sábado, 31 de mayo de 2008

ALMAS DESNUDAS (The Reckless Moment de Max Ophüls, 1949)

Almas desnudas es la última película americana del director alemán, nacionalizado francés, Max Ophüls y, probablemente, la mejor junto a Carta de una desconocida. La cinta trata de las relaciones entre una ama de casa (Joan Bennett) y un chantajista (James Mason). El segundo amenaza con hacer públicas unas cartas de amor que situarían a la hija de la primera como principal sospechosa en un asunto de asesinato.



Quitando el prólogo, donde Ophüls nos muestra a una Joan Bennett como el centro de una familia de clase media, agobiada por las facturas y la educación de sus hijos, el largometraje tiene dos partes claramente diferenciadas. En la primera, aparece un James Mason amenazante, con traje oscuro y muy seguro de sí mismo. Mason irrumpe en el domicilio de la protagonista, con los miembros de la familia alrededor, de tal forma que la presión delictiva que ejerce sobre ella se sitúa al mismo nivel que la que puedan ejercer el suegro o la hija del ama de casa en la vida cotidiana. Pero es que el propio Ophüls -y a esto se debe, en gran parte, el atractivo de la cinta- no deja de perseguirla con la cámara, consiguiendo así aumentar la sensación de estrés. Su estilo personal, siempre acompañado de largos planos, de travellings con objetos difuminados en primer plano, o su obsesión por las escaleras, multiplica la ansiedad de la heroína -y la del espectador- hasta niveles casi intolerables.

A partir de una llamada telefónica del chantajista -magistral primer plano de James Mason- la situación cambia radicalmente y nos introduce en la segunda parte, donde el delincuente se siente atraído por su victima y se enfrenta a su socio para liberar al ama de casa y de paso redimir sus pecados.

La película sorprende con el acuerdo a que llegan Mason y Joan Benett: no admitir la culpa y dejar que la policía detenga a un tercero. Es un golpe de efecto más que audaz en aquellos años donde, en Hollywood, imperaba un estricto código moralista. Sin embargo, las cosas no resultan tan sencillas y la situación cambia de nuevo cuando el socio de Mason decide actuar. Este ir y venir del guión refleja una posible tensión entre el realizador y los productores, aunque finalmente el genial director alemán se lleva el gato al agua y consigue un falso "happy end" -¡bendita ambigüedad!- donde el culpable se "va de rositas" y no rinde cuentas a la sociedad.

Pese a esta trama tan entretenida, en Almas desnudas, Max Ophüls sigue fiel a su modo formalista de hacer cine. A la hora de plantearse una película daba casi más prioridad al “Cómo” contar la historia que al “Qué”. Para él, un movimiento de cámara determinado o un primer plano, no eran en absoluto gratuitos; todo lo contrario, eran sumamente importantes para dar el punto dramático que la historia necesitaba. Eso le distinguía de los demás artesanos y convertía sus películas en obras personales con un sello inconfundible. El sello de un maestro.

Ver Ficha de Almas desnudas.

jueves, 29 de mayo de 2008

DANZAD, DANZAD, MALDITOS (They Shoot Horses, Don't They? de Sydney Pollack, 1969)

Esta semana hemos perdido a varios profesionales de la Industria del Cine en un solo día, a un productor, a un director y a un actor. Y es que todos eran la misma persona: Sydney Pollack. De su dilatada carrera es difícil elegir una película para rendirle un merecido homenaje. Creo que su primer éxito como director puede servirnos muy bien para tal propósito.




Danzad, Danzad, Malditos es una adaptación de la novela “They Shoot Horses, Don’t They?”, de Horace McCoy. Una gran metáfora, extraída de la vida misma, al basarse en los maratones de baile de la década de los treinta en Estados Unidos, durante la época de la Gran Depresión. En aquellos eventos, los desesperados concursantes participaban en una angustiosa prueba de resistencia, para ganar unos pocos dólares o para que se fijaran en ellos los cazatalentos de Hollywood.

Sydney Pollack consigue reflejar a la perfección aquella terrible situación en, prácticamente, un solo escenario. La crisis que atenaza al País se concentra en el salón de baile, donde las personas en paro luchan por sobrevivir. El maestro de ceremonias (Gig Young) representa al gobierno. Él dirige la vida de las parejas que danzan sin cesar al son de las canciones que tocan los músicos (los políticos). La simbología, tan evidente, es relatada por los propios actores para que no haya ninguna duda. Así, Jane Fonda, una de las concursantes, compara a sus compañeros con el ganado: “... la única ventaja que tenemos sobre ellos (los animales) es que nosotros sabemos que vamos al matadero”.

