domingo, 27 de abril de 2008

LARGA JORNADA HACIA LA NOCHE (Long Day's Journey into Night de Sidney Lumet, 1962)

Larga jornada hacia la Noche se trata de una cinta basada en la obra de teatro homónima de Eugene O’Neill, por la que el escritor recibió el premio Pulitzer en 1956. El padre del teatro moderno americano, muy cercano al mundo de Hollywood (varias de sus obras fueron llevadas al cine y además era suegro de Charles Chaplin), plasmó en el papel -como si de una terapia se tratase- lo ocurrido en su juventud, en el seno de una familia muy peculiar.


Sidney Lumet se encargó de adaptar la historia a pesar de que presentaba algunos, muy serios, inconvenientes. De entrada toda la acción se desarrolla en un día de verano y, prácticamente, en un único decorado: la casa de los O’Neill -aquí los Tyrone-. Una curiosidad: el nombre de Tyrone lo eligió el autor con toda intención, para recordar a su antepasado irlandés Hugh O’Neill, conde de Tyrone; un patriota que causó la mayor derrota a los invasores ingleses, capitaneados por el conde de Essex, allá por el año 1599. De este hecho se hace eco el famoso filme La vida privada de Elizabeth y Essex (The Private Lives of Elizabeth and Essex, de Michael Curtiz, 1939).

Con Long day’s Journey into Night Lumet realiza uno de sus mejores trabajos; aunque llevaba dirigidas pocas cintas, su experiencia en producciones televisivas y, sobre todo, su excelente filme Doce hombres sin piedad (Twelve Angry Men, 1957) resultaron decisivos en el acabado final.

El largometraje arranca “aireado”, lejos de su origen teatral, con lo que parece ser una familia feliz charlando amistosamente en el campo, cerca de su casa. A medida que el espectador va conociendo las miserias de cada personaje, éstos van refugiándose dentro de la vivienda para ya no volver a salir más. Aquí es donde se luce Lumet. Nadie como él para reflejar el estado de angustia y la violencia psíquica de los personajes. De la misma forma que en Doce hombres... el director se encontraba en su salsa rodando en interiores, con luz cada vez más dura –y escasa-; apoderándose de todos los ángulos posibles, con una cámara que no daba respiro a los protagonistas de este drama.


Pero lo mejor de la cinta es el duelo interpretativo entre los cuatro actores principales: Katharine Hepburn, que encarna a la madre desesperada y adicta a la morfina desde el nacimiento de su hijo menor; Ralph Richardson se hace con el papel del marido, un actor en horas bajas, tacaño hasta la miseria y causante de la adicción de su mujer debido a una mala –pero barata- medicación; Jason Robards es el hijo mayor, un alcohólico celoso de su hermano pequeño, incapaz de encontrar su sitio en la vida y forzado a tomar la misma profesión que su padre; y Dean Stockwell el menor de los Tyrone, un marinero aquejado de tuberculosis, con dotes de escritor, sin duda el alter ego del propio O’Neill. Todos ellos centrados en su desesperación e incapaces de ayudar al resto. Cualquier profesional que leyera el guión consideraría los personajes como un regalo llovido del cielo e intentaría dar lo mejor de sí mismo. Eso fue lo que ocurrió: todas las interpretaciones brillaron a gran altura y la crítica fue unánime al considerarlas como legendarias; tanto es así que ganaron –los cuatro- el premio al mejor actor en el festival de Cannes.

Si hay que destacar una actuación por encima de las demás es la de Katharine Hepburn. Los cambios de carácter –y por tanto de registro-, propios de una drogadicta, y la intensidad y fuerza de su interpretación provocan una impresión al espectador difícil de olvidar. Sólo el duro trabajo podría ser la causa de tal efecto. Y así era: Sydney Lumet, al comienzo del rodaje, le propuso a la actriz empezar los ensayos un día determinado, ella le respondió que quería una semana más; cuando el director le preguntó el motivo, Katharine Hepburn le contestó algo parecido a esto: “porque si no tú sabrás más acerca del guión que yo”.


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