El
caso de Joseph Losey no es único en la historia del cine, pero si el más representativo
del director americano exiliado voluntariamente o a la fuerza y que triunfa
lejos de su país. Y es que Losey, tras ser una de las numerosas víctimas de
la tristemente famosa represión del maccarthysmo y su caza de brujas, se
refugió en Gran Bretaña donde realizó la mejor y mayor parte de su obra.
Entre
una etapa y otra, el director estadounidense dirigió dos cintas de parecida
temática. La lucha generacional más la denuncia de la corrupción en las altas esferas
del poder eran los espinosos asuntos que abordaban ambas películas, siempre
cercanas a la realidad coyuntural de la posguerra, y venenosas de cara al HUAC
(Comité de Actividades Antiamericanas).
La
primera de ellas, La gran noche, es un drama de tintes negros
donde el hijo del propietario de un bar quiere vengar a su padre, brutalmente
golpeado por un magnate mafioso. La cinta adapta la novela de Stanley Ellin para
rozar el thriller, pero se detiene con buen criterio en la postura
crítica antes aludida. También se puede apreciar algunos de los asuntos que le
interesan a Losey, como el dominio de un ser sobre otro y, por extensión, el
enfrentamiento entre clases sociales.
Es
verdad que el filme adolece de alguna falta de estructura narrativa y de
evidentes fallos de producción, sin embargo, no carece de atractivo si tenemos
en cuenta la perspectiva que proporciona una carrera tan larga y excelente como
la de Losey. Digamos, que es casi un borrador de lo que iba a ser el cineasta en
cuanto dispusiera del control de todos los elementos de producción ⸺lo que hoy
se llama cine de autor⸺, y de la independencia de la que disfrutó en su exilio forzoso
en Gran Bretaña.
En
La gran noche, destaca la estética de cine negro y el
protagonismo de John Drew Barrymore, enésimo actor de una de las más
importantes familias de la profesión (así, a bote pronto: Ethel Barrymore,
Lyonel Barrymore, John Barrymore padre y Drew Barrymore, hija del actor que nos
atañe; seguro que me faltan algunos más…). Al parecer, el FBI, que ya andaba
detrás de Losey, pagó una buena suma de dinero a Barrymore para espiar al
director, aprovechando que ambos se hicieron muy buenos amigos. Una vez en su
exilio, Losey habló con el joven actor y este le confesó, arrepentido, su traición.
El realizador lo perdonó, pero a cambio le propuso gastarse juntos el dinero
del FBI en comidas y cenas de lujo. Barrymore aceptó con gusto.
Time
Without Pity (1956)
Debido a la citada persecución, La gran noche
fue la última película que Losey pudo firmar con su verdadera identidad antes
de cruzar el charco. Una vez en Gran Bretaña,
la primera vez que pudo volver a ver su nombre y apellidos en los créditos de
un largometraje fue con Time Without Pity. Se puede decir que fue
el primer filme importante del periodo inglés de Losey, justo antes de su
despegue como realizador del free cinema, movimiento perteneciente a las
nuevas olas que sacudían el panorama cinematográfico europeo.
La cinta recupera el tema
de la lucha generacional de La gran noche, pero ahora es el padre,
un alcohólico, el que se desvive por proteger al hijo acusado de asesinato. Si
en veinticuatro horas no demuestra que es inocente, el joven será ejecutado. De
nuevo, como en aquella película, Losey enmarca la acción en el corto período de
tiempo de un día; y nos avisa de lo que falta incluyendo con habilidad relojes en varios planos.
Michael Redgrave, magnífico
como padre bebedor, se arrastra entre los miembros de la familia del magnate que
acogió a su hijo para intentar descubrir la verdad. Losey retrata al millonario
como el ser despreciable que es, con una sed de poder desmedida y ataques
violentos. El dibujo intencionadamente distorsionado de las altas esferas refuerza
la denuncia.
Aún más claramente que en La
gran noche, en Time Without Pity se pueden observar
algunas de las obsesiones particulares de Losey. Así, el sacrifico de los
protagonistas, casi un vía crucis; el uso de los espejos, donde ya se adivina
el interés por el doble; y el ambiente opresivo que el poder establecido causa sobre
el ciudadano de a pie.
