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lunes, 16 de diciembre de 2019

EL IRLANDÉS (The Irishman de Martin Scorsese, 2019)

No creemos que la reciente película de uno de los grandes directores ––casi una leyenda, el viejo Martin Scorsese–– sea el epitafio a una larga y exitosa carrera, pero sí se parece mucho a una despedida. Quizás no a la suya, sino a una manera de hacer cine. Me explico:


Scorsese elige una cinta del género que mejor domina, el de gangsters, para dar el salto a, quién sabe, el nuevo cine que viene ––que ya está aquí–– y el adiós al más que centenario que se va, y lo hace con la trama adecuada: con un argumento crepuscular basado en hechos reales que adaptan la novela de Charles Brandt. Para tal evento, el realizador se rodea de sus actores fetiche, con los que le han acompañado en este recorrido como si fuera un homenaje a todos ellos; ya saben, De Niro, Keitel, Pesci… Me imagino que habrá sido un proyecto irresistible para un cinéfilo como él.

Una producción que, ya es hora de decirlo, no nos satisface del todo. En primer lugar, por la excesiva duración. Tres horas y media ––dicen que el metraje original era de ¡más de cuatro horas!— es demasiado para cualquier espectador, aunque sea uno sentado en el sofá de su casa con la oportunidad de hacer un par de pases. Y aquí viene el segundo de los problemas: la película ha sido financiada, producida y distribuida por una plataforma televisiva. El sempiterno enemigo del cine al final se lo ha comido, podría ser el comentario de algún alarmista apocalíptico, al que no le faltaría algo de razón. Está claro que los que amamos el cine nos tendremos que acostumbrar a verlo desde distintas plataformas. Lo haremos. De hecho, ya lo hacemos.


Lo que será más difícil de tragar, es la progresiva sustitución de algunos de los elementos que configuran el cine desde que nació. Uno de ellos tan importante como es el de la interpretación. En El irlandés asistimos al rejuvenecimiento de los personajes gracias a los efectos digitales. Algo que ya se viene haciendo desde El curioso caso de Benjamín Button, pero nunca con tanta repercusión en trama y metraje. En la cinta que nos atañe, en más de dos terceras partes del filme (que ya es decir, debido a la duración) el protagonista parece más un avatar que otra cosa. Hasta Scorsese ha reconocido que dichos avances tecnológicos harán desaparecer el maquillaje. Se ha quedado corto. Qué quieren que les diga: nos chirría tanto el truco que perdemos hasta el hilo de la historia preguntándonos cuánto faltará para prescindir completamente de los actores.

No obstante, 210 minutos dan para mucho, hasta para brillantes secuencias, para detalles del buen realizador que es Martin Scorsese. Los hay a lo largo del metraje, lo que en parte compensa aguantar hasta el final. Destacamos dos aspectos muy relacionados entre sí, que de alguna manera representan una novedad: el extremado realismo en las escenas de los asesinatos, que Scorsese presenta con toda su crudeza, sobriedad e inmediatez para provocar un efecto de rechazo en el espectador. El mismo, y aquí viene el segundo elemento, que el distanciamiento de la hija del irlandés. El punto de vista de la pequeña a lo largo de la historia es el de la sociedad misma, que lejos de engrandecer la figura del héroe de la cinta, lo que hace es ponerlo en el lugar que le corresponde. Algo parecido a lo que Hawks hizo al final de Scarface con aquel mensaje que alertaba a la audiencia para que nadie viera en el personaje un ejemplo a seguir.