Pero casi peor que los mandatarios es el público que asiste al espectáculo. Son aquellas personas que han provocado la crisis o que viven ajenas a ella o que simplemente “pagan por ver las desgracias de los demás, para sentirse mejor”. El aforo permanece medio vacío en los bailes iniciales, y sólo comienza a llenarse cuando la situación se vuelve dramática. Asisten entusiasmados a las pruebas de carreras entre los participantes al borde del agotamiento o al final del maratón, cuando mujeres embarazadas están a punto de perder el hijo que llevan dentro o cuando los concursantes se juegan literalmente la vida.

El mérito de Pollack es conseguir que el espectador sienta un profundo desasosiego cuando la realidad, así reflejada, se aleja del drama social y se adentra en la tragedia psicológica. Y es que la cinta parece, por momentos, una película de catástrofes. La situación de los personajes no puede ser peor: viven hacinados y duermen en camastros que parecen improvisados para atender a los supervivientes de un terremoto. Médicos y enfermeras pululan entre ellos para asistirles en sus últimos instantes de vida. La enfermedad, la locura y el odio hacen mella entre los concursantes que ven como su cuerpo -y su mente- se van degradando paulatinamente. No hay consuelo; hasta el sexo se vuelve sucio y desesperado. Es como si una epidemia, producida por la insalubridad del lugar, se extendiera entre ellos.

Igual que la contemporánea Easy Rider (Dennis Hopper, 1969), la estructura de Danzad, Danzad, Malditos incluye insertos que adelantan el final (flash-forward). Desde el arranque, y coincidiendo con los créditos, el realizador juega con el tiempo presentando tres escenas a la vez: un flash-back de la infancia de Michael Sarrazin (otro de los concursantes), donde se ve un caballo cayendo de rodillas y su sacrificio posterior; una secuencia, en tiempo presente, del protagonista paseando por la playa; y una voz en off, que representa el futuro, relatando las reglas del concurso. Sydney Pollack, hábilmente, hace coincidir la norma del maratón “el que toque el suelo con las rodillas queda eliminado” con la citada escena del caballo. Todo un resumen de lo que veremos a continuación.

Con Danzad, Danzad, Malditos, Pollack consiguió un importante éxito (la película fue nominada para nueve estatuillas, de las cuales sólo consiguió la del oscar al mejor actor secundario para Gig Young) que le sirvió para lanzar su carrera como realizador. Tal como éramos, Tootsie o Memorias de África son algunas de sus mejores obras. Su colaboración con Robert Redford es legendaria; pero también su excelencia a la hora de actuar es digna de mencionar. Su trabajo en la reciente Michael Clayton (Tony Gilroy, 2007), donde también era productor, parece dar la razón a aquellos que afirman que era mejor actor que director. Descanse en paz Sydney Pollack.

Ver Ficha de Danzad, Danzad, Malditos.

miércoles, 28 de mayo de 2008

EL VALLE DEL FUGITIVO (Tell Them Willie Boy is here de Abraham Polonsky, 1969)

La razón por la que el western es uno de los géneros más interesantes para el cinéfilo apasionado -y para el estudioso de la historia del cine-, puede que resida, entre otras cosas, en su constante evolución. Las aventuras del Oeste, las posteriores películas psicológicas, los spaguetti western o los western crepusculares, en algún momento han estado presentes en las pantallas de todo el mundo. De la última variante es de la que vamos a tratar hoy, ya que El valle del fugitivo es una de sus cintas más representativas.



El valle del fugitivo cuenta la historia real de un indio (Willie Boy, encarnado por Robert Blake) que vuelve a la reserva para “raptar” a su prometida (Katharine Ross, una india poco creíble con un pésimo maquillaje). Al ser sorprendido por su suegro, tiene que dispararle en defensa propia y huir de la ciudad con su novia. A partir de aquí la cinta se ocupa de la persecución de Willie Boy por parte del Sheriff Cooper (Robert Redford); una cacería humana muy peculiar gracias a la excelente forma de tratar el tema por parte de Abraham Polonsky.

Lo primero que hace el director es avisarnos del tono crepuscular de la película: justo después de los créditos, un automóvil (estamos en el año 1909) casi atropella a Willie Boy cuando éste se dirige al campamento. El inevitable progreso pide paso a los pocos nativos que quedan y, entre ellos, al único rebelde.