Aunque la película es un
claro alegato contra la pena de muerte, alguno podrá decir ––con razón–– que la
trama es una metáfora soterrada de la situación particular que atravesaba el
director en aquel momento. De esta forma, la desesperación del padre por
demostrar la inocencia de su hijo sería un reflejo de la injusticia que cometió
el gobierno de los Estados Unidos contra el propio Losey.
Si se acuerdan cuando
iniciamos esta sección “dos por uno”, una de las condiciones que establecíamos,
además de comentar dos películas del mismo director, a ser posible no demasiado
conocidas, era que las cintas tuvieran elementos en común y que fueran más o
menos consecutivas, como si estuvieran incluidas en un programa doble. Pues
bien, hoy nos saltamos esta limitación, ya que entre los dos largometrajes
seleccionados hay bastante tiempo, y lo hacemos por un doble motivo: porque el
autor, Jack Clayton, fue un cineasta que se prodigó más en la producción que en
la dirección (solo siete películas en toda su carrera), y porque el tema de fondo
de ambos filmes es el mismo: la soledad.
Así, Siempre estoy
sola, es una película basada en la novela “The Pumpkin Eater”, de Penélope
Mortimer, que narra los problemas matrimoniales entre Jo (Anne Bancroft) y Jake
(Peter Finch), causados por la obsesión de Jo por tener más descendencia, por
la negativa de él, que antepone su trabajo y, finalmente, por las infidelidades
de Jake.
El largometraje no se limita a
mostrarnos el conflicto de la pareja, sino que ahonda en los sentimientos y las
contradicciones del personaje interpretado por la gran actriz Anne Bancroft, en
uno de sus mejores papeles para la gran pantalla (fue nominada al Óscar y se
llevó el Globo de Oro, entre otros galardones). El título en español es
bastante significativo de los temores a los que se enfrenta Jo, que ve cómo se
precipita hacia su tercer matrimonio fracasado, y hacia la locura.
El realismo del filme justifica
su inclusión dentro del movimiento free cinema, en el que muchos
críticos han encuadrado a Jack Clayton, seguramente debido más a su primera
película, Un lugar en la cumbre (Room at the Top, 1958), que
al resto.
La cinta destaca sobre
todo por el buen trío de actores, los dos comentados en la sinopsis y el tercero
en discordia, James Mason, que actúa como desencadenante de la crisis al ser el
marido de la amante de Jake. A pesar de los pocos minutos que Clayton le
concede a Mason, su interpretación se encuentra a la altura de siempre, e
incluso robando las escenas en las que sale, tanto a Anne Bancroft como a Peter
Finch.
La solitaria pasión de Judith Hearne (The Lonely Passion of Judith Hearne, 1987)
Con más de veinte años
entre una y otra película, Jack Clayton vuelve al mismo tema con igual
maestría, aunque ahora desde el punto de vista de una mujer en la tercera edad
casi resignada a no compartir su vida con otra persona. Se trata del proyecto
que a la postre será el canto de cisne del realizador británico, su última cinta
para la gran pantalla.
La solitaria pasión
de Judith Hearne se basa en la célebre novela “Judith Hearne” del escritor
irlandés Brian Moore. Ambientada en el Dublín de los años cincuenta, narra el
fallido romance de una solterona, la mujer del título, que ansía contraer
matrimonio con el hermano de su casera. Una relación que nace viciada, pues el
hombre, algo más joven que Judith, solo busca el dinero de ella para crear un
negocio. De nuevo el fantasma de la soledad ronda por la mente de Judith, que
aplaca sus temores con el alcohol.
Jack Clayton no fue el primero
que intentó llevar la novela al cine, varias producciones anteriores, más
cercanas en el tiempo al libro, finalmente no cuajaron. Así, John Huston, Irvin
Keshner y otros directores quisieron adaptar la obra, pero tuvieron que
desistir debido, sobre todo, a problemas en la financiación. Cuando el
realizador británico por fin se hizo con el proyecto, ya habían pasado más de
tres décadas desde que la novela fue escrita.
