Ya estábamos
tardando demasiado en volver a nuestro admirado Chabrol, a quien echamos tanto
de menos pese a que tenemos sus filmes, los que usamos para curar cualquier nostalgia y
descubrir siempre algo nuevo. Algo como No
va más.
Rien ne va plus es la única película
autobiográfica reconocida por Chabrol, aunque sea un thriller y se encuentre tan lejos de la realidad —una razón más
para verla: encontrar a Chabrol entre los personajes—. El guión elaborado por
el director divide la cinta en tres actos muy diferenciados que traspasan
varios géneros, desde la comedia al drama pasando por el suspense, para
finalizar con un epílogo abierto que se sitúa en cabeza de las conclusiones
mejores realizadas por el cineasta galo:
Betty y Víctor (Isabelle
Huppert y Michel Serrault, pareja de genios; la musa de Chabrol dando réplica
al legendario actor francés) son dos estafadores de poca monta que a pesar de
llevarse treinta años se compenetran muy bien: roban a congresistas en los hoteles,
pero siempre dejándoles la mitad del botín, por lo que nunca son detenidos. Una
filosofía que Betty se salta en el siguiente atraco cuando conoce a su víctima,
Maurice (Francois Cluzet, otro actor chabroliano).
La presa quiere participar en la estafa cuando el objetivo es un maletín
repleto de billetes que podrían desaparecer sin problemas de cara a la ley. Son
al dueño del maletín, monsieur K (Jean-Francois Balmer, el marido de Isabelle Huppert
en la versión que Chabrol hizo de Madame
Bovary), y a sus matones a los que deben temer Betty, Maurice y Víctor.
Chabrol plantea, por tanto, dos temas: el conflicto triangular que se establece entre los ladrones, y el suspense ante una amenaza común. Del primero destacan la relación entre Betty y Víctor, entre la joven y el hombre ya maduro. En ocasiones hay una pulsión sexual; en otras es paternal. Todo depende del estado de ánimo de ambos; o quizás sólo de ella.
Los personajes
se cruzan de la misma forma que el maletín pasa de unas manos a otras. El director
advierte con cada plano que el golpe les viene grande, muy
grande. Como siempre, lo mejor de Chabrol es observar a Chabrol: la mirada subjetiva
en un teatro concurrido; la muerte horrible, pero silenciosa; el grito mudo, la
tortura despiadada, pero desdramatizada. El director ha creado un estilo
partiendo de los clásicos —en especial de Hitchcock— tan inconfundible y
personal que él mismo se ha convertido en un clásico.
Chabrol reserva
siempre lo mejor para el final. Al suspense del desenlace se le añade el del cinéfilo seguidor del fundador de la Nouvelle Vague. Y no defrauda: como en sus más aclamadas cintas, Chabrol aísla el diálogo,
lo ningunea, para concluir con el manejo de la imagen, con el cine, con la
forma superando al contenido. Así, el director gobierna la cámara y traslada el objetivo
para saltarse el eje y desdoblar a los personajes, e insinuar elegantemente que
el final no tiene nada de happy-end.
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