lunes, 23 de noviembre de 2020

EL CISNE NEGRO (The Black Swan de Henry King, 1942)

En plena guerra mundial los estudios de Hollywood se unieron a la causa de entretener al público de retaguardia. Así, surgieron melodramas dirigidos para las mujeres que aguardaban solas en casa el regreso de sus maridos; películas bélicas de propaganda que llenaban las salas; y, sobre todo, musicales y aventuras que permitían al público soñar y apartarse de la realidad de la guerra. Un estudio destacó de entre todos por teñir de color tales largometrajes: la Twentieth Century Fox, con su productor Darryl F. Zanuk a la cabeza, y con películas como El cisne negro:


Estamos en 1674 y Sir Henry Morgan (Laird Cregar) acaba de ser indultado por el rey Carlos de Inglaterra y nombrado gobernador de Jamaica. El antiguo pirata llega a la isla justo cuando sus lugartenientes Jamie Waring (Tyrone Power), el capitán Leech (George Sanders) y Wogan (Anthoy Quinn) han asaltado Port Royal, apresado al gobernador saliente y secuestrado a su hija Margaret (Maureen O’Hara). Morgan convence a Jamie para que deje la piratería y combata en Tortuga a sus antiguos compañeros. Jamie accede más que nada porque se ha enamorado de Margaret...

La trama se desarrolla bajo el punto de vista de Jamie Waring, un personaje de ficción al que da vida Tyrone Power. A pesar de su rostro aniñado es un pirata más duro que los interpretados por Errol Flynn. Al comienzo de la película se le ve como pendenciero y alcohólico, capaz de cambiar mujeres por barriles de ron, digamos que es un filibustero más creíble que los espadachines caballerosos de Flynn. Al menos en la primera mitad del filme, ya que poco a poco va refinando su carácter a medida que el amor que siente por lady Margaret se va afianzando.


Un amor no correspondido por el personaje al que da vida Maureen O’Hara. La actriz se apoya en su registro habitual de mujer dura y fría para estar tan brillante como siempre. Descubierta por Charles Laughton en otra de piratas, La posada Jamaica (Jamaica Inn, Alfred Hitchcock, 1939), fue justo después del estreno de El cisne negro cuando Maureen O’Hara recibió el sobrenombre de “Reina del Technicolor”, un apodo que ya no la abandonaría en toda su carrera. Algo que no es de extrañar cuando la fotografía de la película ganó el Óscar con toda justicia. Su responsable, Leon Shamroy, utilizó una gama cromática donde los azules y anaranjados de las puestas de sol recortaban en contraluz las siluetas de buques y marineros sobre el  mar o la costa.

Henry King filmó dichas escenas en un enorme set marítimo situado detrás de los estudios de la Fox. El lugar se llegó a llamar “Tyrone Power Lake” en recuerdo al actor y a su papel en El cisne negro. El filme es un buen ejemplo de la profesionalidad de King que llegó a realizar casi cien películas, las mejores de ellas para la Fox. El virtuosismo del director se puede apreciar en la secuencia del duelo a espada entre Jamie y Leech (entre Tyrone Power y un irreconocible George Sanders). Una escena perfecta que arranca en la toldilla, sigue en el alcázar y finaliza en el camarote donde Margaret se encuentra cautiva. 

Si secuencias como esas demuestran que Henry King era un artesano en el buen sentido de la palabra, el resultado global de la película nos dice que también era un cineasta con sensibilidad que sabía darle el tono correcto a un largometraje. Así, en El cisne negro todo apunta a una película crepuscular, y no sólo por la forma —ya hemos hablado de la excelente fotografía—, sino también por el fondo cuando algunos diálogos de Henry Morgan van en el sentido de añorar una vida anterior, de echar de menos los viejos tiempos en los que el pirata podía navegar con libertad y que, debido a sus nuevas obligaciones como gobernador, ya no volverán jamás.