No obstante, Clayton logró
––al final de su carrera–– una de sus mejores películas, y otra vez gracias a
la brillante interpretación de los dos personajes principales: Maggie Smith (el
centro de la trama, gran actriz que ya tuvo un papel secundario en Siempre estoy sola) y Bob Hoskins, también genial. Una cinta que se podría
catalogar de claustrofóbica por el ambiente de la pensión, contaminado por la
peor condición del ser humano, donde inquilinos y dueños son a cada cual más
repulsivos.
Entorno insano, pues, para
un drama realista, con un realizador experimentado al frente de un duelo de actores
en su mejor etapa, la madura.
Han pasado casi diez
años desde que se anunciase la adaptación a la gran pantalla de “Chesil Beach”,
la premiada novela de Ian McEwan. Después de numerosos retrasos, de directores
que abandonaron el proyecto antes de que este arrancase, y de productores que
retiraron el dinero por diversos motivos, después de tanto tiempo, por fin
hemos podido ver la esperada cinta. Dirigida por Dominic Cooke ––su primer
largometraje–– y protagonizada por una de las actrices de moda, Saoirse Ronan. La
película no acaba de ser redonda del todo, pero contiene algunos aspectos interesantes
que vamos a analizar.
La trama de En la
playa de Chesil en un principio es bastante simple: una noche de bodas
fallida da al traste con la prometedora relación entre Edward (Billy Howle) y
Florence (Saoirse Ronan). De una premisa tan sencilla, McEwan desarrolla una
historia tan compleja como complejo es el ser humano. Y no solo por el hecho de
la dificultad intrínseca que habita en toda relación de pareja, sino por la
influencia de terceros, del contexto social, de la educación recibida y de la
lucha generacional.
La historia
ambientada al principio de los años sesenta, navega por ese mar de dudas que
distinguió a los jóvenes nacidos durante la Segunda Guerra Mundial. La nula
educación sexual de los protagonistas se une al enrarecido ambiente familiar
causado por la diferencia de clases. Florence, la hija mayor de un acomodado
empresario, aspira a concertista mientras que Edward, de familia obrera, se
somete a trabajar en la fábrica de su suegro. Prejuicios sociales, diferentes
ambiciones ––o la carencia de ellas––, insalvable distancia generacional entre
padres e hijos, incertidumbre relacionada con el contexto de una guerra fría en
pleno auge, son algunos de los elementos apuntados por el novelista Ian McEwan,
a la sazón guionista de la película. El escritor de Expiación (adaptada al
cine en 2007 por Joe Wright, con bastante más brillantez, y también con la presencia
de Saoirse Ronan en el reparto), veterano, pues, en estas lides, contrasta con la
inexperiencia del director, Dominic Cooke, que, no obstante, sale bien parado
en la conducción de una película nada fácil de gestionar.
Parte del éxito
de Cooke descansa en el excelente trabajo de Saoirse Ronan. Actriz que suma una
buena actuación más a su dilatada carrera, con tres nominaciones a los Óscar
cuando apenas cuenta con veinticinco años. Es cierto que no suele apartarse de su
registro más característico, el de joven díscola, pero contenida en su
actuación. El que le vimos cuando encarnaba a la niña que provocaba el drama en
la citada Expiación; el de la adolescente protagonista de, quizás su
mejor interpretación hasta el momento, Lady Bird (Greta Gerwick, 2017); o,
ahora, el de la líder de un cuarteto de cuerda, que, sin embargo, se muestra insegura,
por momentos aterrorizada, frente al sexo.