Y es que el personaje que interpreta Robert Blake parece, efectivamente, el último de los indios salvajes. En este sentido El valle del fugitivo se asemeja a Apache (1954), el excelente western de Robert Aldrich. Sin embargo, mientras Aldrich le daba un aire romántico y optimista al tema, Polonsky carga de pesimismo el ambiente y el aire romántico se vuelve de lo más viciado. Viciado por la prensa sensacionalista que aprovecha la visita del presidente William H. Taft, para magnificar el crimen y hacerlo ver como una rebelión india en toda regla. Viciado por el paisaje hostil del desierto de Arizona o por la extraña relación entre la superintendente de la reserva y el sheriff Cooper. Para resaltar más su singularidad, Polonsky compara esa peculiar aventura de amor con la más pura de la pareja nativa. Una secuencia sin palabras entre los dos actores (Susan Clark y Robert Redford) –en mi opinión la mejor de la película- lo resume a la perfección.

Abraham Polonsky no sólo maneja con habilidad la puesta en escena si no que escribe unos diálogos que encajan perfectamente en el tono de la cinta, no en vano comenzó su carrera como guionista de algunas películas muy aclamadas del cine negro. “Tu padre tuvo suerte, murió cuando aún merecía la pena vivir”, es una frase lapidaria que en algún momento le dicen a Cooper. Está claro que los buenos tiempos han pasado y el realizador se encarga de recordárnoslo.



El valle del fugitivo tiene una doble lectura si consideramos el largometraje como una especie de revancha contra la famosa “Caza de brujas” (el propio Polonsky la sufrió y le tuvo apartado del trabajo muchos años). Puede que así sea, que Willie Boy represente al perseguido por el comité de asuntos antinorteamericanos: indio renegado, sucio, siempre a pie, rebelde y sin escapatoria posible; y el sheriff Cooper a la administración estadounidense: blanco, rubio, bien parecido, siempre a caballo, impecable, pero de moral más que dudosa. ¿Demasiado evidente? Quizás, pero no deja de tener su atractivo y, lo que es más importante, refuerza la tesis del director consiguiendo que se mantenga vigente hoy en día. Sólo tenemos que hacer extensiva dicha simbología a cualquier injusticia o discriminación avalada por algunos gobiernos. Seguro que al lector se le ocurre más de una.

Ver Ficha de El Valle del Fugitivo.

ENCUBRIDORA (Rancho Notorious de Fritz Lang, 1952)

Encubridora es el mejor de los tres western realizados por Fritz Lang y uno de los más originales y personales de toda la historia. Su pertenencia al subgénero de películas del Oeste de tipo psicológicas es casi anecdótica ya que, en realidad, su director “inventa” un nuevo modelo: el western contado al estilo del cine negro.




La cinta es original por conducir la trama apoyándose en las estrofas y estribillo de una canción: "The legend of chuck-a-luck" (de Ken Darby, cantada por William Lee). Un método de narración que fue copiado hasta la saciedad en filmes de la época y que dio muy buenos resultados como sucede en las excelentes El Árbol del Ahorcado (The Hanging Tree de Delmer Daves, 1959) y en La Pradera sin Ley (The Man without a Star de King Vidor, 1955).

Rancho Notorious arranca con una escena típica de final feliz: el beso de una pareja. Tras ese beso la tragedia se desencadena en forma de violación y asesinato. Muy típico de Lang, el mejor "aguafiestas" de los realizadores. Mientras el protagonista (Arthur Kennedy, siempre con cara de pocos amigos y aquí más, pero esta vez con motivo) ve como su novia acaba de ser asesinada, la cámara nos presenta un primer plano del cadáver y recorre el hombro y brazo hasta terminar en la mano con los dedos ensangrentados y crispados, esta imagen se encadena con la del asesino lavándose la cara para curarse de los arañazos. Ese es el cine de Lang. El realizador consigue una secuencia que alimenta la imaginación del espectador, al que ya no le hace falta haber visto el crimen con toda su crudeza.



Como en otras cintas anteriores no faltan los temas que obsesionan al cineasta:la venganza y lo inútil de luchar contra un destino inexorable. El propio estribillo de "Chuck-a-luck" (Chuck a luck era un juego muy famoso de los salones del viejo Oeste, que consistía en una ruleta vertical de la suerte) termina con las palabras "... Murder and revenge" refiriéndose al plan de venganza de Kennedy. Por otro lado el destino fatal acompaña al personaje principal, Altar Keane (Marlene Dietrich) y a su protegido, Frenchie (Mel Ferrer, muy soso como siempre) al que se le oye decir varias veces que es incapaz de cambiar de vida desde que mató a una persona y adquirió la fama de pistolero. Marlene, cansada del destino que le ha tocado en suerte, canta con voz grave y rota "Get away young man" y, en una memorable secuencia, le dice a Arthur Kennedy "Si pudieras irte ahora y regresar diez años antes..." Este ambiente de resignación y odio se hace más creíble gracias a los decorados agobiantes del rancho; la escasa y dura luz, como dura es la vida que aquí se representa; y el technicolor irreal, casi fantasmagórico.

