lunes, 29 de enero de 2024

LA ISLA DEL TESORO (Treasure Island de Victor Fleming, 1934)

Nadie ha contribuido más al imaginario de las aventuras de piratas como Robert Louis Stevenson. Desde que se publicó su célebre novela, las patas de palo, las cicatrices que cruzaban todo el rostro, los loros posados en el hombro, las banderas negras con la calavera al viento y los tesoros enterrados, son las señas de identidad, los tópicos si se quiere, de las historias de piratas. La novela que escribió Stevenson se ha llevado a la gran pantalla en numerosas ocasiones. La versión más célebre es la primera de las adaptaciones sonoras, la producida en 1934 por la todopoderosa Metro Goldwyn Mayer. La trama de la aventura es bien conocida:

Jim Hawkins (Jackie Cooper) encuentra entre las pertenencias del pirata Billy Bones el mapa del tesoro del capitán Flint. Con sus amigos, el doctor Livesey (Otto Kruger) y el caballero Trelawney (Nigel Bruce), Jim se embarca en “La Española” rumbo a la isla donde Flint enterró el botín. Al mando de la nave va el capitán Smollett (Lewis Stone), un rígido oficial que intenta mantener a raya a la poco recomendable tripulación que ha sido reclutada por el cocinero Long John Silver (Wallace Beery). Antes de llegar a la isla, Jim descubre la conspiración de Silver y sus secuaces: son una banda de piratas que quieren hacerse con el tesoro y con la nave...

La cinta dirigida por Victor Fleming, un veterano de la MGM, es muy fiel a la novela de Stevenson y sólo se permite un cambio importante en el desenlace cuando el propio Jim es el que suelta a Silver. Con dicho final lo que el director pretendía era resolver la relación de amistad que existía entre el chico y el pirata con una escena de despedida donde afloran los sentimientos. Una relación que lleva el peso de toda la película y que a la postre resulta el principal elemento diferenciador con el resto de versiones. Claro que la cinta de Fleming partía con una ventaja: el público ya era consciente de la complicidad que existía entre Jackie Cooper y Wallace Beery antes de empezar el filme. Ambos habían trabajado juntos en dos películas anteriores: El Campeón (The Champ, King Vidor, 1931) y El arrabal (The Bowery, Raoul Walsh, 1933) —y aún colaborarían en una cuarta, Sangre de circo (O’Sahughnessy’s boy, Richard Boleslawski, 1935)—, historias todas ellas, en especial la primera, culpables de que fluyeran ríos de lágrimas por todas las salas de cine del mundo.


Si en La isla del tesoro la participación de los dos actores protagonistas es importante, también lo es el conseguido ambiente que Fleming sabe darle a la película desde el principio. El prólogo pone las cosas en su sitio cuando hace acto de presencia el viejo Billy Bones (Lionel Barrymore). Una tormenta amenaza al baile bucólico que se celebra en las proximidades del “Almirante Benbow”, la posada donde vive Jim con su madre, y se confirma cuando el pirata entra en el local. Lionel Barrymore, otro activo importante de la Metro, está especialmente inspirado en su papel de Bones y la verdad es que pone los pelos de punta cuando obliga a los parroquianos a entonar la célebre canción que todos recordamos. Precisamente el estribillo "ron, ron, ron, la botella de ron" se convierte a partir de ese momento en el tema central de la pegadiza banda sonora de la película.

Otro de los aciertos de la cinta es rebajar la edad de Jim de los quince años que tenía en la novela a la de Jackie Cooper, bastante más pequeño. Así el filme se desarrolla desde el punto de vista de Jim/Cooper que se cree que todo es un juego y no es consciente del peligro. Jim se comporta como lo que es, un niño, cuando se divierte en la isla con los animales o, en la mayor de las imprudencias, cuando se cree capaz de gobernar el barco para esconderlo de los piratas. Ese espíritu infantil lo retrata muy bien Fleming y se me antoja parte del éxito de la película.


El post es un extracto corregido para la ocasión del capítulo dedicado a La isla del tesoro en mi libro: CINE Y NAVEGACIÓN. Los 7 mares en 70 películas




domingo, 14 de enero de 2024

2 X 1: "OYUKI, LA VIRGEN" y "LAS HERMANAS DE GION" (Kenji Mizoguchi)

Oyuki, la virgen (Maria no Oyuki, 1935)

Hablar de Kenji Mizoguchi es hablar de un genio, uno de los grandes directores del cine japonés y, por extensión, del cine mundial. A mediados de los años treinta, ya era considerado un maestro, con una trayectoria muy importante en el período del cine silente (más de cuarenta películas). En plena adaptación al sonoro, dirigió las dos películas de las que vamos a hablar hoy.

