Es curioso que un largometraje con tan pocas pretensiones
fuese a la postre tan importante en la historia del cine —para muchos la mejor
película de piratas nunca realizada—. Como ya se ha dicho, El capitán
Blood supuso el comienzo de toda una serie de éxitos para la Warner
Brothers, pero también fue la película que lanzó al estrellato a un desconocido
actor australiano llamado Errol Flynn; a su pareja en ocho ocasiones más,
Olivia de Havilland; a un excelente músico que debutaba —y se llevó la nominación
al Óscar—, Erich Wolfgang Korngold; y al director que junto a Raoul Walsh, fue
el que más veces rodó con Flynn: Michael Curtiz.
Curtiz, era un cineasta húngaro que había recalado en
Hollywood cuando Jack Warner vio lo bien que se desenvolvía en Austria
dirigiendo películas épicas. Curtiz acababa de terminar Esclava Reina
(Die Sklavenkönigin, 1925) —después de haber hecho Sansón y Dalila
y Sodoma y Gomorra—, cuando Warner lo contrató; el productor seguramente
ya tenía en mente encargarle El arca de Noé (Noah’s Ark,
1928), una superproducción estilo DeMille con la que prácticamente se decía
adiós al cine mudo.
El caso es que cuando Curtiz rodó El capitán Blood casi nadie lo conocía en Estados
Unidos. A partir de ahí su carrera sólo hizo crecer y su reputación como uno de
los directores más innovadores fue incuestionable. Para nosotros fue el
paradigma del cineasta llegado de Europa (como Hitchcock, Lubitsch, Wilder y
tantos otros) que cambió para siempre el modo de hacer cine en Norteamérica. Una
evolución sin traumas desde dentro del sistema de producción de los grandes estudios
en el que supo integrarse perfectamente. De hecho, junto a Raoul Walsh, Curtiz
se convirtió en el realizador que caracterizó a la Warner como productora de
películas de acción donde la narrativa vertiginosa y la dirección sin ambages
fueron sus principales señas de identidad.
Los pocos medios
con los que contó Curtiz en El capitán Blood no le impidieron
realizar una película espectacular. La batalla final es una brillante sucesión
de imágenes de un vigor narrativo pocas veces visto gracias al ritmo del
montaje, a la excelente música de Korngold y a la visión personal del gran
director. La mano de Curtiz no sólo se nota en la viveza de las secuencias de
acción, en las sutiles transiciones y en las oportunas elipsis, sino también en
la técnica de claroscuros que compensa la falta de decorados. Las sombras del
primer tercio de la película en espacios vacíos como los del tribunal son de
una modernidad casi abstracta que sorprende hoy en día. También lo son los
reflejos de la mar en los rostros de los personajes en los planos más emotivos.
Son técnicas expresionistas, heredadas de su paso por el cine germano que
usaría cada vez con mayor habilidad hasta llegar a la cima en Casablanca
(1943).
El hallazgo de Errol Flynn —como el de Olivia de
Havilland, otra desconocida— también supuso todo un acontecimiento. De forma
inesperada, su presencia llenó el vacío que había dejado Douglas Fairbanks
desde que el cine comenzó a hablar. La llegada de Flynn al proyecto fue fruto
de la casualidad, del rechazo de otros actores ya consolidados y del poco
dinero con el que contaba Curtiz en una producción que no permitía la
participación de grandes estrellas. La película fue la primera de las doce que
Curtiz y Flynn hicieron juntos, una larga colaboración que, sin embargo, no se
tradujo en una gran amistad si tenemos en cuenta las discusiones y las
diferencias de criterio que existían entre ellos. En sus memorias, Flynn confirmó lo
mal que se llevaba con Curtiz: “Pasé cinco miserables años con él
haciendo Robin Hood, La Carga de la Brigada Ligera y muchas
otras. En todas ellas, él (Curtiz) intentaba hacer las escenas tan realistas
que mi piel no parecía importarle mucho. Nada le agradaba más que el
derramamiento real de sangre.” (Flynn 2003, pg. 202).