Buena, por
tanto, la dirección de actores de Dominic Cooke, que, si bien se estrena en la realización,
no es ni mucho menos ajeno al mundo del espectáculo. Director de teatro
consagrado (nada menos que miembro de la Orden del Imperio Británico) se nota
su paso por las tablas en la puesta en escena de En la playa de Chesil. Aunque
la propia trama pide una película intimista, el intento de “airear” la
narración por parte de Cooke no funciona mal: en primer lugar, utiliza el recurso
del flashback para ir desgranando
poco a poco los motivos por los cuales la pareja fracasa en el primer día de su
flamante boda. En segundo lugar, se adapta muy bien al formato panorámico tanto
en las tomas interiores, como en las exteriores. Además, se apoya en la música
de forma más que adecuada: clásica, cuando se trata de describir aspectos de la
vida de Florence, y moderna, cuando la imagen se centra en Edward, en su
transitar por una vida sin aspiraciones. Un personaje, este, que encajaría perfectamente
en cualquier película del Free Cinema;
aquel movimiento cinematográfico británico de los años sesenta que tan memorables
filmes dejó.
Pero, sin duda, lo mejor del largometraje, es la secuencia que
transcurre en la playa del título. Una escena simbólica que resume toda la
trama. Es la metáfora que refleja las dificultades por las que atraviesa la
pareja, y el intento fallido por superar la crisis. La playa desierta, sin
arena, solo de piedras, por donde camina Florence con dificultad, y la barca
varada en el pedrisco, donde ella se sienta, no auguran nada bueno. Una
singladura que no arranca; un problema que se presenta desmedido, sin solución,
o al menos sin que Edward se sienta capaz de resolverlo cuando, en uno de los
mejores planos de la cinta, se desespera insignificante ante el inmenso piélago
azul que es la mar.
Regresamos
de nuevo a la sección oficial y como no hay dos sin tres, después de El Gran Cuaderno e In Bloom, volvemos a otra cinta rodada bajo el punto de vista de unos
niños, algo que parece ser la especialidad de este año en el festival de cine
europeo de Sevilla.
Con The
Selfish Giant, la directora británica Clio Barnard presenta a concurso el primer largometraje de ficción después de su incursión por el corto y el
documental. El guión escrito por la propia cineasta relata la vida de dos
amigos, Arbor y Swifty, muy contrastados (el primero nervioso, delgado, interesado
en ganar dinero como sea; el segundo más pausado, gordito, amante de los caballos)
que viven en los suburbios de una gran ciudad, en el seno de dos familias rotas
por la miseria y las drogas. Arbor es el único que no se mete con Swifty,
objeto de las burlas en el colegio; mientras Swifty es el único amigo de Arbor,
un niño problemático con tratamiento por hiperactividad. Ambos se saltan
las clases en cuanto pueden para ir a recoger chatarra (otro tema recurrente en el festival). Arbor se somete a la explotación de
Kitty, mafioso propietario de un desguace, y no duda en robar cables de cobre
para conseguir unas libras de la forma más rápida posible; rápida, sí, pero
peligrosa por el alto voltaje de los conductores; Swifty, mientras
tanto, sigue a Arbor en sus actividades delictivas, en parte para disfrutar de
los paseos en los caballos de Kitty.
Cine
social, muy del estilo de las islas, descubierto por los jóvenes del Free Cinema y continuado por los Loach, Leigh,
Frears o Winterbottom. De hecho, esta historia de malos estudiantes amantes de
los animales la han comparado en Inglaterra con aquella maravilla que fue Kes
(Ken Loach, 1970), el filme que dio el pistoletazo de salida al nuevo cine
social británico. Allí, el joven cuyo nombre daba título a la película era un
amante de la cetrería; aquí, Swifty sueña con participar como jinete en las carreras que organiza Kitty destinadas a las apuestas ilegales.
Las
comparaciones entre ambas cintas se acaban en la superficie de la trama, en la
denuncia social, porque el desarrollo de la historia y el aspecto formal son
bastante diferentes. Ambos se deben a que The Selfish Giant se narra bajo el
punto de vista de Arbor y no de Swifty. La realizadora rueda con una cámara nerviosa
la mayor parte del metraje, todo el que se desarrolla cuando Arbor se encuentra
presente y dirige la acción. La hiperactividad del niño se ve reflejada, no
tanto en el movimiento del objetivo como en el rápido montaje que provoca la
falsa sensación de que lo que se mueve es la cámara. Sólo en planos de transición
o en aquellos protagonizados por Swifty, Clio Barnard se permite alguna
licencia para la fotografía o el encuadre fijo: planos de gran belleza, presididos
la mayoría por una niebla permanente desde la que se adivinan amenazadoras chimeneas
que recuerdan el peligro al que se enfrentan los dos amigos.
