martes, 29 de enero de 2019

ROMA (Alfonso Cuarón, 2018)

Camino de los Óscar, parece inevitable detenerse un momento para comentar la última película del realizador mexicano Alfonso Cuarón que, como si fuera un Kubrick redivivo, vuelve después de cinco largos años para acaparar nominaciones y premios (recordemos que su filme anterior, Gravity (2013), se llevó la friolera de siete galardones de la Academia). Y lo hace con una cinta radicalmente diferente, en la temática, en la estética y, en fin, en la intención.



La historia de Cleo, una empleada de hogar que trabaja para una familia de clase media en el México de primeros de los setenta, es un fiel reflejo de una desigualdad social sin vías de solución. De una diferencia de clases explicada desde el cariño, eso sí, y de la nostalgia del propio director que asegura haber rodado una película autobiográfica.

Un filme del mejor Cuarón. Igual que en aquella excelente película, Y tu mamá también (2001), en Roma “también” hay viajes en automóvil para ir de falsas vacaciones a la playa mientras el país estalla. Lo novedoso de la flamante propuesta de Cuarón es la fotografía expresionista en blanco y negro; y las secuencias realistas de El halconazo, un suceso tan trágico como poco conocido en Europa, pero del que no es ajeno el cine mexicano ––otros cineastas se hicieron eco de los acontecimientos que sacudieron ese país a finales de los sesenta y primeros de los setenta (Felipe Cazals, por ejemplo, en Canoa y en El apando trató las revueltas estudiantiles de 1968, largometrajes de los que prometo hablar más pronto que tarde).



Roma es, por tanto, muchas cosas, también un tour de force técnico con incontables y larguísimos travellings; con dominio de la profundidad de campo; con una perfecta puesta en escena, que aprovecha como nadie el formato panorámico; sin música, pero con sonidos fuera de cuadro; con eficaces planos detalles y con una estética que parece traspasar el charco para viajar a la Europa central y oriental a visitar a Tarkovsky o a Béla Tarr.

Repleta de atractivas metáforas, la primera, digamos el eje de la cinta, es aquella que nos cuenta cómo se desintegra poco a poco el entorno que rodea a la protagonista, el del exterior de la casa, pero también el del interior cuando la familia modélica donde trabaja Cleo sucumbe como si fuera un microcosmos representativo de aquella sociedad. Otras simbologías a destacar son el nacimiento de un niño, viciado por una relación perversa; el turismo desproporcionado, que no cabe en la cochera llena de excrementos del perro, apariencia frente a realidad; y el avión que todo lo ve, pero no puede intervenir: como el propio Cuarón, testigo de la incapacidad del ser humano para resolver sus problemas, entre ellos el de la desigualdad.

En la catarsis que es la secuencia de la playa, sin duda de lo mejor de la cinta, y, en concreto, en el plano emotivo que sirve de cartel promocional, parece que se haya superado esa barrera social. No es más que un espejismo. Otro encuadre, el del final, coloca las cosas en su sitio.  



Ver ficha de Roma.


viernes, 18 de enero de 2019

EL SUAVE ROCE DE TU PELO en e-book y gratis (por unos días)

Pues sí, una buena noticia para los que leen libros en formato electrónico: hasta el próximo día 22 de enero se puede descargar mi novela "El suave roce de tu pelo" gratis en la tienda de Amazon.

La novela fue finalista en el primer premio de novela "Alféizar" y se encuentra de promoción dentro del programa FreeBooks-Español.

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Os animo a que la descarguéis de forma gratuita, a que la leáis y a que dejéis vuestros comentarios en Amazon.

Pues nada más,  espero que os guste. Un abrazo.

Nota de FreeBooks en facebook:
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martes, 8 de enero de 2019

2 X 1: "HIJOS DE NADIE" y "QUIEN ESTÉ LIBRE DE PECADO" (Raffaello Matarazzo)

Hijos de nadie (I figli di nessuno, 1951)

Con los últimos coletazos del neorrealismo, el cine italiano se volvió más comercial. Las películas de género, en especial las comedias y los melodramas, triunfaban allá donde las cintas realistas ya estaban pasadas de moda.

