No creemos que
la reciente película de uno de los grandes directores ––casi una leyenda, el
viejo Martin Scorsese–– sea el epitafio a una larga y exitosa
carrera, pero sí se parece mucho a una despedida. Quizás no a la suya, sino a
una manera de hacer cine. Me explico:
Scorsese elige una
cinta del género que mejor domina, el de gangsters, para dar el salto a,
quién sabe, el nuevo cine que viene ––que ya está aquí–– y el adiós al más que
centenario que se va, y lo hace con la trama adecuada: con un argumento
crepuscular basado en hechos reales que adaptan la novela de Charles Brandt. Para
tal evento, el realizador se rodea de sus actores fetiche, con los que le han
acompañado en este recorrido como si fuera un homenaje a todos ellos; ya
saben, De Niro, Keitel, Pesci… Me imagino que habrá sido un proyecto irresistible
para un cinéfilo como él.
Una producción
que, ya es hora de decirlo, no nos satisface del todo. En primer lugar, por la
excesiva duración. Tres horas y media ––dicen que el metraje original era de ¡más
de cuatro horas!— es demasiado para cualquier espectador, aunque sea uno
sentado en el sofá de su casa con la oportunidad de hacer un par de pases. Y aquí
viene el segundo de los problemas: la película ha sido financiada, producida y
distribuida por una plataforma televisiva. El sempiterno enemigo del cine al
final se lo ha comido, podría ser el comentario de algún alarmista apocalíptico,
al que no le faltaría algo de razón. Está claro que los que amamos el cine nos
tendremos que acostumbrar a verlo desde distintas plataformas. Lo haremos. De
hecho, ya lo hacemos.
Lo que será más
difícil de tragar, es la progresiva sustitución de algunos de los elementos que
configuran el cine desde que nació. Uno de ellos tan importante como es el de
la interpretación. En El irlandés asistimos al rejuvenecimiento de
los personajes gracias a los efectos digitales. Algo que ya se viene haciendo
desde El curioso caso de Benjamín Button, pero nunca con tanta
repercusión en trama y metraje. En la cinta que nos atañe, en más de dos
terceras partes del filme (que ya es decir, debido a la duración) el protagonista
parece más un avatar que otra cosa. Hasta Scorsese ha reconocido que dichos
avances tecnológicos harán desaparecer el maquillaje. Se ha quedado corto. Qué
quieren que les diga: nos chirría tanto el truco que perdemos hasta el hilo de
la historia preguntándonos cuánto faltará para prescindir completamente de los
actores.
No obstante, 210
minutos dan para mucho, hasta para brillantes secuencias, para detalles del
buen realizador que es Martin Scorsese. Los hay a lo largo del metraje, lo que
en parte compensa aguantar hasta el final. Destacamos dos aspectos muy
relacionados entre sí, que de alguna manera representan una novedad: el extremado
realismo en las escenas de los asesinatos, que Scorsese presenta con toda su
crudeza, sobriedad e inmediatez para provocar un efecto de rechazo en el espectador.
El mismo, y aquí viene el segundo elemento, que el distanciamiento de la hija
del irlandés. El punto de vista de la pequeña a lo largo de la historia
es el de la sociedad misma, que lejos de engrandecer la figura del héroe de la
cinta, lo que hace es ponerlo en el lugar que le corresponde. Algo parecido a
lo que Hawks hizo al final de Scarface con aquel mensaje que
alertaba a la audiencia para que nadie viera en el personaje un ejemplo a
seguir.
Antes de
finalizar (vale, Martin, todos nos pasamos de tiempo), habría que comentar la
interpretación de Robert De Niro. El actor, prisionero de él mismo en las
últimas décadas, con trabajos que rozaban la sobreactuación al repetir una y
otra vez el mismo registro, ya sea en parodias o en dramas, aquí, sin embargo,
presenta un trabajo contenido en la línea de aquel lejano de la excelente El
Padrino II. Bien por De Niro. Una actuación más que digna…
Pero de quién: ¿de Robert De Niro, o de su avatar?