La presentación de Marlene Dietrich no puede ser más impactante: “cabalgando”, subida encima de un hombre, que se encuentra a cuatro patas, y disputando una carrera de obstáculos con otras parejas. Y es que la secuencia es lo más parecido a una orgía de todo lo que se había hecho hasta entonces en el cine de Hollywood.




El personaje que interpreta la diva es casi una continuación de aquel que protagonizara en Arizona (Destry rides again de George Marsahll, 1939), sólo que más maduro. En una entrevista, Fritz Lang reconoció que admiraba a Marlene, pero que tuvieron muchos problemas durante el rodaje de Encubridora. La actriz quería aparecer en pantalla cada vez más y más joven, como en las cintas de Von Sternberg. Para conseguirlo presionó tanto al director de fotografía que casi provoca su dimisión. Dicen que la estrella, entre toma y toma, chupaba limón constantemente para mantener firmes los músculos de su boca. Y lo conseguía; besaba tan fuerte que después necesitaba volver a pintarse los labios. Esa insistencia de Marlene por rejuvenecer ante la cámara no cuadraba con el personaje e iba en contra de la voluntad de Lang. Terminado el rodaje no volvieron a hablarse más.

Mayo de 1992, Marlene Dietrich muere en su apartamento de París; en su cama, un lugar del que no se levantaba desde hacía más de 12 años. Hoy, con Encubridora, hemos querido recordar a una estrella que tiene la capacidad que caracteriza a los mitos: la de poder brillar cada vez con más fuerza.

Ver Ficha de Encubridora.

sábado, 24 de mayo de 2008

LA MISA HA TERMINADO (La Messa è finita de Nanni Moretti, 1985)

Mayo de 1968. Han pasado cuarenta años desde aquellos días en los que parecía que la sociedad capitalista iba a volverse del revés, encaminada hacia una revolución imposible. De la ilusión y del fracaso de aquel movimiento, iniciado en Francia, se ha hecho eco el cine a lo largo de estas cuatro décadas. La revista Cahiers du Cinema, en su versión española, recoge en el número de abril un interesantísimo monográfico sobre el tema. Desde aquí recomendamos su lectura y nos sumamos al aniversario de la revuelta estudiantil, comentando una cinta de Nanni Moretti que hemos echado en falta en el citado especial: La Misa ha terminado.


La película del director italiano puede encuadrarse entre aquellas que, de una u otra forma, reflejaron el desencanto de toda una generación, cuando el fracaso de sus ideas progresistas -y utópicas- había sido digerido. Moretti, lejos del estilo documental de su posterior Querido Diario (Caro Diario, 1994), elige la comedia para criticar abiertamente a la sociedad italiana de los ochenta. El habitual personaje de los mejores filmes del realizador (que, en realidad, es su alter ego; algo parecido a lo que hace Woody Allen en Estados Unidos) se encarga de arremeter contra la burguesía mientras busca una felicidad imposible. Esta vez se trata de un cura rural (Don Giulio), que ve como todo ha cambiado cuando regresa a la ciudad después de haber pasado varios años en una aldea. Para subrayar más su particular aislamiento de la sociedad, el director lo sitúa nadando hacia una isla mientras aparecen los créditos.

La estructura habitual en tres actos queda reducida a una sola parte enmarcada por dos secuencias idénticas: dos bodas. Mientras la primera sirve de introducción, y posiciona a la cinta dentro del género humorístico, la última sirve de perfecta conclusión. Entre ambas escenas la evolución del protagonista es progresiva. El encuentro con familiares y amigos le va “despertando” de su letargo idealizado para aterrizar en la más cruda realidad: sus camaradas de antaño, los mismos que eran activistas de un periódico revolucionario, son ahora burgueses neuróticos o terroristas; sus padres están a punto de separarse y su hermana ya no es la niña inocente, compañera de juegos, sino una futura madre que quiere abortar.

La técnica personal de Moretti es perfecta para ver la transformación del personaje. Los contraplanos, sin escorzo, con el protagonista mirando a la cámara, son el espejo en el que se ve reflejado el párroco. A medida que se distancia de su posición inocente Don Giulio va descuidando su aspecto, y Moretti crispando su actuación. Me gusta especialmente una secuencia en la que el director se salta el eje –como haría el mejor Chabrol- y disminuye la luz, para avisar al espectador (y al cura) de la inminente llegada de una noticia desagradable.