Película
dura, comprometida con la realidad social de los suburbios, nacida de la
experiencia de la propia directora cuando rodaba en Bradford su anterior trabajo,
un documental sobre la vida del dramaturgo Andrea Dunbar. Mientras filmaba The
Arbor (2010), que así se llamó finalmente el filme, Clio Barnard observó
a dos muchachos que vivían de la recogida de chatarra...
Sin Rey y sin Patria, Joseph Losey, exiliado en el Reino Unido, perseguido por el HUAC (Comité de Actividades Antiamericanas), acomete una de sus obras más importantes. Adapta la obra de teatro “Hump” de John Wilson y la convierte en un grito contra lo absurdo de la Guerra. La cinta es tan cruda que no deja ningún atisbo de duda acerca de la intención del director. Losey, desde su situación personal, no teme la censura y, como el más británico de los directores americanos, se refugia en el Free Cinema para expresar su pesimismo. Su decisión es acertada si tenemos en cuenta que el flamante movimiento fue impulsado por la generación que sufrió la guerra y vive desconcertada; o la que nació a su sombra, sin ningún ideal al que agarrarse.
El realizador estadounidense elige, para su denuncia directa, el drama de un desertor de la Primera Guerra Mundial que es sometido a un consejo de guerra. El soldado realmente no ha traicionado a su Patria, sólo "ha dado un paseo" después de un mal trago en la batalla; sin embargo, para el ejército, su trastorno pasajero es técnicamente una deserción. Con la pena de muerte planeando sobre su la celda improvisada, el militar se aferra a la vida -una mísera existencia- y confía en el oficial que le han asignado para defenderle. Pero el letrado no alberga esperanza alguna; ni Losey tampoco.
Sólo hay que mirar el escenario elegido: trincheras escavadas en vano por culpa de una tierra nada firme, donde sólo se asienta la podredumbre; donde la lluvia que no cesa alimenta un barro infinito que cubre todo de mugre y engulle por igual a los cadáveres hinchados de los combatientes y a los animales de carga. Para Joseph Losey, es la propia conciencia humana la que nutre de fango este lodazal; un limo que todo lo contamina -incluyendo, literalmente, la sentencia del consejo de guerra- que hace inútil el intento del asistente por limpiar las botas del coronel; y que convierte los impactos de los proyectiles de gran calibre en piscinas de arenas movedizas.
El director no se conforma con este decorado expresionista, también busca que la propia trama sea impactante, que el espectador no olvide nunca el objetivo final del largometraje. Para ello alterna la historia convencional, la que se puede encuadrar en el subgénero de juicios dentro del cine bélico, con otra paródica que subvierte el drama principal intencionadamente: los compañeros del desertor buscan una rata que ha mordido la oreja de uno de ellos mientras dormía. El juicio del asqueroso roedor y su linchamiento coincide en el tiempo con el que se celebra en el derruido cuartel general. Metáfora e historia discurren simultáneamente y llegan a confundirse cuando la sentencia es firme y los compañeros juegan con el reo a la gallina ciega.
En King & Country destacan la fotografía en blanco y negro y el casting. Aquí se encuentran algunos de los intérpretes más característicos de la nueva ola inglesa: Dirk Bogarde, en el papel del abogado defensor, y Tom Courtenay que da vida a Hump, el cabo desertor. Un personaje que bien podría ser antepasado de otro de similar corte e interpretado por el mismo actor: el inadaptado Colin Smith de La Soledad del Corredor de Fondo (The Loneliness of The Long Distance Runner de Tony Richardson, 1962). El resto del elenco cumple a la perfección su cometido de estirados y falsos militares que buscan no implicarse demasiado en el caso mientras sobreviven a la contienda. Todo sea por el Rey y la Patria.
