viernes, 24 de febrero de 2012

PUENTES Y SOMBRAS: I-5



Merche se plantó, con la poca decisión que le quedaba, delante de la mesa de Cecilia. Pronto se dio cuenta que de cerca era más desagradable todavía. El vestido, de color gris oscuro, casi negro, no conseguía disimular su deformado aspecto por ser demasiado ajustado para una embarazada. El joven, a quien instantes antes Cecilia había reprendido, se alejaba cabizbajo como si le pesara la Nikon con teleobjetivo que llevaba colgada del cuello.
—¿Y usted qué quiere? —dijo Cecilia todavía fuera de sí, mirando con cara de pocos amigos a Merche.
—Yo... Tenía una entrevista de trabajo… —contestó Merche con poca convicción, dispuesta a marcharse en cuanto Cecilia se lo insinuara.
—Ah, es usted. Llega tarde. Siéntese. —Cecilia hablaba como si estuviera dictando un telegrama.
Rebuscó entre sus papeles y extrajo de una bandeja el currículum de Merche. Leyó algo en él.
—Su nombre es Mercedes Vallés, ¿no es así?
—Sí. —Merche dejó el bolso encima de la mesa mientras se mantenía erguida en la silla giratoria; respiró hondo e intentó sonreír sin mucho éxito—. Aunque todos me llaman Merche y prefiero utilizar el apellido de mi madre: Emanuele.
—Vale, Mercedes Vallés. —Cecilia no podía ser más cortante. Merche seguía sintiendo la borrasca en su horizonte particular.
—He podido leer sus datos con detenimiento y veo que su expediente académico no es demasiado brillante.
Merche comenzó a recoger: se colgó nuevamente el bolso del hombro. No podía soportar más esa situación: un acoso sexual nada más llegar, seguido de un juicio sumarísimo a su persona a cargo de una especie de bruja gótica salida de una película de Tim Burton.
—Sin embargo, me gusta su experiencia y su carácter emprendedor. —Cecilia golpeaba el currículum de Merche con el dedo índice, en el lugar donde aparecía la información—. Al menos eso se desprende de su intento de llevar adelante una revista de actualidad política.
Merche sintió que el tiempo mejoraba. No obstante, dado el éxito anterior, prefirió callarse.
—No me gusta perder el tiempo así que vamos a lo que interesa —continuó Cecilia—.  Le vamos a hacer un contrato temporal de un mes; como prueba. Si nos convence, si me convence, seguirá con nosotros.
La joven transformó su gesto sombrío en uno luminoso. Estaba abrumada. Contenta. A punto de saltar de alegría. Por fin se despejaba el día.
—No sé qué decir…
—No diga nada y preste atención: Va a pertenecer a Local y Regional, es decir, dependerá de mí personalmente. —Merche seguía eufórica, pero en silencio, sólo la delataban sus ojos café con leche que centelleaban al ritmo de su corazón.
—Su trabajó será principalmente de campo. Consistirá en atender, in situ, las noticias locales que vayan surgiendo y hacerse cargo de los reportajes para incluirlos en la sección. Saldrá siempre con alguien de Medios Gráficos. Los detalles internos los aprenderá sobre la marcha. Pregunte a sus compañeros cómo funciona la red local, cómo es el proceso de maquetación, etc. Empezará mañana mismo. Su mesa de trabajo es esta de al lado. —Cecilia seguía disparando palabras, mientras señalaba, sin mirar, a una mesa contigua con un ordenador y una bandeja como la suya, pero vacía—. ¿Está claro?
—Gracias… Yo…—Merche no era capaz de expresar lo que sentía, después del terrible día que llevaba. Le entraron de nuevo ganas de llorar.
—Si no tiene ninguna duda, lo mejor es que vayamos a ver al jefe ahora mismo. Así mañana no tendrá que presentarse a nadie y podrá comenzar con su trabajo.
—Creo que no va a hacer falta. Ya he hablado con él.
—¿Conoce a Roberto?
—¿Roberto? No. Me dijo que se llamaba Jaime. Que era el dueño de la empresa o algo así.
—¿Jaime Morales?
—Sí.
—Ese no es dueño de nada. Es un gilipollas.
—Pues yo creía…
—Es el hijo de Don Juan, el presidente del Grupo Sincera, pero ni pincha ni corta. Su padre lo mantiene a raya.
Cecilia se acercó algo más a Merche para tutearla; por fin.
—Ten cuidado con él. No le consientas lo más mínimo. Se cree un playboy, pero no es más que un jodido niñato.
—Pero trabaja aquí ¿no?
—Sí. Lleva Internacional. Bueno, realmente lo único que hace es joder al personal. Es un parásito que si por mí fuera ya estaría de patitas en la calle. Pero supongo que Roberto no se lo podrá permitir.
—Entiendo…
Tras un silencio, que ambas utilizaron para reflexionar sobre la conveniencia o no de echar a Jaime a la calle y enfrentarse a su padre, Cecilia se levantó de la mesa e hizo un ademán a Merche para que la siguiera.
—Venga, vamos a ver a Roberto.
 