La tentación de comparar La Misa ha terminado con el tradicional cine religioso es demasiado fuerte para cualquier cinéfilo. Y es que la confrontación entre la cinta de Moretti y las excelentes películas de, por ejemplo, Leo McCarey puede resultar de lo más divertido. Veamos un par de cosas: El padre O’Malley (Bing Crosby) en Siguiendo mi camino o en Las Campanas de Santa María (Going My Way, The Bells of St. Mary’s, 1944 y 1945) llega a su nuevo destino para resolver varios entuertos: una parroquia en ruinas, peleas entre adolescentes, parejas que se separan o que viven en “pecado”, etc. Entre canción y canción y, gracias a sus oportunos consejos, las cosas terminan siempre bien.

Don Giulio (Nanni Moretti) también llega a una nueva parroquia en ruinas y también se dispone a unir a parejas separadas (su hermana y su novio, sus padres, su amigo de la infancia); o a llevar por el buen camino a sus antiguos compañeros: un pervertido sexual y otro terrorista. Intenta hablar con ellos, aconsejarles, ¡hasta canta! –horriblemente- en una secuencia inicial; pero lejos de finalizar todo bien, la situación empeora cada vez que interviene. No sólo no consigue solucionar ninguno de los problemas, sino que él mismo se convierte en victima de la situación.

Mientras que O’Malley termina sus películas dirigiéndose hacia otro destino, desapareciendo en la oscuridad de la noche como un enviado de Dios, Don Giulio termina tan mal que al final sólo le queda una cosa por decir: “La Messa è finita”.

Ver Ficha de La Misa ha terminado.

martes, 20 de mayo de 2008

ANATOMÍA DE UN ASESINATO (Anatomy of a Murder de Otto Preminger, 1959)

Se cumple hoy el centenario del nacimiento de uno de los grandes actores que ha dado el cine norteamericano. Nadie como James Stewart para representar al cine clásico de calidad. Decenas de películas me vienen a la memoria donde la inconfundible figura alta, delgada, desgarbada, pero elegante del actor acompañaba la trama para dotarla de personalidad. Hoy, con tal motivo, vamos a hablar de dos cintas protagonizadas por la estrella de Hollywood: Anatomía de un Asesinato y El Vuelo del Fénix.



Pocas cintas consiguen atraer la atención del espectador justo antes de que comience la acción. En Anatomía de un Asesinato, su director lo logra plenamente gracias a una excelente música de Duke Ellington – homenajeado en la película con un pequeño papel- y a unos famosos créditos del especialista Saul Bass: unos siniestros recortes de lo que parece ser un muñeco; un cadáver de papel.

Aunque hoy parezca absurdo, el largometraje fue muy polémico en su día. Incluso fue prohibido en alguna ciudad de Estados Unidos. La causa de tanto alboroto surgió por culpa del vocabulario empleado por los personajes.
Palabras tales como "puta", “penetración”, “anticonceptivo” o “pantys” (¿?) provocaron que hasta el propio padre de James Stewart calificara la cinta de “sucia” y encabezara una campaña en contra de ella. Pero el director era Otto Preminger. Hacía ya años que controlaba todos los aspectos de sus producciones y nada de esto le preocupaba en absoluto. Siguió adelante con el proyecto que a la postre resultó ser una de sus grandes obras. Fue nominada para siete oscar y aunque no ganó ninguno por culpa de Ben-Hur -una de las injusticias a las que nos tienen acostumbrados los miembros de la Academia- obtuvo muy buena acogida por parte de crítica y público.


El largometraje está basado en el best seller de Robert Traver y narra el juicio contra el teniente del ejército Manion (Ben Gazzara) acusado de matar al violador de su mujer, Laura. En un principio, Preminger pensó en Lana Turner para dicho papel, pero la caprichosa actriz no quiso ponerse unos pantalones que el propio director había elegido y, además, se empeñaba en que la vistiera el prestigioso Jean Louis. El típico tira y afloja entre director y estrella no llegó a producirse. Preminger no le dio opción: la despidió y contrató a Lee Remick, prácticamente una debutante, a la que parece que le vaya a estallar la blusa en cualquier momento.

Otto Preminger era, ante todo, un gran director de actores. Muy duro según ellos, pero gracias a su dureza obtenía lo mejor de cada uno, aunque fuera ya un profesional consagrado. Es el caso del protagonista: James Stewart. Toda la acción se desarrollaba bajo su punto de vista, el del abogado encargado de la defensa. Con su notable actuación, Stewart “inventó” una personalidad que navegaba entre el rigor del hombre de derecho y la sencillez de un aficionado a la pesca y al jazz que se tomaba la vida con gran sentido del humor. Así, su habilidad ante juez y jurado era del mismo nivel que su capacidad para mantener a Laura –y a su “blusa”- lejos de su espacio vital.