En Oyuki, la virgen, en medio de la guerra civil una familia acomodada huye de la ciudad que está siendo bombardeada por las fuerzas del gobierno. En la diligencia pública en la que viajan, les acompañan dos geishas, que son objeto de su desprecio y crítica. Cuando un señor de la guerra secuestra la diligencia y pide pasar la noche con la más joven de la familia, una de las geishas se ofrece para ir en su lugar…

La película de Mizoguchi es una crítica certera y directa de las clases acomodadas frente a la generosidad y benevolencia de las protagonistas de la cinta, las dos prostitutas. El filme está basado en el cuento Bola de sebo de Guy de Maupassant, el que después utilizaría de partida John Ford cuando dirigió La diligencia (Stagecoach, 1939); la trama también tiene cierto aire a El expreso de Shanghai (Shanghai Express, Josef Von Sternberg, 1932).

 

Mizouguchi pone el acento en las dos protagonistas, sobre todo en Oyuki, interpretada por Isuzu Yamada, para realizar uno de sus habituales retratos femeninos. Igual que su coetáneo Mikio Naruse, pero con más conocimiento de causa —la hermana de Mizoguchi fue vendida como geisha, y él mismo frecuentó en la infancia los prostíbulos—, Mizoguchi es un director experto en esa materia, en personajes de vida difícil como son las prostitutas, rechazados por la sociedad que los ve como objetos que se pueden comprar y vender.

En Ojuki, Mizoguchi se enfrenta a su segunda película sonora y todavía no ha desarrollado el estilo por el que será conocido mundialmente, el de los barrocos planos-secuencia, aunque sí deja ver su vocación pictórica —estudió bellas artes— en los cuidados y preciosistas encuadres y en la puesta en escena.

 

Las hermanas de Gion (Gion no shimai, 1936)

Un año después de realizar Oyuki, la virgen, Mizoguchi vuelve a rodar un melodrama con parte del equipo de Oyuki, y con una historia que trata de nuevo sobre dos geishas, que en esta ocasión son hermanas:

La mayor, Umekichi, atiende al señor Furusawa, un antiguo cliente del que está enamorada y que ahora se encuentra arruinado. Umekichi le deja vivir con las dos hermanas a pesar de las pegas que pone la pequeña Omocha (interpretada, otra vez, por Isuzu Yamada). Omocha despotrica sobre los hombres, se queja de que las utilizan como objetos, pero desea que un rico las mantenga. Los tejemanejes de Omocha para vivir a lo grande y deshacerse de Furusawa se centran en convencer al señor Jurakudo, un rico comerciante de antigüedades, para que sea el protector de su hermana. Al mismo tiempo, Omocha rechaza a Kimura, un simple empleado, al que utiliza para que le consiga un kimono nuevo. Omocha prefiere al jefe de Kimura, el señor Kudo. La menor de las hermanas llega tan lejos con sus intrigas que Kimura quiere vengarse de ella…

El excelente e intrincado guion de Las hermanas de Gion se debe al colaborador de Mizoguchi durante el resto de su obra: Yoshikata Yoda. El libreto, muy criticado por el régimen militar japonés que llevó al país a la Segunda Guerra Mundial, adapta la novela del escritor ruso Aleksandr Kuprin.

 

Mizoguchi, por momentos, transforma el guion en una obra de teatro, o en una ópera, cuando aleja la cámara de los personajes para descubrir el escenario que los envuelve. Aún sigue sin desarrollar el estilo sintético a base de planos-secuencia, pero elude lo que puede el montaje para que fluya la narración con los menos artificios posibles.

En Las hermanas de Gion, de nuevo Mizoguchi sabe de lo que habla: la hermana mayor del director, con la que se fue a vivir cuando murió su madre, era una geisha mantenida por un noble. Gracias a eso, Mizoguchi pudo costearse los estudios de bellas artes en Tokio. Este filme con toques de comedia, de vodevil, es en realidad un drama que termina con un mensaje muy claro acerca de la profesión de geisha: «¡por qué tiene que existir!», exclama una y otra vez Omocha en la secuencia final, acaso la mejor de la película.



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