Hacía mucho tiempo que no sufría ese malestar; aunque le era familiar, terriblemente familiar. Los calambres ya habían hecho su aparición y las oleadas de calor iban seguidas de otras de frío. La fiebre, y los dolores óseos y musculares, casi no le permitían andar. Y luego estaba esa horrible migraña. El Gabacho se sentía morir mientras se arrastraba a duras penas por la calle Baños. La acera era demasiado estrecha para el zigzag cansino que llevaba. No podía seguir con su punto de vista a ras de suelo, tenía que elevarlo si no quería ser atropellado. Además, el tráfico intenso colapsaba la calzada; una de las más usadas por ser la puerta de entrada a la plaza del Duque y a la zona comercial del centro.
Mientras atravesaba la glorieta de la Gavidia, intentaba averiguar qué es lo que pudo haber pasado el día anterior en el piso de Charlie. Su cerebro apenas le dejaba pensar, pero recordaba las voces que oyó al fondo del pasillo y la ausencia de gente en las inmediaciones. Era muy extraño: ninguno de los clientes habituales de Charlie andaban por allí cuando él llegó. Seguramente se trataba de una redada; pero tampoco había ningún vehículo de la policía. De todas formas, no tenía más remedio que volver allí si quería acabar con las taquicardias y el mal cuerpo en general. No era la primera vez que pasaba por la misma, o parecida, situación. Cuando las cosas se calmaban con la policía, solía regresar al lugar donde el camello de turno fue visto por última vez. O era él el que suministraba la droga de nuevo, o tenía algún correo que avisaba del siguiente punto de reunión a todos los consumidores que se acercaban por allí.
Al doblar la esquina de la plaza de la Concordia con Jesús del Gran Poder, El Gabacho se tropezó con una pareja de novios que iba con bolsas de El Corte Inglés. El centro comercial ya ofrecía sus galas para las fiestas navideñas y la plaza del Duque hervía de gente después de un largo puente sin apenas actividad. Sus puestos callejeros impe­dían ver la estatua de Velázquez y formaban una especie de zoco que contrastaba con el edificio principal de los grandes almacenes. 
Los jóvenes increparon al yonqui que siguió dando tumbos sin prestarles atención. A duras penas, después de abandonar San Miguel, se adentró en la calle Trajano. Pasado el hotel Venecia ya podía divisar si existía algún movimiento sospechoso en las proximidades del piso franco. Todo permanecía tranquilo.
Sin pensar mucho en las consecuencias de su acción, traspasó el portal y el zaguán para comenzar a subir las escaleras. A El Gabacho le costaba respirar después de supe­rar el primer tramo. Sentía como si la altura de los peldaños hubiera crecido desde el último día, mientras que la huella parecía más corta. A medida que le faltaba el aire, su esquelético cuerpo se mostraba cada vez más pesado. Casi sin aliento, llegó al cuarto piso. Igual que la noche anterior la puerta estaba entreabierta. Le entró pánico, pero la esperanza de que terminaran los temblores, y la ansiedad que le producía la arritmia de su corazón, lo empujaron den­tro.
No había más luz que la procedente de la planta baja. El sombrío pasillo, sin más adorno que un cuadro torcido donde una perdiz descolorida parecía a punto de perder el equilibrio, lo guiaba hacia una lúgubre habitación sin muebles. En las paredes sólo habitaba la tristeza y la falta de pintura. En el suelo, se desparramaban dos viejos colchones sin bastas manchados de sudor y otros fluidos corporales. Estaban pegados a las paredes, uno enfrente de otro. Mientras El Gabacho atravesaba el estrecho espacio que dejaban los jergones, iba recordando algún pico ocasional que se metió tumbado en aquella deprimente estancia.
Sus pasos lo condujeron a otro pequeño cuarto. A estas alturas la luz era tan escasa que El Gabacho no veía por donde pisaba. A tientas, atravesó el vano de la puerta. Después de dar dos pasos sobre el sucio terrazo, tropezó con algo que no debía estar allí. Buscó la ventana y descorrió la manta que hacía las veces de cortina. La luz atravesó la sala; sólo entonces pudo ver el cuerpo sin vida de Charlie. 


