La película del director italiano puede encuadrarse entre aquellas que, de una u otra forma, reflejaron el desencanto de toda una generación, cuando el fracaso de sus ideas progresistas -y utópicas- había sido digerido. Moretti, lejos del estilo documental de su posterior Querido Diario (Caro Diario, 1994), elige la comedia para criticar abiertamente a la sociedad italiana de los ochenta. El habitual personaje de los mejores filmes del realizador (que, en realidad, es su alter ego; algo parecido a lo que hace Woody Allen en Estados Unidos) se encarga de arremeter contra la burguesía mientras busca una felicidad imposible. Esta vez se trata de un cura rural (Don Giulio), que ve como todo ha cambiado cuando regresa a la ciudad después de haber pasado varios años en una aldea. Para subrayar más su particular aislamiento de la sociedad, el director lo sitúa nadando hacia una isla mientras aparecen los créditos.
La estructura habitual en tres actos queda reducida a una sola parte enmarcada por dos secuencias idénticas: dos bodas. Mientras la primera sirve de introducción, y posiciona a la cinta dentro del género humorístico, la última sirve de perfecta conclusión. Entre ambas escenas la evolución del protagonista es progresiva. El encuentro con familiares y amigos le va “despertando” de su letargo idealizado para aterrizar en la más cruda realidad: sus camaradas de antaño, los mismos que eran activistas de un periódico revolucionario, son ahora burgueses neuróticos o terroristas; sus padres están a punto de separarse y su hermana ya no es la niña inocente, compañera de juegos, sino una futura madre que quiere abortar.
La técnica personal de Moretti es perfecta para ver la transformación del personaje. Los contraplanos, sin escorzo, con el protagonista mirando a la cámara, son el espejo en el que se ve reflejado el párroco. A medida que se distancia de su posición inocente Don Giulio va descuidando su aspecto, y Moretti crispando su actuación. Me gusta especialmente una secuencia en la que el director se salta el eje –como haría el mejor Chabrol- y disminuye la luz, para avisar al espectador (y al cura) de la inminente llegada de una noticia desagradable.
La tentación de comparar La Misa ha terminado con el tradicional cine religioso es demasiado fuerte para cualquier cinéfilo. Y es que la confrontación entre la cinta de Moretti y las excelentes películas de, por ejemplo, Leo McCarey puede resultar de lo más divertido. Veamos un par de cosas: El padre O’Malley (Bing Crosby) en Siguiendo mi camino o en Las Campanas de Santa María (Going My Way, The Bells of St. Mary’s, 1944 y 1945) llega a su nuevo destino para resolver varios entuertos: una parroquia en ruinas, peleas entre adolescentes, parejas que se separan o que viven en “pecado”, etc. Entre canción y canción y, gracias a sus oportunos consejos, las cosas terminan siempre bien.
Don Giulio (Nanni Moretti) también llega a una nueva parroquia en ruinas y también se dispone a unir a parejas separadas (su hermana y su novio, sus padres, su amigo de la infancia); o a llevar por el buen camino a sus antiguos compañeros: un pervertido sexual y otro terrorista. Intenta hablar con ellos, aconsejarles, ¡hasta canta! –horriblemente- en una secuencia inicial; pero lejos de finalizar todo bien, la situación empeora cada vez que interviene. No sólo no consigue solucionar ninguno de los problemas, sino que él mismo se convierte en victima de la situación.
Mientras que O’Malley termina sus películas dirigiéndose hacia otro destino, desapareciendo en la oscuridad de la noche como un enviado de Dios, Don Giulio termina tan mal que al final sólo le queda una cosa por decir: “La Messa è finita”.
Ver Ficha de La Misa ha terminado.
No hay comentarios:
Publicar un comentario