Acudimos de nuevo a nuestra sala preferida para compartir con nuestros lectores el análisis de una secuencia, esta vez perteneciente a la excelente película de Karel Reisz, Sábado Noche, Domingo Mañana, a su vez representativa de uno de los movimientos cinematográficos más influyentes de la historia: El Free Cinema.
Contemporáneo de otras nueva olas que surgieron a finales de la década de los cincuenta, el Free Cinema nació como parte de un todo artístico que quería plasmar la realidad social a través de sus distintas formas de expresión. Junto a Karel Reisz -uno de los directores comprometidos con dicha corriente-, Tony Richardson, Jack Clayton, John Schlesinger y Lindsay Anderson -entre otros- consiguieron darle la vuelta a todo el sistema de producción del Reino Unido con sus películas independientes; ellos apostaron por un cine joven y fresco mientras el resto del panorama cinematográfico anglosajón se hundía en una crisis sin precedentes.
Lo realmente novedoso de filmes como Saturday Night and Sunday Morning, es la cercanía de los personajes. Los “héroes” dejan de ser distantes para el público; el espectador se identifica con ellos y la sensación de que cualquiera podría ser el protagonista de la historia se convierte en el mayor atractivo de la cinta. En el arranque de Sábado Noche…, Karel Reisz presenta a Arthur, un vulgar obrero de una de las muchas fábricas que pueblan las ciudades industriales británicas. Sus pensamientos resuenan en los créditos, y no pueden ser más directos: alejados de toda intelectualidad, y sumergidos en la dura realidad, expresan los deseos de aguantar la semana como se pueda, trabajando lo mínimo admisible, para luego gastarse la paga el sábado, cogerse la borrachera de turno y acostarse con chicas ocasionales que no supongan ninguna responsabilidad añadida.
Sólo las ideas aparentan progresismo cuando Arthur critica la explotación de la clase obrera, o la urbanización arrolladora, alienante y especulativa. Pero es una ideología falsa. Son creencias que finalmente no cuajan debido a la propia crispación del personaje que no piensa mover un dedo para luchar por ellas. Prefiere vivir lo mejor posible y aprovecharse de la situación al menor descuido de la sociedad en la que le ha tocado vivir.
Los decorados realistas por donde transitan los personajes son siempre los mismos: los suburbios de la ciudad y sus alrededores; las ruidosas tabernas donde el sudor se mezcla con la cerveza negra y la risa se convierte en amargura; y las diminutas habitaciones de unos adosados que, a modo de nichos, circunvalan a las humeantes chimeneas de las fábricas, primas hermanas de las que emergen de los crematorios.
La cámara que acompaña a la trama, se vuelve inquieta de forma progresiva y se rebela como hacen los personajes. Los encuadres fijos dan paso a angulaciones extrañas y a seguimientos de la acción con "cámara al hombro". La crispación transforma el objetivo; y la fotografía se torna en obscura a medida que lo hace la narrativa a la que adorna.
Para asociar el protagonista desencantado con un rostro de joven duro e inconformista nada mejor que acudir a Albert Finney. Eso debió pensar Karel Reisz con muy buen criterio. El impagable actor ya pertenece a la talentosa serie de profesionales que interpretaron a los personajes del Free Cinema; junto a él, Tom Courtenay, Alan Bates, Laurence Harvey o Richard Burton, este último protagonista de Mirando hacia atrás con ira (Look Back in Anger, Tony Richardson, 1958), la cinta de la que se ha extraído el calificativo de “jóvenes airados” para nombrar a los personajes e intérpretes de dicho movimiento.
Una tendencia cinematográfica tan importante que ha evolucionado hacia el cine de directores como, por ejemplo, Ken Loach o Michael Winterbotton; y que ha provocado la aparición del típico realizador británico “dual”: aquél que hace películas de índole comercial en Estados Unidos y personales, de temática social, en su país (Neil Jordan, Stephen Frears, el propio Schlesinger, etc.).