miércoles, 22 de febrero de 2012

LOS DESCENDIENTES (The Descendants de Alexander Payne, 2011)

Siete años hemos tenido que esperar para ver un nuevo largometraje de Alexander Payne después de aquella magnífica Entre Copas (Sideways,2004). Tanto tiempo, sin embargo, no ha significado un cambio de estilo, diríamos que ni siquiera de temática, en la particular forma de hacer cine del director norteamericano; lo cual no tiene por qué ser malo.






















Con Los Descendientes, Payne se sube otra vez al carro de los realizadores de moda y a la alfombra roja para luchar por las estatuillas más preciadas: a la película, dirección y guión, entre otras (recordemos que ya ganó el Oscar por el estupendo guión de la citada Sideways). Lo hace con una cinta que controla perfectamente gracias a dominar los dramas ligeros con tramas en apariencia sencillas, pero que encierran toda la complejidad que tiene la vida misma.

Matt (George Clooney, bien, pero con matices, ahora veremos) es un abogado que vive en Hawai, cuya existencia pasa por un momento crítico: su mujer acaba de sufrir un accidente y se encuentra en coma, con pocas posibilidades de recuperarse. Matt se enfrenta a la tragedia a duras penas porque tiene que cuidar de sus dos hijas: una niña pequeña y rebelde que le supera, y una adolescente —en plena evolución hacia el sexo y las drogas— que le desespera. Para complicar las cosas, debe decidir acerca de la venta de un terreno que pertenece a su familia(a él y a una docena de primos) desde hace varias generaciones. La sorprendente revelación de la causa por la que Alexandra, su hija mayor, estaba peleada con su mujer antes del accidente, le lleva a decidir hacer un viaje para ajustar cuentas con cierto tipo.


Este es el arranque del buen guión de Payne, adaptado de la novela de Kaui Hart Hemmings. El director vuelve a sus viajes existenciales (como el de Entre Copas o el de Apropósito de Schmidt) y recurre a ciertas dosis de humor para resolverla relación entre este padre hundido y sus maleducadas hijas. También para aclarar su matrimonio, ahora que está a punto de desaparecer físicamente, y la duda sobre enajenar o no el patrimonio familiar. Payne maneja muy bien algunos elementos con los que ya había jugado antes: como por ejemplo la vejez (Schmidtde nuevo), cuando retrata a los suegros de Matt; o la adolescencia (recordemos la interesante y divertida Election, 1999), cuando dirige a la sorprendente Shailene Woodley, la actriz que da vida a Alexandra.

Es decir, el drama, el roce con la comedia y las buenas caracterizaciones ayudan a conducir por buen camino esta película donde, a parte de algunos giros de guión bien rodados, no parece que pase gran cosa (como en la muy citada Entre Copas), pero que poco a poco va configurando una historia que nos enseña lo complicada que puede ser la existencia. En este sentido, Payne coloca un personaje con toda la intención para defender su postura: Sid es el amigo de Alexandra. Sid es, en apariencia, un joven sin dos dedos de frente que parece sobrar en el guión. No obstante, poco a poco, su personalidad se va perfilando y descubriendo, hasta aparecer tan compleja como el resto, o más. A este recurso de buen escritor por parte de Payne, hay que sumarle, además, la utilización que hace del elemento dramático en muchas secuencias cuando parece que el propio Sid fuera un espectador. El joven se comporta como alguien externo al drama, que opina objetivamente y aporta soluciones. Las dos cualidades de Sid, la de la complejidad desde la sencillez, y la de servir, digamos, de topo del público dentro del drama, le vuelve muy atractivo y es uno de los aciertos de la película.