De la parte técnica merece la pena destacar el acertado uso de la profundidad de campo. Gracias a ella podemos observar, en una secuencia legendaria, como George C. Scott (el fiscal) se interpone deliberadamente entre el testigo al que interroga y el abogado, dificultando de esta forma la visión entre ambos y el intercambio de señas. Stanley Kramer repetirá la misma operación en otra famosa película del género: La Herencia del viento (Inherit the Wind, 1960), esta vez con Spencer Tracy como abogado defensor.

Anatomía de un Asesinato es de una ambigüedad extraordinaria –característica esencial en las mejores cintas de Preminger-, el espectador en ningún momento sabe si el acusado es culpable o inocente. Y es que, comenzando por la, digamos "alegre", Lee Remick y continuando por el barman amigo del muerto o el propio teniente Manion, nadie parece decir la verdad en este juicio. El que no miente es el director que se limita a exponer la vista oral con largos y planificados planos secuencia, sin decantarse por uno u otro lado. Cualquier realizador habría caído en la tentación de usar el flash-back para acompañar las declaraciones de los testigos; Preminger no lo hace, de esta forma consigue dar al espectador una libertad absoluta para decidir; una decisión nada fácil. Esto es, precisamente, lo que más me atrae de cualquier película de Otto Preminger, lo que sigue después del final: el debate asegurado entre los espectadores que han tenido la suerte de verla.

Ver Ficha de Anatomía de un Asesinato

EL VUELO DEL FÉNIX (The Flight of The Phoenix de Robert Aldrich, 1965)

Si los años sesenta, en Hollywood, destacan por algo es por la cantidad de producciones de temática variada, cargadas de estrellas y en formatos visuales grandiosos, todo para intentar frenar la crisis que se había desatado en el sector a mediados de la década anterior. La llegada del televisor y la progresiva desaparición del sistema de estudios hizo que directores como Robert Aldrich se embarcaran en proyectos comerciales más o menos afortunados. El vuelo del Fénix responde a los primeros.



La cinta de Aldrich prácticamente recupera las películas de catástrofes, género casi olvidado desde aquellos excelentes filmes de la década de los treinta como San Francisco (W.S. Van Dyke, 1936) o Chicago (In old Chicago de Henry King, 1937) –ambos rivalizaron en efectos especiales y en taquilla- o esa maravilla que es Huracán sobre la Isla (The Hurricane, de John Ford, 1937). La pertenencia de The flight of the Phoenix a dicha modalidad de largometrajes se me antoja algo artificial y debida, quizás, al marketing más que a la trama en sí. Y es que el accidente sucede en el arranque –coincidiendo con los créditos-, el resto es una historia de supervivencia en el desierto y, sobre todo, un perfecto dibujo de caracteres enfrentados.

De los contrastes que nos presenta Aldrich destaca el de la lucha por ver quien consigue ponerse al mando: si el comandante piloto, un James Stewart que se culpa a sí mismo del accidente, amargado y criticando cualquier sugerencia; o el ingeniero que tiene la descabellada idea de fabricar un nuevo avión con los restos del antiguo (Hardy Kruger). Esta subtrama principal se encuentra acompañada de otras secundarias. Entre ellas la protagonizada por el estirado oficial inglés (Peter Finch) que quiere resolver el problema al viejo estilo -dando su vida por los demás- con la oposición del cobarde sargento, que no está por la labor; o la del doctor que tiene que cuidar –más bien controlar- a su paciente, un enfermo mental (brillante Ernest Borgnine) que en nada ayuda a la ya de por sí desesperada situación.

El nexo de unión entre los distintos personajes lo da un acertadísimo Richard Attenborough, en uno de sus mejores papeles. Es el segundo de a bordo, un piloto navegante que es un alcohólico, pero que se empeña en unir las habilidades de cada uno y facilitar la labor del que manda para conseguir el objetivo deseado: el de sobrevivir.

Aunque el punto fuerte del largometraje se encuentra en la riqueza de sus personajes -todos esconden alguna historia-, lo cierto es que algunos están algo desaprovechados, posiblemente por los cortes que tuvo que sufrir la cinta debido a su larga duración. Aún así supera ampliamente a la versión del 2004, donde los mejores efectos especiales no compensan la falta de personalidad de los protagonistas y donde se echa de menos el, para mí, decisivo elemento, el personaje encarnado por Attemborough.