Antes de finalizar (vale, Martin, todos nos pasamos de tiempo), habría que comentar la interpretación de Robert De Niro. El actor, prisionero de él mismo en las últimas décadas, con trabajos que rozaban la sobreactuación al repetir una y otra vez el mismo registro, ya sea en parodias o en dramas, aquí, sin embargo, presenta un trabajo contenido en la línea de aquel lejano de la excelente El Padrino II. Bien por De Niro. Una actuación más que digna… 

Pero de quién: ¿de Robert De Niro, o de su avatar?



martes, 24 de febrero de 2009

COLABORACIÓN: La conversación (The Conversation de Francis Ford Coppola, 1.974)

En 1.974, el mismo año en el que en Estados Unidos se destapa el escándalo del Watergate, Francis Ford Coppola dirige La conversación, un estupendo drama de intriga y suspense ambientado en el mundo del espionaje industrial – en su momento al director se le tachó de oportunista por recuperar para ese momento puntual un guión que llevaba años durmiendo en un cajón el sueño de los justos. Aquel 74 es también definitivamente el gran año de Coppola que no sólo obtiene con esta película la Palma de Oro de Cannes sino que se convierte en el gran triunfador de la noche de los Oscars gracias a las 6 estatuillas conseguidas por El Padrino II. En aquella ceremonia, además el cineasta está nominado por partida doble, y una de las principales rivales con las que se encuentra la ganadora final es precisamente el film del que vamos a hablar a continuación.





Rodada justo entre los dos primeros "padrinos" y con un presupuesto sensiblemente inferior al que suele manejar en otras películas de esa época, La Conversación es uno de los títulos de la carrera de su director que más le enorgullecen según él mismo ha confesado en alguna ocasión.

La película tiene como protagonista a Harry Caull, un prestigioso detective privado experto en seguridad que recibe el encargo, en principio banal, de vigilar a una pareja por un presunto caso de infidelidad. En un principio las conversaciones entre los amantes resultan totalmente intrascendentes, pero cuando Harry descubre que el cliente que lo ha contratado se niega a identificarse empieza a sospechar que la vida de éstos y la de él mismo corre peligro. Sin duda la clave del film está en el certero retrato psicológico que se hace de su protagonista principal, decisivo para el posterior desarrollo de la trama. El carácter obsesivo de Harry en busca permanente de la redención – arrastra un sentimiento de culpa por un suceso cometido tiempo atrás por el cual murieron varias personas- le condena a una irremediable soledad y le lleva a embarcarse en su propia paranoia que al final resultará también la nuestra. Con una tensión que va "in crescendo" pero que al mismo tiempo es casi imperceptible, Coppola consigue que al final el espectador del film acabe casi tan agobiado como su protagonista. Uno de los principales apoyos con los que cuenta el realizador para alcanzar su propósito lo encontramos en la prodigiosa y medida interpretación de Gene Hackman, bien secundado aquí por John Cazale y Allen Garfield, dos rostros imprescindibles en el cine de los setenta, y por un jovencísimo Harrison Ford muy alejado en esta ocasión de los papeles de galán o de héroe a los que nos acostumbrará más adelante.

Buena prueba de esa tensión "in crescendo" que recorre el film la encontramos ya en su primera y magistral secuencia. Arranca la misma con el plano general desde el cielo de un gran parque en el que a modo de tablero de ajedrez se van organizando los distintos actores de la trama. La cámara va cayendo en un lento y progresivo picado, casi como el vuelo de un moscardón, que termina por posarse en cada uno de esos actores. A continuación se desarrolla la conversación que da titulo al film y que desencadena la historia. Esta conversación será el leif motiv del film y se irá repitiendo a lo largo del mismo hasta convertirse en algo recurrente, algo así como las variaciones musicales de una misma pieza musical, algo así como esas variaciones que el propio Harry interpreta con su saxo en distintos momentos del film. Es la reiteración constante de todos esos elementos la que nos sumerge en la paranoia en la que al final se convierte la película – con una última escena demoledora en la que se mezclan sentimientos como soledad y claustrofobia. La conversación es un film de esos que dejan en el espectador la extraña sensación de haber visto algo apasionante e incómodo al mismo tiempo, un sabor agridulce que tal vez sólo está al alcance de las grandes obras maestras.
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