Aciertos que no evitan que surjan preocupantes errores. Entre ellos, el más clamoroso es el que creemos un fallo de casting en la persona de George Clooney. El actor no lo hace mal —aunque tanto rostro compungido termina cansando—, ese no es el problema, la pega está en la calidad de estrella a la que ha llegado el galán, y que a estas alturas ayuda en poco a los papeles dramáticos de esta enjundia. Ya estuvo a punto de ocurrir en Sideways, menos mal que Payne rechazó al actor en el último momento —y eso que ganó la película—. El resto de fallos tienen que ver con una subtrama, la del patrimonio hawaiano (por cierto, nadie se cree que Clooney sea un descendiente directo de una princesa nativa) y la del terreno de marras, que se encuentra o poco, o mal desarrollada, o las dos cosas, aún no lo tengo claro.

Podríamos decir, por tanto, que Los Descendientes es un largometraje interesante, que no aporta nada nuevo en el estilo de Payne (insistimos en que eso puede ser un activo en su condición de cineasta), algo desigual en su realización, pero con algunos elementos atractivos que finalmente empujan a exclamar eso de “Hay que verla”.





 Ver Ficha de Los Descendientes.





lunes, 20 de febrero de 2012

PUENTES Y SOMBRAS, NOTICIA SOBRE LA PUBLICACIÓN

La editorial ABEC Editores ha anunciado la próxima publicación de la novela negra "Puentes y Sombras". Dice en su página web que "en breves fechas" lanzará el libro. Este es el enlace de la noticia:

http://abeceditores.blogspot.com/2012/02/puentes-y-sombras-de-fernando-de-cea.html

Desde "El Blog de Ethan" os mantendremos informado de las novedades sobre el evento y de cómo se podrá adquirir el libro.

Un saludo a todos los lectores.