El filme también tiene su punto de propaganda y la simbología es evidente: americanos, ingleses y alemanes resuelven sus diferencias, superando el último conflicto bélico, y trabajando juntos para ganar el que en ese momento se libraba: el de la Guerra Fría.

Con El vuelo del Fénix, Robert Aldrich consigue realizar un producto comercial de gran calidad, no sin antes superar muchas dificultades, incluso hasta desgracias personales –el largometraje fue dedicado a la memoria de Paul Mantz, un legendario especialista, piloto de pruebas, que falleció durante el rodaje cuando, superando a la ficción, el extraño avión realmente se estrelló-. Vista hoy en día, la película aún conserva toda su fuerza y todo el suspense. Aldrich no deja que el espectador se relaje ni un minuto y todavía se guarda una sorpresa final que, sin duda, es lo mejor de la cinta.
Ver Ficha de El Vuelo del Fénix

lunes, 12 de mayo de 2008

UMBERTO D. (Vittorio de Sica, 1952)

No es la primera vez que hablamos en este blog de Vittorio de Sica –ni será la última-, si anteriormente alabábamos su forma de actuar, hoy nos referiremos otra vez a su buen hacer como director comentando la tercera entrega de su trilogía neorrealista. El realizador italiano tras la influyente El ladrón de Bicicletas (Ladri di Biciclette, 1948) y el cuento Milagro en Milán (Miracolo a Milano, 1950), con Umberto D. consigue llegar a lo más alto del movimiento cinematográfico iniciado tras la Segunda Guerra Mundial. Con las normas de proceder de Cesare Zavattini (guionista y verdadero líder espiritual del Neorrealismo) y la habilidad de Vittorio de Sica para conseguir emocionar con imágenes –no creo que haya mejor definición de Cine-, Umberto D. puede considerarse una de las más grandes cintas de todos los tiempos.


La película arranca con una manifestación de jubilados que reivindican una mejora de las pensiones. Poco a poco la cámara se centra en uno de ellos, en el personaje que da nombre al título. Y aquí viene la primera genialidad: el binomio De Sica-Zavattini parece que deja al objetivo elegir entre uno de los muchos ancianos que corretean por las calles, con el propósito de espiar su vida cotidiana -de hecho ni siquiera dan su apellido en el título del filme-, todo para subrayar el carácter “anónimo” que necesita la trama y para que el espectador sienta que lo que le ocurre a este personaje puede muy bien pasarle a cualquiera.

Lo siguiente es una trama sencilla -en apariencia- donde nuestro personaje se vuelve cada vez más entrañable y cercano. De Sica lo sitúa en una pensión cuya dueña utiliza la habitación de Umberto como casa de citas; o hace obras en ella sin avisarle; o le presiona con el alquiler para conseguir echarle a la calle. A pesar de todo esto, el drama no cae en el folletín gratuito gracias a la inclusión de ciertos elementos realistas muy adecuados: el propio carácter del anciano, con las miserias y manías propias de su edad; la presencia de María, la criada de la pensión, la única amiga de Umberto cuyo “embarazoso” secreto hace que también tenga los días contados en la pensión; y el perro “Fly”, un personaje que el realizador exprime al máximo –en el buen sentido de la palabra- para lograr que la película sea irrepetible.


El filme resulta a veces de una tensión dramática insoportable (como la angustiosa secuencia en la perrera o la escena final), pero siempre de una riqueza extraordinaria. Y es que De Sica incluye algunos planos más propios de una comedia de cine mudo que de un drama; supongo que inevitables para un director tan influenciado por Chaplin en casi todas sus cintas. Otras escenas –la mayoría- siguen las premisas neorrealistas al pie de la letra. Así, el espectador “se cuela” en la cocina donde duerme María y asiste hipnotizado a los quehaceres cotidianos de la muchacha; o presencia los cuidados de un hospital, donde la mayoría de los enfermos simulan una dolencia con tal de conseguir dormir en una cama y comer caliente.

La alternancia de planos legendarios da pie a estudiar una y otra vez esta maravilla, pero también la sucesión de metáforas son dignas de una tesis cinematográfica. Un ejemplo: como queda dicho, una de las cosas que unen a Umberto y María es la inmediatez de su salida de la pensión, pero si nos fijamos en las causas veremos que Umberto es despreciado por su vejez, mientras María lo es por su estado de buena esperanza. La vida y la muerte luchando juntas en un mundo de miseria y posguerra.