El post es un extracto corregido para la ocasión del capítulo dedicado a El cisne negro
 en mi libro: CINE Y NAVEGACIÓN. Los 7 mares en 70 películas



lunes, 9 de noviembre de 2020

2 X 1: “YOSHIWARA” y “WERTHER” (Max Ophüls)

Yoshiwara (1937)

En la segunda mitad de los años treinta, el director alemán de ascendencia judía, Max Ophüls, realizó dos películas seguidas un poco antes de exiliarse a Estados Unidos para huir del régimen nazi. Pertenecen al grupo de cintas menos conocidas de su filmografía, pero las recomendamos, no como rarezas, sino como verdaderas joyas de uno de los grandes directores de la historia del cine.

Ambos filmes son adaptaciones literarias de célebres dramas, al estilo de una de sus obras importantes de dicho período pre-Hollywood, nos referimos a Amoríos (Liebelei, 1932), el largometraje que lo consagró, una adaptación de la obra de teatro de Arthur Schnitzler. Cinco años más tarde, Ophüls dirigió Yoshiwara, versión de la novela homónima de Maurice Dekobra.

Yoshiwara narra la historia de un militar ruso, que en plena guerra contra Japón se enamora de una geisha. La joven nipona es en realidad una noble caída en desgracia, pero fiel a su amor por el oficial no duda en traicionar a su país. La tragedia se ve venir y la cinta toma la forma de una ópera con muchos puntos en común con “Madame Butterfly”, solo que ahora los soldados son rusos en lugar de americanos.

En esa época, Ophüls ya era un director prestigioso, tal como demuestra el importante elenco del filme: Pierre Richard-Willm al frente del reparto, secundado de dos actores japoneses tan importantes como Sessue Hayakawa (La marca de fuego, El puente sobre el río Kwai) y Michiko Tanaka. Verdaderas estrellas del país del sol naciente, que triunfaron lejos de su patria: Hayakawa en Estados Unidos y Tanaka en Europa. Por cierto, la actriz ya había interpretado en el teatro “Madame Butterfly” (y más tarde la protagonizaría en cine).

Con la sombra de la ópera de David Belasco planeando por la cinta de Ophüls, discurre Yoshiwara, que el director germano rueda de manera más convencional, sin grandes alardes técnicos, sin los planos secuencias tan afines a su estilo. Una circunstancia que demuestra que Ophüls no solo era un realizador formalista, sino un cineasta completo que dominaba como nadie la puesta en escena, ya fuera convencional o barroca.

  

Werther (Le Roman de Werther, 1938)

El siguiente filme de Max Ophüls después de Yoshiwara también es un dramón, pero mucho más célebre. Se trataba de la adaptación del clásico de Goethe, Werther, otra cinta de “época” que narra la historia del amor imposible entre el relator de justicia de un pueblo y la prometida del juez. Cuando este se ausenta, los amantes dan rienda suelta a su pasión y se prometen, entonces ella le confiesa su compromiso con el juez. Werther asume la desgracia y no vuelve a ver a su amante. Pero, claro, las cosas no quedarán así.

Ophüls abre el filme con buenos diálogos entre los dos amigos, Werther y el juez, que hacen referencia a la ilustración y a la revolución francesa que está por venir. Ambos son afines a las ideas progresistas antes de que el amor que sienten por la misma mujer los separe. Una vez que se confirma la ruptura, entonces el debate se extiende a otro de carácter moral cuando Werther comienza a sentir simpatía por un condenado a muerte en un caso de crimen pasional.

La cinta de Ophüls descansa otra vez en una historia de amour fou donde el director vuelve a contar de nuevo con la colaboración de Pierre Richard-Willm en el papel de Werther. Igual que en Yoshiwara, el rodaje es convencional, el Ophüls formalista tampoco se deja ver aquí, aunque sí un esbozo de lo que serán sus obras mayores: la elegancia del movimiento de la cámara, y los planos escondidos detrás de visillos y ventanas, son marca de la casa. 

Tanto Yoshiwara como Werther son producciones francesas, igual que sus dos películas siguientes hasta que finalizada la década de los treinta, Ophüls fue forzado a exiliarse. Siete años después, en 1947, pudo rodar, ya asentado en Hollywood, La conquista de un reino, una cinta de aventuras que sería el preludio a maravillas de la talla de Carta de una desconocida, Atrapados o Almas desnudas.




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