miércoles, 15 de febrero de 2012

PUENTES Y SOMBRAS: I-4


Adelante, pasa y siéntate —gritó Roberto cuando divisó a Enrique a través de la puerta acristalada.
Roberto Stefani era un hombre soltero, de 55 años; con el pelo largo y alborotado; barba descuidada, irregular, de color ceniza; y ojos profundos de mirada inquisitiva. Su rostro parecía el negativo de una fotografía en blanco y negro: pelo blanco, cejas y patillas negras. Extravagante en su vestimenta, pero decidido en su comportamiento, siempre llevaba camisas blancas que descansaban por encima de los pantalones; repletas de bolsillos, a su vez repletos de bolígrafos y papeles. Esa mañana, en el bolsillo superior derecho tenía una pequeña mancha de tinta que fue lo primero que atrapó la vista de Enrique al entrar en el despacho.
—Buenos días —saludó Enrique—. ¿Me llamabas? —dijo mientras se sentaba en la silla, al otro lado de la abarrotada mesa de Roberto.
El despacho del jefe era como una isla en el mar agitado de la sala de redacción. A él llegaban las oleadas de redactores, reporteros o fotógrafos que buscaban una decisión, acudían a una llamada o asistían a una reunión. El habitáculo era cercano; no como otras oficinas que solían localizarse en un piso superior en sintonía con la jerarquía. No disponía de antesala, ni de secretaria a modo de barrera humana. Se incrustaba en la sala y compartía lugar de trabajo con el resto del personal. Suficientemente grande, su espacio se repartía en dos áreas: el despacho del jefe, propiamente dicho, y la mesa de reuniones. Con cristales en tres de los cuatro tabiques, desde allí se divisaba prácticamente toda la sala de redacción; aunque eso no le impedía ser casi estanco al ruido exterior. En él se celebraban las reuniones diarias de redactores jefes. Una por la mañana, a eso de las 09:00, donde se esbozaban los asuntos de los que iba a tratar el periódico al día siguiente. A esta reunión asistían Roberto y la coordinadora, Cecilia, con el resto de redactores jefes, Enrique y Jaime, más los reporteros responsables del seguimiento de algún tema candente, si lo hubiera. Otra junta tenía lugar a las 13:00. Aquí se centraba más el tiro, se trataba del cierre de las secciones y se definía la línea editorial del periódico. Finalmente, a las 18:00, se debatía la portada: cuáles serían las noticias que destacarían en ella. A partir de ahí, ya sólo quedaba ir terminando las distintas secciones para cumplir el horario de cierre de la edición que era sobre las 22:00. Esto era la teoría. En la práctica, la mayoría de los días a Roberto, y a los jefes de las secciones implicadas en algún asunto especial, les daban las doce de la noche mientras todavía continuaban trabajando en el periódico.
— Necesito hablar contigo —contestó Roberto—, tenemos que tratar la baja de Cecilia. Como nos retrasemos más va a dar a luz en la sala de redacción.
—Sólo nos faltaba eso. Tú dirás —atajó Enrique, mientras se acomodaba en el asiento.
—Mira, he pensando que deberías ser tú el que te encargaras del área de Cecilia mientras ella esté de baja.
—¿Cómo? —Enrique dio un respingo.
—Que vas a ser el sustituto de Cecilia Ramos —aclaró Roberto.
—Si casi no puedo con lo que tengo. —La cara de Enrique era un poema.
Roberto se levantó del sillón y se situó junto a Enrique que comenzaba a moverse incómodo en su silla, como si tuviera algún problema de hemorroides.
—Llevo todo el fin de semana pensando en el tema. No creas que es una decisión tomada a la ligera. La he meditado mucho.
—Sabes perfectamente que estoy hasta arriba de trabajo —protestó Enrique, haciendo un gesto con la mano que señalaba un montón de papel imaginario encima de la mesa del despacho.
—Lo sé, pero va a ser una situación transitoria.
—Transitoria es la situación de Javier. Se va el viernes, y aún no me has dado ninguna solución.
—Tú acepta lo que te propongo y veremos que se puede hacer con la se­cción de deportes.
—Cuidado, que ese truco ya me lo sé. —Enrique era el único que tenía la suficiente familiaridad con  Roberto para hablarle sin reparos. La franqueza entre ellos descansaba en una especie de acuerdo tácito labrado a lo largo de los últimos años; asentado en la confianza que Roberto tenía en él a pesar de ser el redactor jefe más moderno. Era un periodista brillante y Roberto lo tenía como su protegido y a la vez confidente. Necesitaba alguien en quien poder desahogarse, y no le importaba que Enrique se aprovechara de ello.