La influencia del Free Cinema es tan extensa, en el tiempo y en las distintas formas de expresión, que grupos de rock actuales como Los Artic Monkeys deben el título de su primer álbum, “Whatever People Say I Am, That's What I'm Not”, a una de las frases del guión de una célebre película: Sábado Noche, Domingo Mañana.
Vayamos ya a la secuencia a analizar. Se trata de una escena de la segunda mitad de la película: Arthur (Albert Finney) tiene una cita con Brenda (Rachel Roberts). Los dos amantes se reúnen para tratar del embarazo no deseado de ella, fruto de la relación adúltera que ambos profesan (Brenda está casada con otro obrero al que Arthur detesta).
La secuencia arranca con la llegada de Brenda a lo que parece un mirador. En el plano justo anterior al comienzo de la escena (fotogramas que no he podido incluir) se ve como Brenda sube una empinada cuesta para llegar al lugar de la cita. Reisz anuncia, con esa toma, la pesada carga que lleva la mujer, y lo difícil que le va a resultar solventar la situación, sobre todo teniendo en cuenta el carácter egocéntrico de su amante.
A partir de aquí, la secuencia se estructura en dos partes muy diferenciadas: en la primera, la pareja dialoga apoyada en la barandilla de la terraza. Destaca el "paisaje" (aludido de forma irónica por Arthur) que se divisa desde el mirador: una panorámica de la ciudad cubierta de una pesada niebla, presidida por las chimeneas de una fábrica pestilente, que sustituye a lo que debería ser un monumento, una iglesia o una catedral. Es el “decorado” antes mencionado. Un telón de fondo muy adecuado para la desagradable conversación que mantiene la pareja: el último intento –fallido- de aborto.
La escena pasa a la segunda fase cuando Brenda, bruscamente, cambia de tema para preguntarle si le está engañando con otra mujer. Es cuando los amantes atraviesan un arco y se refugian en una especie de callejón oscuro; el escondite que les proporciona el director para que sus miserias no salgan a la luz del día.
Por último, añadir un detalle: justo antes de llegar al pasadizo, Brenda se cruza con una pareja de ancianos que pasean felices del brazo. Es el futuro que hubiera soñado para ella, pero que, inevitablemente, se aleja para siempre…
El final de los años 50 y el principio de la década siguiente fueron fundamentales para la evolución cinematográfica. Por un lado se confirmaba la decadencia del sistema de grandes estudios en el Hollywood de las estrellas; por otro nacían nuevos movimientos que cambiarían para siempre el modo de hacer cine. Se alternaban grandes superproducciones, realizadas para alejar del televisor a las familias, con obras independientes donde los héroes pertenecían a una clase media hasta ahora muy alejada de la gran pantalla. El Free cinema fue una de esas “nuevas olas” (como la Nouvelle Vague o las nuevas tendencias del cine polaco, checo o incluso ruso) que sacudieron las mentes, algo estancadas, de los cineastas. Las películas realistas comenzaron a inundar con sus títulos las carteleras de todo el mundo. Billy, el embustero fue una de ellas.
Realizada por John Schlesinger, uno de aquellos “jóvenes airados” del Free cinema, Billy Liar trataba de la vida de un muchacho (Tom Courtenay) que procedía de los suburbios de una gran capital inglesa. Para salir de su anodina existencia, Billy se inventaba una vida paralela donde él era un héroe de guerra, un presidente de gobierno o un príncipe de la realeza. En los momentos de mayor esplendor era despertado de su sueño por los gritos de sus padres, por su jefe o por una de sus novias –a las que sólo perseguía por sexo, sin ningún éxito-.
La cinta, aunque narrada en clave de comedia, en el fondo es un drama. La protesta de Schlesinger se dirige directamente a las miles de personas que van todos los días a la misma hora a su trabajo, que soportan las ideas retrogradas de sus padres y que se lamentan de su aburrida e insulsa vida. Sin embargo, el director –salvo en algún personaje en concreto, como el de Julie Christie, prototipo de actriz liberal de la época- no se decanta por la rebelión de sus personajes contra esa situación; no manifiesta ninguna idea política revolucionaria o no pregona el amor libre como movimiento que comenzaba a surgir entre los jóvenes de los sesenta. Se limita a exponer la situación de Billy y su curiosa forma de evasión, tan imposible de alcanzar como los propios sueños del resto de los espectadores. Es, por tanto, una visión pesimista de aquella Europa que acababa de salir de la posguerra.
