, perseguido por los acreedores, se tropieza con una mansión de los años veinte. Allí vive Norma Desmond (Gloria Swanson), una estrella del cine mudo, retirada del mundo exterior. Ella y Max (Erich Von Stroheim) -uno de sus maridos, antiguo director de sus películas, convertido en fiel mayordomo- pertenecen a otra época y atraen a Holden que se deja atrapar por el pasado para poder sobrevivir en el presente.

La cinta cobra la categoría de obra maestra al menos por dos razones: por el desarrollo de la historia en el interior de la mansión, donde la decadencia es la protagonista; y por el tratamiento de la narración al mezclarlo con la vida real.

La actividad doméstica confirma que para los personajes cualquier tiempo pasado fue mejor; y que el cine sonoro se ha convertido en su bestia negra particular. “Han hecho una cuerda con las palabras y con ellas han ahorcado el cine”, dice Norma en uno de sus arranques de nostalgia, mientras proyecciones de películas antiguas se alternan con sesiones de números más o menos kistch. La obsesión por reaparecer ante las cámaras da pie a que los celos, la locura y el crimen terminen por aparecer.

Billy Wilder utilizó su experiencia europea para dotar de expresionismo a las secuencias: así es como presentaba las habitaciones, abarrotadas, de acuerdo a los tiempos en los que la imagen era lo principal; lo mismo hizo con la actuación de Gloria Swason, exagerada, perteneciente al cine sin sonido. Hay un momento especialmente mágico: Norma acude al estudio, y mientras espera sentada, un micrófono casi le roza la cabeza; la mirada de desprecio y el manotazo que le da al aparato es muy significativo.


Y todo esto ocurría en un entorno real. La misma actriz era en realidad una estrella del cine mudo. Además Von Stroheim había sido su director en la inacabada La Reina Kelly (Queen Kelly, 1928,una de cuyas escenas aparece proyectada en la cinta). Cecile B. De Mille se interpretaba a sí mismo cuando Norma acudía a pedirle trabajo. Se puede decir que el legendario director fue el descubridor de Gloria Swanson. En la cinta hay más referencias directas a Hollywood, y el guión especular se convirtió en un reproche hacia la industria nunca visto hasta ese momento. Tanto es así que Louis B. Mayer al ver la película, en una proyección privada, dijo que había que devolver a Alemania a Billy Wilder; que como se atrevía a morder la mano de quien le da de comer. Wilder oyó lo que decía. Su respuesta es famosa: “Fuck You!”


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