—Llevo hablándote de Javier varios días y no haces más que darme largas —continuó Enrique—. Debemos hacerle un contrato al chaval, aunque sea temporal. Acuérdate del sensacional trabajo que hizo cubriendo el mundial de fútbol. El suplemento y la guía que editamos se lo curró el solo. Se lo merece. Y yo también. No podemos esperar a enero a que vengan los nuevos becarios a resolvernos la papeleta como siempre. Y a perder casi un mes en ponerles al día. Además, es una vergüenza como explotamos a los pobres. Sin cobrar un duro, trabajando hasta las doce de la noche. Estamos dinamitando sus vocaciones año tras año.
La última frase impactó por debajo de la línea de flotación de Roberto. Enrique estaba llevando ventaja. Después de una pausa cambió de táctica y siguió con su defensa personal:
—Sencillamente, no puedo llevar Deportes y menos hacerme cargo ahora de Nacional y Regional. Como siga así pronto tendrás noticias mías en las páginas necrológicas.
—No exageres. No vas a estar solo, vas a tener tu gente más el personal de Cecilia. No creo que sea necesario recordarte el momento tan delicado por el que estamos pasando. Además, hemos hecho un esfuerzo enorme para colocar a alguien en noticias locales y no podemos gastar un euro más.
—Es decir, que Cecilia se me ha adelantado.
—Nadie se ha adelantado a nadie. El periódico es de todos. Y yo tengo que velar por el interés común. Hacía más falta en Regional que en Deportes. Ten en cuenta que esa nueva incorporación será un refuerzo para ti cuando sustituyas a Cecilia. Así que no te quejes.
—Vale, y ¿cuándo debo relevar a Cecilia?
—Ya. A partir de que sea oficial en la reunión de mañana. Cecilia tendrá un par de días para entregarte los trastos.
—Estupendo —dijo Enrique con toda la ironía que era capaz de expresar—. Encima tengo que tratar con la persona con la que menos me apetece hablar.
—No seas duro con ella. Recuerda todo lo que ha tenido que pasar: la separación no ha podido ser más traumática, y además el embarazo...
—Bueno. Accederé. ¿Me queda otra alternativa? —se resignó Enrique, que volvía a mirar la mancha de tinta del bolsillo derecho de Roberto. Ya no pensaba avisarle de que se estaba cargando la camisa de Hermes Govantes.
—La verdad es que no —dijo Roberto acompañando la respuesta con un cabeceo—. Pero aún hay más…
—¿Cómo que más?, ¡no me jodas! —Esta vez el que se levantó fue Enrique.
—Deberás encargarte también de la coordinación de todas las áreas. Lo siento, pero eso va incorporado al cargo.
—Ni de coña. Eso le corresponde al más antiguo —dijo Enrique seguro de su victoria—. El siguiente a Cecilia es Jaime, no yo.
—Ya lo sé… —La coreografía no terminaba, ahora era Roberto el que se sentaba. Se tomó un respiro y, desde la seguridad que le confería su puesto de privilegio, detrás de su mesa, lanzó el ataque definitivo:
—Pero de Jaime no me fío. Ese niño de papá ya sabes por qué trabaja aquí. Don Juan quería mantenerle ocupado, pero a ser posible lejos de él. Y ahí lo tienes —Roberto señaló con su dedo índice hacia la mesa vacía donde se suponía debía estar sentado Jaime—  ocupándose de Internacional o, lo que es lo mismo, copiando las noticias que le mandan de la agencia y volcándolas en maquetación. Y ni si quiera eso lo hace bien. Al final tengo que supervisar yo personalmente la selección final porque la suya suele ser un desastre. ¿Ese es el co­ordinador que quieres para el periódico?
Enrique estaba vencido. La batalla estaba perdida. Tenía que reconocer que  sufrir a Jaime como coordinador era lo peor que les podía pasar. Roberto sabía como manejar la situación. Era un maestro en esas lides y Enrique no tenía nada que hacer. Aún así, intentó sacar ventaja de su derrota con una advertencia.
—Está bien. Tú ganas. Pero a Jaime no va a haber quien lo aguante.
—Tranquilo, de ese niñato me encargo yo.
—Te lo recordaré.
La discusión había finalizado, y Enrique había perdido por K.O.
—Entonces, ¿cuento contigo para el puesto?
Enrique cabeceó y puso condiciones a la rendición—. Aceptaré, pero me tienes que prometer que contratarás a Javier.
—Te lo prometo—mintió Roberto.

