Merche se plantó, con la poca
decisión que le quedaba, delante de la mesa de Cecilia. Pronto se dio cuenta
que de cerca era más desagradable todavía. El vestido, de color gris oscuro,
casi negro, no conseguía disimular su deformado aspecto por ser demasiado
ajustado para una embarazada. El joven, a quien instantes antes Cecilia había
reprendido, se alejaba cabizbajo como si le pesara la Nikon con teleobjetivo
que llevaba colgada del cuello.
—¿Y usted qué quiere? —dijo
Cecilia todavía fuera de sí, mirando con cara de pocos amigos a Merche.
—Yo... Tenía una entrevista
de trabajo… —contestó Merche con poca convicción, dispuesta a marcharse en
cuanto Cecilia se lo insinuara.
—Ah, es usted. Llega tarde.
Siéntese. —Cecilia hablaba como si estuviera dictando un telegrama.
Rebuscó entre sus papeles y
extrajo de una bandeja el currículum de Merche. Leyó algo en él.
—Su nombre es Mercedes
Vallés, ¿no es así?
—Sí. —Merche dejó el bolso
encima de la mesa mientras se mantenía erguida en la silla giratoria; respiró
hondo e intentó sonreír sin mucho éxito—. Aunque todos me llaman Merche y
prefiero utilizar el apellido de mi madre: Emanuele.
—Vale, Mercedes Vallés.
—Cecilia no podía ser más cortante. Merche seguía sintiendo la borrasca en su
horizonte particular.
—He podido leer sus datos
con detenimiento y veo que su expediente académico no es demasiado brillante.
Merche comenzó a recoger: se
colgó nuevamente el bolso del hombro. No podía soportar más esa situación: un
acoso sexual nada más llegar, seguido de un juicio sumarísimo a su persona a
cargo de una especie de bruja gótica salida de una película de Tim Burton.
—Sin embargo, me gusta su
experiencia y su carácter emprendedor. —Cecilia golpeaba el currículum de
Merche con el dedo índice, en el lugar donde aparecía la información—. Al menos
eso se desprende de su intento de llevar adelante una revista de actualidad
política.
Merche sintió que el tiempo
mejoraba. No obstante, dado el éxito anterior, prefirió callarse.
—No me gusta perder el
tiempo así que vamos a lo que interesa —continuó Cecilia—. Le vamos a hacer un contrato temporal de un
mes; como prueba. Si nos convence, si me
convence, seguirá con nosotros.
La joven transformó su gesto
sombrío en uno luminoso. Estaba abrumada. Contenta. A punto de saltar de
alegría. Por fin se despejaba el día.
—No sé qué decir…
—No diga nada y preste
atención: Va a pertenecer a Local y Regional, es decir, dependerá de mí
personalmente. —Merche seguía eufórica, pero en silencio, sólo la delataban sus
ojos café con leche que centelleaban al ritmo de su corazón.
—Su trabajó será
principalmente de campo. Consistirá en atender, in situ, las noticias locales
que vayan surgiendo y hacerse cargo de los reportajes para incluirlos en la
sección. Saldrá siempre con alguien de Medios Gráficos. Los detalles internos
los aprenderá sobre la marcha. Pregunte a sus compañeros cómo funciona la red
local, cómo es el proceso de maquetación, etc. Empezará mañana mismo. Su mesa
de trabajo es esta de al lado. —Cecilia seguía disparando palabras, mientras
señalaba, sin mirar, a una mesa contigua con un ordenador y una bandeja como la
suya, pero vacía—. ¿Está claro?
—Gracias… Yo…—Merche no era
capaz de expresar lo que sentía, después del terrible día que llevaba. Le
entraron de nuevo ganas de llorar.
—Si no tiene ninguna duda,
lo mejor es que vayamos a ver al jefe ahora mismo. Así mañana no tendrá que
presentarse a nadie y podrá comenzar con su trabajo.
—Creo que no va a hacer
falta. Ya he hablado con él.
—¿Conoce a Roberto?
—¿Roberto? No. Me dijo que
se llamaba Jaime. Que era el dueño de la empresa o algo así.
—¿Jaime Morales?
—Sí.
—Ese no es dueño de nada. Es
un gilipollas.
—Pues yo creía…
—Es el hijo de Don Juan, el
presidente del Grupo Sincera, pero ni pincha ni corta. Su padre lo mantiene a
raya.
Cecilia se acercó algo más a
Merche para tutearla; por fin.
—Ten cuidado con él. No le
consientas lo más mínimo. Se cree un playboy, pero no es más que un jodido
niñato.
—Pero trabaja aquí ¿no?
—Sí. Lleva Internacional.