Para terminar, sólo me queda apoyar las recomendaciones que se hacían, con motivo de la revisión de Umberto D., desde un programa de televisión ya desaparecido, las mismas que hicimos desde aquí con motivo del comentario de Cuentos de Tokio: es una película que debería ser obligatoria para todos los estudiantes en colegios e institutos, no sólo por invitar a que pongamos más de nuestra parte en el cuidado de nuestros mayores, sino porque su visión nos hará ser mejores personas.

Ver Ficha de Umberto D.

jueves, 1 de mayo de 2008

EL EFECTO DOMINÓ (The Trigger Effect de David Koepp, 1996)

¿Se imagina un mundo sin ordenadores, sin móvil ni electrodomésticos? Hágase a la idea: un apagón generalizado le ha dejado sin televisión ni cajeros automáticos; el colapso en los bancos, donde los sistemas informáticos no funcionan, es total. Pero vaya más lejos, suponga que la situación se prolonga. La falta de dinero seguro que viene seguida de un vértigo colectivo. Y de un objetivo claro, que predomina sobre todo lo demás: el de sobrevivir por encima de todo y de todos. Seguro que no le sorprende que la gente comience a acumular bienes; y que los saqueos y los robos sean la lógica continuación a las colas interminables en las tiendas. Pues bien, todo esto lo presenta David Koepp de forma brillante en su segunda película: El Efecto Dominó. Una cinta infravalorada por crítica y público, pero que yo voy a recomendar por los siguientes motivos:



El director –y también guionista- adapta un episodio de la famosa serie de televisión de los sesenta “The Twilight Zone”, y le da su toque personal al aproximar el caos de forma progresiva. Lo hace apoyándose en tres personajes: una pareja (Kyle MacLachlan y Elisabeth Shue) y un amigo intimo de ambos (Dermont Mulroney). El acierto con el casting es casi lo mejor de la cinta. Los tres actores no necesitan de trama alguna para resultar inquietantes desde el principio. Y por eso encajan tan bien en un thriller que Koepp transforma por momentos en cinta de terror, revestido de película de ciencia-ficción. Si tenemos que destacar a alguno de ellos, yo me decantaría por Elisabeth Shue. La actriz de Leaving Las Vegas (Mike Figgis, 1995) muy atractiva, como siempre, interpreta a una ambigua mujer, provocativa e insinuante, que resulta muy sensual.


El conflicto planteado en el arranque por los protagonistas (el triángulo formado por los personajes) no es una excusa para “rellenar” el guión con una subtrama más o menos dramática, al contrario es un pleno acierto. Y es que las pasiones comienzan a desatarse a medida que el corte de energía va haciéndose cada vez más preocupante. Lo mismo ocurre con el entorno exterior: la situación deja al descubierto al ser humano primitivo; sus miedos acentuados, y también sus pasiones, son las que provocan actos violentos que, en opinión del director -o al menos eso me parece-, son ejecutados por nuestro otro yo, el Mr Hyde que todos llevamos dentro.

La cinta parece que discurre a la sombra de dos cineastas ya consagrados. Por un lado el arranque nos recuerda mucho a la técnica que suele utilizar Brian De Palma en algunas de sus mejores obras. El plano secuencia del inicio -ejecutado a la perfección- cumple con el objetivo de resumir la tesis del director, cuando la cámara va de un personaje desconocido a otro, cruzándose hasta dar con los protagonistas. Da la impresión de que David Koepp tomó buenos apuntes cuando colaboró con De Palma como guionista. Por cierto, el nombre de su maestro sale en los agradecimientos. Soy de los que recomiendo quedarse hasta que terminen los créditos; siempre te llevas alguna sorpresa.


La otra influencia se me antoja casi más clara, y es que el filme huele por todos los costados al mejor David Lynch. No solo por el protagonista, Kyle MacLachlan, su actor fetiche, si no por todo el ambiente de pesadilla perfectamente retratado.

Esto no oscurece la personalidad de Koepp, al revés la complementa y refuerza. Así, el director es directamente responsable de la original estructura narrativa, que huye de los tres actos tradicionales, para centrarse en sólo dos (la primera parte se desarrolla dentro de la vivienda, la segunda en el exterior) y de una excelente realización. Abundan las secuencias donde la tensión casi se mastica; y está muy conseguido el ambiente claustrofóbico de la casa después del apagón -y antes... imagínense cuál es la película que ve Kyle en la televisión: La noche de los muertos vivientes (The Night of The Living Dead, de George A. Romero, 1968), ¡menudo presagio de lo que les espera!-, pero también en la segunda parte, cuando rueda en exteriores. Allí, el “tono” del largometraje cambia y se torna en futurista, o más bien apocalíptico. Sólo hay que fijarse en lo que coloca Koepp, siempre que puede, al final del plano: la silueta de una siniestra central nuclear.

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