Es conocida la anécdota que inició todo el proceso de lo que a la postre significó la mayor producción de toda la carrera de Orson Welles: el director se hallaba desesperado, a punto de la bancarrota, con una de sus obras del Mercury Theatre en la cuerda floja por falta de financiación, cuando llamó a Harry Cohn, el presidente de la Columbia. Desde el teléfono del teatro donde se representaba la función, y con la amenaza de suspender el pase, Welles le propuso a Cohn escribir, dirigir y protagonizar una película maravillosa. El productor se dejó seducir por el entusiasmo contagioso de Welles y le preguntó cómo se llamaba aquel filme tan extraordinario. Welles miró al quiosco que tenía al lado y leyó uno de los títulos de las novelas baratas que allí se vendían, a continuación le pidió a Cohn que comprara los derechos del libro y que le mandase a vuelta de correo un anticipo de 55.000 dólares para comenzar con la preproducción. Cohn accedió y Welles pudo representar su obra.
La novela en cuestión era tan mala como Welles suponía. Se titulaba “If I Die Before I Wake”, del desconocido Sherwood King, al cual suponemos como poco sorprendido por su buena fortuna. El director empeñó todo su ingenio para escribir un primer tratamiento de más calidad. Un libreto que luego cambiaría sobre la marcha, casi todos los días del rodaje, para sembrar la confusión entre actores, técnicos y productor. El guion resultante no podía ser más embarullado:
Michael O’Hara (Orson Welles) es un marino irlandés al que contrata Arthur Bannister (Everett Sloane) para hacerse cargo de su yate de lujo, como recompensa por haber salvado a su mujer Elsa (Rita Hayworth) del asalto de unos ladrones. Una vez a bordo le proponen a Michael un negocio ciertamente extraño: simular que asesina al socio de Bannister, y que se declara culpable, a cambio de 5.000 dólares. El socio, un tal Grisby, pretende desaparecer del mapa de tal forma que sin cuerpo no podrán detener a Michael. Por otro lado, Arthur cobraría mucho dinero del seguro que ha contratado el bufete por la muerte de cada uno de los socios.
El asunto huele a trampa y al guion no hay quien lo salve (hasta Cohn llegó a ofrecer mil dólares al que fuera capaz de explicarle la película): ¿cómo esperaba cobrar el seguro Grisby si en teoría estaba muerto? Es una de las muchas preguntas que se puede hacer el espectador cuando ve la película. Algo que por otro lado es bastante habitual en el cine negro, donde todo es oscuridad, incluida la trama. Si Welles enmarañó la historia a propósito, o fue fruto de la improvisación, de la necesidad de sacar adelante un proyecto viciado desde el principio, no lo sabremos nunca. Aunque tampoco es importante dada la calidad del resultado final: un brillante ejercicio de estilo con todos los códigos del noir más puro.
El elemento principal, el detonante del viaje hacia la oscuridad de una trama de traiciones, adulterios, trampas y crímenes, es el personaje que interpreta Rita Hayworth. No obstante, en el rodaje el realizador escatimó planos de la estrella en beneficio de otras secuencias con actores secundarios, algo que a Harry Cohn no le gustó en absoluto. Su enfado venía de lejos, desde que Welles presentó a Rita con el pelo corto y teñida de rubio platino. “¡Dios mío! ¿Qué ha hecho este bastardo?”, exclamó el productor al ver a su estrella desfigurada. En aquel tiempo Welles y Rita se estaban divorciando y mucho se ha hablado de lo intencionado del cambio de look por parte del realizador. De su interés en darle un papel de malvada y cortarle su melena para desmontar todo lo que se había generado alrededor de la actriz desde Gilda (Charles Vidor, 1946).
Además de las usuales escenas cargadas de ironía y crítica social (todas las del juicio) y los encuadres barrocos marcas de la casa, el largometraje ofrece gran cantidad de hallazgos visuales y narrativos en forma de secuencias inolvidables. Así, la escena del acuario donde el diálogo romántico entre Rita y Orson se ve perturbado por la presencia en segundo plano de tanques de agua infestados de tiburones; la de la huida de Michael por el embarcadero después de simular el asesinato, toda una lección de planificación; la secuencia final de los espejos, ya legendaria por el desdoblamiento de las imágenes, que va más allá de la simple metáfora de que nada es lo que parece; o la escena inmediatamente anterior con Welles recorriendo un mundo de pesadilla entre decorados expresionistas y surrealistas, que parecen extraídos de cuadros de Dalí o de películas alemanas de la República de Weimar.
Tras el estreno, Cohn le echó toda la culpa a Welles —y al pelo corto de Rita— del fracaso comercial de la cinta. Parece ser que Harry Cohn nunca se preguntó si la mutilación de más de una hora de la película, el añadido de una banda sonora innecesaria y la inclusión de la voz del narrador (escrita por Welles, pero insertada de cualquier forma por el estudio), entre otras decisiones “afortunadas” de Cohn y sus muchachos, no tuvieron también algo de culpa en los malos resultados en taquilla. Welles sí se lo planteó y al final borró de los créditos el nombre del director.
El post es un extracto corregido para la ocasión del capítulo dedicado a La dama de Shanghai en mi libro: CINE Y NAVEGACIÓN. Los 7 mares en 70 películas
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