Bueno, realmente lo único que hace es joder al personal. Es un parásito que si
por mí fuera ya estaría de patitas en la calle. Pero supongo que Roberto no se
lo podrá permitir.
—Entiendo…
Tras un silencio, que ambas
utilizaron para reflexionar sobre la conveniencia o no de echar a Jaime a la
calle y enfrentarse a su padre, Cecilia se levantó de la mesa e hizo un ademán
a Merche para que la siguiera.
—Venga, vamos a ver a
Roberto.
Hacía mucho tiempo que no
sufría ese malestar; aunque le era familiar, terriblemente familiar. Los
calambres ya habían hecho su aparición y las oleadas de calor iban seguidas de
otras de frío. La fiebre, y los dolores óseos y musculares, casi no le
permitían andar. Y luego estaba esa horrible migraña. El Gabacho se sentía morir mientras se arrastraba a duras penas por
la calle Baños. La acera era demasiado estrecha para el zigzag cansino que
llevaba. No podía seguir con su punto de vista a ras de suelo, tenía que
elevarlo si no quería ser atropellado. Además, el tráfico intenso colapsaba la
calzada; una de las más usadas por ser la puerta de entrada a la plaza del
Duque y a la zona comercial del centro.
Mientras atravesaba la glorieta
de la Gavidia, intentaba averiguar qué es lo que pudo haber pasado el día
anterior en el piso de Charlie. Su
cerebro apenas le dejaba pensar, pero recordaba las voces que oyó al fondo del
pasillo y la ausencia de gente en las inmediaciones. Era muy extraño: ninguno
de los clientes habituales de Charlie
andaban por allí cuando él llegó. Seguramente se trataba de una redada; pero
tampoco había ningún vehículo de la policía. De todas formas, no tenía más
remedio que volver allí si quería acabar con las taquicardias y el mal cuerpo
en general. No era la primera vez que pasaba por la misma, o parecida,
situación. Cuando las cosas se calmaban con la policía, solía regresar al lugar
donde el camello de turno fue visto por última vez. O era él el que
suministraba la droga de nuevo, o tenía algún correo que avisaba del siguiente
punto de reunión a todos los consumidores que se acercaban por allí.
Al doblar la esquina de la
plaza de la Concordia con Jesús del Gran Poder, El Gabacho se tropezó con una pareja de novios que iba con bolsas
de El Corte Inglés. El centro comercial ya ofrecía sus galas para las fiestas
navideñas y la plaza del Duque hervía de gente después de un largo puente sin
apenas actividad. Sus puestos callejeros impedían ver la estatua de Velázquez
y formaban una especie de zoco que contrastaba con el edificio principal de los
grandes almacenes.
Los jóvenes increparon al
yonqui que siguió dando tumbos sin prestarles atención. A duras penas, después
de abandonar San Miguel, se adentró en la calle Trajano. Pasado el hotel
Venecia ya podía divisar si existía algún movimiento sospechoso en las proximidades
del piso franco. Todo permanecía tranquilo.
Sin pensar mucho en las
consecuencias de su acción, traspasó el portal y el zaguán para comenzar a
subir las escaleras. A El Gabacho le
costaba respirar después de superar el primer tramo. Sentía como si la altura
de los peldaños hubiera crecido desde el último día, mientras que la huella
parecía más corta. A medida que le faltaba el aire, su esquelético cuerpo se
mostraba cada vez más pesado. Casi sin aliento, llegó al cuarto piso. Igual que
la noche anterior la puerta estaba entreabierta. Le entró pánico, pero la
esperanza de que terminaran los temblores, y la ansiedad que le producía la
arritmia de su corazón, lo empujaron dentro.
No había más luz que la procedente
de la planta baja. El sombrío pasillo, sin más adorno que un cuadro torcido
donde una perdiz descolorida parecía a punto de perder el equilibrio, lo guiaba
hacia una lúgubre habitación sin muebles. En las paredes sólo habitaba la
tristeza y la falta de pintura. En el suelo, se desparramaban dos viejos colchones
sin bastas manchados de sudor y otros fluidos corporales. Estaban pegados a las
paredes, uno enfrente de otro. Mientras El
Gabacho atravesaba el estrecho espacio que dejaban los jergones, iba recordando
algún pico ocasional que se metió tumbado en aquella deprimente estancia.
Sus pasos lo condujeron a
otro pequeño cuarto. A estas alturas la luz era tan escasa que El Gabacho no veía por donde pisaba. A
tientas, atravesó el vano de la puerta. Después de dar dos pasos sobre el sucio
terrazo, tropezó con algo que no debía estar allí. Buscó la ventana y descorrió
la manta que hacía las veces de cortina. La luz atravesó la sala; sólo entonces
pudo ver el cuerpo sin vida de Charlie.