En el aspecto técnico, el filme contiene ese interesante montaje paralelo donde realidad y ficción se confunden en la mente de Billy. El estilo de Schlesinger ha sido imitado posteriormente en algunos excelentes musicales y es que la estructura de Billy Liar se corresponde con la de un musical aunque no lo sea. Dinero caído del cielo (Pennies from Heaven, de Herbert Ross, 1981) o Bailar en la oscuridad (Dancer in the dark de Lars Von Trier, 2000) parten de la misma idea: unos personajes que se sirven de la música y sueñan -como hace Tom Courtenay- para evadirse de sus problemas. En ambos casos la situación de los protagonistas es mucho más trágica que la de Billy y, por tanto, el contraste es mayor.
En definitiva, Billy Liar es una excelente muestra del cine realista británico, con muchas dosis de humor y con un trasfondo nada optimista de la nueva sociedad que estaba naciendo: la de la guerra fría y los movimientos sociales. Muy bien rodada por John Schlesinger, está interpretada por dos de los iconos de la cultura pop: Tom Courtenay y Julie Christie.
El Cuchillo en el agua se trata de la ópera prima de Roman Polanski y, curiosamente, la única cinta dirigida en su país natal. El filme cuenta como un matrimonio en crisis se van a pasar un fin de semana en un barco de vela. Previamente han recogido a un desconocido en la carretera, que se les unirá en su extraño y claustrofóbico viaje.
Leyendo el argumento se puede pensar que estamos ante un thriller del estilo a Calma Total (Dead Calm de Phillip Npyce, 1989), sin embargo Polanski realiza una película personal y original. Muy en la línea de las “nuevas olas” que aparecieron en Europa en los años sesenta (La Nouvelle Vague, El Free Cinema, etc.). Y es que tanto Polanski como el coguionista y futuro realizador Jerzy Skolimovski, fueron los verdaderos impulsores del cine polaco moderno. La diferencia con sus colegas británicos y franceses es que Polanski tuvo que abandonar su nación debido a la feroz censura existente en los países del telón de acero.
El cuchillo en el agua, desde el arranque, anuncia una nueva forma de hacer cine. En los créditos Polanski enfoca el parabrisas de un coche en marcha. Sabemos que hay dos personas dentro, pero el reflejo de la carretera y de los árboles en el cristal nos impide verles las caras. Sólo cuando de verdad comienza la película, podemos ver que se trata de una pareja que discute, aunque seguimos sin poder oír su conversación. A partir de la escena en que recogen al muchacho de la carretera, Polanski se posiciona claramente en contra de la pareja. La critica abierta contra una nueva clase burguesa polaca es más que evidente. Se trata de personas anónimas, resignadas con la situación política y social, que intentan conseguir el máximo de bienestar sin importarles lo demás. El director compara esta nueva burguesía con la juventud inconformista, representada por el inquietante autoestopista, y el resultado es sorprendente.
La película se realizó en un tiempo record y con actores desconocidos. A pesar de que la mayor parte de la acción transcurre en un yate, el ritmo de la narración es prácticamente perfecto. La tensión entre los personajes va creciendo y la lucha entre los dos hombres se hace inevitable, pero la solución que propone Polanski es de lo más original. Eso sí, nos deja con un ineludible poso de pesimismo, al mostrarnos una juventud que, finalmente, se comporta como la burguesía a la que tanto detesta.
Gracias al éxito de esta película (Premio de la crítica en Venecia y nominada al oscar a la mejor cinta extranjera) Polanski pudo seguir su impresionante carrera en el Reino Unido y en Estados Unidos. Obras como Chinatown, Lunas de Hiel o la reciente El pianista son directamente deudoras de aquel Cuchillo en el agua.