La productora Titanus fue una de las que más se benefició del nuevo estatus, en parte gracias a un triunvirato que sublimó el melodrama como nunca nadie lo había hecho antes. Nos referimos al director Raffaello Matarazzo y a los actores Amedeo Nazzari e Yvonne Sanson. Los tres fueron los artífices de un éxito sin precedentes, que se prolongó en el tiempo a lo largo de toda la década de los cincuenta.

Desde Tormento (1950) hasta Café de puerto (Malinconico autunno, 1958), hicieron un total de siete películas juntos; si bien, el primer gran asalto a la taquilla fue con Catene (1950). El éxito continuó con su siguiente película, Hijos de nadie, donde de nuevo Matarazzo bebía de las fuentes del folletín y se aseguraba ríos de lágrimas entre los espectadores, que llenaban las salas para ver sufriendo a la pareja de moda.



Así, en Hijos de nadie, Amedeo Nazzari era un empresario de la alta sociedad que se enamoraba de la hija (Yvonne Sanson) de unos de sus empleados. De ese amor imposible nacía un niño no deseado, sobre todo por la madre del millonario, una malísima Françoise Rosay rescatada del Realismo Poético francés. Dicho personaje haría todo lo posible para que Amedeo no se casase con una mujer de tan baja clase social. Llegaría incluso a secuestrar al niño y hacer creer a todos que había muerto. El drama se tornaba tragedia, mientras la película alcanzaba la cima del ciclo iniciado el año anterior.

El filme tuvo tan buena respuesta en el público que propició una secuela: L’angelo bianco (1955). Una continuación rocambolesca, muy cercana al Vértigo de Hitchcock ––tres años antes de esa obra maestra––, donde Amedeo Nazzari creía ver a su amada cuando conocía a una doble de Yvonne Sanson. La actriz se desdoblaba en dos: en una pecadora y en una monja, y el largometraje se volvía inverosímil hasta extremos de derivar en una suerte de cinta hagiográfica donde solo faltaba que la monja levitara al final.


Quien esté libre de pecado (Chi e sènza peccato…, 1952)

Las películas del ciclo de Matarazzo eran tan similares en la estructura y hasta en la trama que si L’angelo bianco fue una secuela de Hijos de nadie, su siguiente cinta después de esta fue prácticamente un remake.

En efecto, Quien esté libre de pecado, se regodeaba en un drama que se apoyaba en el guion de Hijos de nadie, pero lo hacía en diferido: ahora la que se había enamorado de alguien que no era de su clase social, y había tenido un hijo con él, era la hermana de Yvonne Sanson. Yvonne se iba a casar con Amedeo Nazzari ––por supuesto––, pero la perversa François Rosay no iba a permitir que ese hijo bastardo manchara su respetable apellido, así que lo más fácil era endosárselo a la tía, a la pobre Yvonne y, de paso, lograr que Amedeo la repudiase por adúltera.

Los protagonistas, como se ha dicho, eran siempre los mismos: por un lado, Amedeo Nazzari, un galán que transitó desde los papeles de aventurero en la época fascista, hasta los melodramas de Matarazzo ––siguiendo la evolución del propio cine italiano––; y por otro, Yvonne Sanson, la actriz con cuerpo de popolana, como sus coetáneas Silvana Mangano o Sofía Loren, pero, a diferencia de ellas, anclada mucho más en el drama, sin apenas asomar por la comedia.



No solo repetían los actores, también el equipo artístico era el de siempre, donde destacaba el encargado de la música, Salvatore Allegra, y, sobre todo, el director de fotografía, Rodolfo Lombardi, responsable de una estética naturalista más cercana al cine negro que al neorrealismo.

Melodramas moralistas, religiosos en exceso, madres solteras, relaciones imposibles entre amantes de distinta clase social, hijos no deseados condenados a una vida dickensiana hasta un final, casi siempre trágico, eran algunas de las características de las cintas de Matarazzo-Nazzari-Sanson. Populares hasta la saciedad, estas películas han llegado hasta nuestros días como un ejemplo de buen cine clásico, muy cuidado en todos los aspectos y, por tanto, bastante recomendable.






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