Vivía en una tienda de campaña desechada por alguien que acababa de renovar el material y recogida por él en el vertedero municipal. El Gabacho se había instalado en el asentamiento de chabolas del parque anexo al puente de Chapina. También llamado del Cristo de la Expiración o del Cachorro, por el popular paso de Semana Santa, era un viaducto muy reconocible por sus lonas blancas ideadas para hacer más soportable el calor a los sufridos peatones. El puente tenía poco recorrido histórico. Había sido construido para la Expo del 92 y para los casi cuatro kilómetros de río que se pretendían recuperar. Por esa razón (por haberse construido el puente primero, antes que el cauce del río) se llamó “El Puente de Los Leperos”. Esto provocó una reacción todavía más graciosa por parte del ayuntamiento de Lepe. El alcalde del famoso pueblo de Huelva solicitó, el día de los inocentes, que el puente recibiera ese nombre con carácter “oficial”. La inocentada se completó con un bando que le otorgaba al pueblo el derecho a cobrar un canon por permitir que utilizaran su nombre.
Lo que no tenía ninguna gracia era la triste existencia de El Gabacho. Una vida que gozaba de cierta “estabilidad” en el último año. El eufemismo se podía aplicar gracias a la rutina diaria que seguía casi a rajatabla: se basaba en organizarse para conseguir los quince euros que costaba la dosis de heroína, y luego chutarse en su tienda para escapar del temible mono. Para ello, se levantaba relativamente temprano. Con la resaca del día anterior a cuestas, atravesaba los Jardines del Guadalquivir y cruzaba el río por la Pasarela de la Cartuja. Desde allí, tras pasar por Torneo, subía por Juan Rabadán, y ya estaba a un paso de su puesto de “trabajo” en la plaza de San Lorenzo. En la entrada de la Hermandad del Gran Poder, si no se daba mal el día, podía sacar unos ocho euros de media a los piadosos que se acercaban a ver la imagen centenaria. Se podía decir que casi se había ganado una clientela fija entre las ancianas que allí se reunían para rezar el rosario. Además, había conseguido librarse de la competencia auxiliado por el SIDA y otras enfermedades. Una vez lograda esa cantidad, subía hasta las inmediaciones de la clínica Nuestra Señora de Aranzazu. En las calles anexas podría sacarse el  resto si estaba espabilado y atendía a los vehículos que temporalmente allí se estacionaban. No le iba mal la mezcla de mendigo y “gorrilla”. Por otro lado, siempre podía ganarse un extra pidiendo en los bares de la Alameda de Hércules y, de paso, celebrarlo bebiéndose una litrona, comprando tabaco e, incluso, comiendo algo.
Luego, sin necesidad de cambiar de zona, en un lúgubre piso de la calle Trajano, prácticamente en el único edificio que quedaba por restaurar, conseguía el preciado tesoro. Charlie, su camello habitual, lo esperaba a eso de las diez u once de la noche para hacer la transacción. Era un tipo legal. Nunca faltaba a la cita y siempre tenía mercancía de primera. Tan buena, que el propio Charlie, un yonqui rehabilitado, no había resistido la tentación y varias veces había cambiado su insulsa metadona por un buen pico. Eso es lo que le había confesado hacía unas semanas. “el jefe ni se entera si me chuto un poco de droga…”. El Gabacho opinaba que un camello que consumía no era muy buen negocio; aunque a él eso le daba igual. No era su problema. Mientras tuviera su parte, todo iba bien. Conseguido el caballo, y espantado el fantasma del mono, ya podía irse a su tienda. Su elíseo particular; su lugar de reposo. Un día más en el paraíso.
Pero ayer, de repente, todo se fue al carajo. Y eso que había tenido una jornada de las que se podría llamar buena; al menos hasta la hora de su cita con Charlie. Con dinero de sobra, gracias a la generosidad de los fieles que acudieron al templo cumpliendo con los oficios del Día de Todos los Santos, y después de haberse pimplado un litro de cerveza, llegó contento al piso de la calle Trajano. Una vez allí, le sorprendió que ninguno de los habituales estuviera vigilando la calle, pero no le dio importancia hasta que, dentro del portal, notó algo raro. Aparentemente, todo estaba como siempre: el oscuro zaguán, los desvencijados buzones, la mayoría abiertos y sin tapas, las desconchadas paredes, y el hueco del ascensor sin ascensor, una obra que alguna ingenua reunión de vecinos había intentado llevar a cabo sin éxito.
Subió la escalera sin abandonar la sensación de desasosiego. Sería el mono que estaba comenzando a escarbar sus entrañas. Se tranquilizó pensando que pronto tendría aquello que necesitaba. Entonces llegó a la cuarta planta. La puerta del tugurio estaba entreabierta. La empujó despacio y enseguida oyó los gritos. Alguien estaba discutiendo con Charlie. No podía distinguir bien las palabras, “… Vas a pagar…” “Te lo juro…”, a El Gabacho le entró el pánico. Sin haber llegado a traspasar la puerta se dio media vuelta y salió pitando. “Una redada”, pensó. Tenía que salir de allí rápido. Ya sabía lo que eso significaba. ¿Cuántas veces lo habían pillado chutándose en pisos como aquel? El camello solía escapar a tiempo después de deshacerse de la droga, mientras que los yonquis, en su delirio, se quedaban a merced de la pasma. Esa era la razón por la que hacía tiempo que decidió no pincharse en otro sitio que no fuera un lugar seguro. No podía permitir que lo volvieran a coger. La última vez creyó que no salía vivo de la experiencia. Allí, entre rejas, el mono estaba asegurado. Y eso era lo peor que le podía pasar con diferencia.
Todo se había jodido. Por experiencia sabía que las desgracias no solían  venir solas. Después de atravesar corriendo la ronda de Torneo, a punto de ser atropellado, volvió por la Pasarela de la Cartuja para recorrer el camino inverso hasta el asentamiento bajo el puente de Chapina. A medida que se acercaba por el Jardín Americano, ya observó, a lo lejos, un centelleo azul característico. Eran las luces de los automóviles y motos de la policía local. Sólo podía significar una cosa: estaban desalojando las chabolas.
Su tienda corría peligro. Lo que faltaba.
Otra vez se dio a la fuga. No paró hasta llegar a un comercio de todo a cien donde un dependiente chino suministraba bebidas para el botellón nocturno. Con la recaudación del día, El Gabacho compró varias litronas y una botella de whisky. Todo el alcohol cayó esa noche. Eso le sirvió para ahuyentar, a duras penas, los efectos del síndrome de abstinencia que comenzaban a ser insoportables. Tirado en el interior de una sucursal del Banco de Andalucía, junto a dos sin techo como él, durmió anestesiado por la bebida. Fueron el temblor y los sudores fríos, provocados por la falta de droga, los que lo despertaron muy temprano. Lo primero que hizo al salir del cajero automático fue vomitar en la calle, justo cuando pasaba por delante una señora mayor con su carrito de la compra. Los insultos de la anciana, que se quejaba de las salpicaduras en los bajos de su carrito, parecía que iban dirigidos a otra persona. Él no prestaba atención a lo que ocu­rría en ese mundo. Su vida, a ras de suelo, se lo impedía. Ahora sólo tenía una idea en la cabeza: volver al piso de Charlie y conseguir su dosis diaria.

