Camino de los Óscar, parece inevitable detenerse un momento
para comentar la última película del realizador mexicano Alfonso Cuarón que,
como si fuera un Kubrick redivivo, vuelve después de cinco largos años para
acaparar nominaciones y premios (recordemos que su filme anterior, Gravity
(2013), se llevó la friolera de siete galardones de la Academia). Y lo
hace con una cinta radicalmente diferente, en la temática, en la estética y, en
fin, en la intención.
La historia de Cleo, una empleada de hogar que
trabaja para una familia de clase media en el México de primeros de los
setenta, es un fiel reflejo de una desigualdad social sin vías de solución. De una
diferencia de clases explicada desde el cariño, eso sí, y de la nostalgia del propio
director que asegura haber rodado una película autobiográfica.
Un filme del mejor Cuarón. Igual que en aquella excelente película, Y tu mamá también (2001), en Roma “también” hay viajes en automóvil
para ir de falsas vacaciones a la playa mientras el país estalla. Lo novedoso de la flamante propuesta de Cuarón es la fotografía expresionista en blanco y negro; y las
secuencias realistas de El halconazo, un suceso tan trágico como poco conocido en Europa, pero del que no
es ajeno el cine mexicano ––otros cineastas se hicieron eco de los acontecimientos
que sacudieron ese país a finales de los sesenta y primeros de los setenta
(Felipe Cazals, por ejemplo, en Canoa y en El apando trató las revueltas estudiantiles de 1968, largometrajes de los que prometo hablar más pronto que tarde).
Roma es, por tanto, muchas cosas, también un tour de force técnico con incontables y
larguísimos travellings; con dominio
de la profundidad de campo; con una perfecta puesta en escena, que aprovecha como nadie el formato panorámico; sin música, pero con sonidos fuera de cuadro; con eficaces
planos detalles y con una estética que parece traspasar el charco para viajar a
la Europa central y oriental a visitar a Tarkovsky o a Béla Tarr.
Repleta de atractivas metáforas, la primera, digamos el eje de la cinta, es aquella que nos cuenta cómo se desintegra poco a poco el entorno que rodea a la protagonista, el del exterior de la casa, pero también el del interior cuando la familia modélica donde trabaja Cleo sucumbe como si fuera un microcosmos representativo de aquella sociedad. Otras simbologías a destacar son el nacimiento de un niño, viciado por una relación perversa; el turismo desproporcionado, que no cabe en la cochera llena de excrementos del perro, apariencia frente a realidad; y el avión que todo lo ve, pero no puede intervenir: como el propio Cuarón, testigo de la incapacidad del ser humano para resolver sus problemas, entre ellos el de la desigualdad.
Repleta de atractivas metáforas, la primera, digamos el eje de la cinta, es aquella que nos cuenta cómo se desintegra poco a poco el entorno que rodea a la protagonista, el del exterior de la casa, pero también el del interior cuando la familia modélica donde trabaja Cleo sucumbe como si fuera un microcosmos representativo de aquella sociedad. Otras simbologías a destacar son el nacimiento de un niño, viciado por una relación perversa; el turismo desproporcionado, que no cabe en la cochera llena de excrementos del perro, apariencia frente a realidad; y el avión que todo lo ve, pero no puede intervenir: como el propio Cuarón, testigo de la incapacidad del ser humano para resolver sus problemas, entre ellos el de la desigualdad.
En la catarsis que es la secuencia de la playa, sin duda de
lo mejor de la cinta, y, en concreto, en el plano emotivo que sirve de cartel
promocional, parece que se haya superado esa barrera social. No es más que un
espejismo. Otro encuadre, el del final, coloca las cosas en su sitio.
Ver ficha de Roma.