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Cómo conseguir el libro.

sábado, 11 de febrero de 2012

CINE EN DVD: MAX Y LOS CHATARREROS (Max et les Ferrailleurs de Claude Sautet, 1971)

El 22 de febrero es la fecha prevista del lanzamiento por la distribuidora Cameo Media de esta cinta de Claude Sautet en formato DVD. Desde luego, una suerte para los coleccionistas de las películas del buen cineasta francés, que se prodigó poco en su carrera como director (a penas una docena de largometrajes en casi cuarenta años), pero que sí estuvo presente en la autoría de muchos y muy buenos guiones.






















Después de una primera etapa dedicada a los policíacos más o menos convencionales (pero muy interesantes), Sautet dirigió una trilogía que le consagró como realizador. La formada por Las Cosas de la Vida, la cinta que nos atañe y Ella, yo y… el otro. Tres películas excelentes con la misma pareja protagonista en las dos primeras: Michel Piccoliy Romy Schneider (la actriz también participaría en la tercera).

Max y los chatarreros está basada en una novela de Claude Nerón y navega entre el drama y el polar (el género negro francés). Max (Piccoli) es un inspector de policía amargado y muy reservado que está desencantado con la justicia y tiene una obsesión: coger a los delincuentes en delito flagrante. Ha llegado a la conclusión de que esa es la única forma de evitar que los suelten por falta de pruebas. Para llevar acabo su sueño, decide provocarlo: se hace pasar por banquero y establece una relación con Lily (Schneider), una prostituta que a la sazón es la amante del jefe de una banda de delincuentes de poca monta. Las intenciones del inspector son incitar a la banda, a través de Lily, a que robe una sucursal bancaria. Un argumento interesante, con tensión creciente y sensación pesimista acerca de la resolución final que, no obstante, sorprende.

Sautet, aquí ya es un director maduro y personal. Vuelve al policíaco, pero lo hace con paso seguro, sabiendo lo que quiere y manejando la historia con el ritmo adecuado. El realizador galo —con buen criterio— deja que la cinta descanse en las escenas que se ruedan en el piso del policía cuando lo visita la fulana. De hecho, podemos decir que la película se divide en dos clases de secuencias: las que narran esta singular relación, y el resto.

Rodeados de unos secundarios de lujo (algunos de la troupe de Claude Chabrol), tanto Michel Piccoli como Romy Schneider bordan su actuación que resulta muy creíble. El primero es un agente de la ley, en apariencia imperturbable, con una idea fija en su cabeza y capaz de enviar a la cárcel a una pandilla de pobres delincuentes —que hasta caen bien por la pena que dan— con tal de salirse con la suya. Aunque el personaje está muy bien definido, da la sensación de que quedan muchas cosas por saber de él y, que en cualquier momento nos va a sorprender, como de hecho sucede.

Por su parte, Romy Schneider vive, a partir de estas experiencias con Sautet, un período dulce en su carrera, casi una segunda juventud, con interpretaciones sobresalientes como la de la prostituta Lily. Su belleza natural resalta más si cabe con esta película gracias a la estética oscura de la filmación, propia de un noir, y a la ropa que lleva: una gabardina negra, como de charol, que hace que destaque su rostro siempre muy bien maquillado.

Además de las secuencias protagonizadas por la pareja (no perderse la sesión de fotos en la bañera), nos gustaría recomendar las escenas relativas a las descripciones de la penosa banda. En ellas, Sautet rueda con teleobjetivo mientras suena la voz en off del comisario. La cámara va pasando de uno en uno por todos los miembros del grupo que, con sus gestos y con lo que están haciendo en ese momento, describen perfectamente su personalidad. Y luego viene lo mejor: la parte de Romy Schneider.








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