
La cinta, desde el principio hasta el final, es una metáfora de la situación que se estaba viviendo; con una simbología demasiado explícita. Así, en el arranque, una paloma blanca es abatida de un disparo. Si por algún casual el espectador no se había dado cuenta del significado de tal escena –la paz mundial amenazada- una voz en off se encargaba de explicarlo de forma redundante. Además los personajes que se ven envueltos en la trama de espionaje son de distintas nacionalidades: un americano (Robert Ryan), una francesa (Merle Oberon), un alemán (Paul Lukas), un inglés y un ruso. Todos juntos resueltos a acabar con el enemigo común que representaba los rescoldos del régimen nazi. Las referencias a las incompatibilidades entre USA y la URSS son continuas –sobre todo al famoso veto soviético en los asuntos internacionales-, si bien el mensaje de optimismo y de entendimiento entre ellos no cesa ni un momento. Ahora sabemos lo lejos que quedaba la realidad, que en pocos años iba a levantar un telón de acero entre ellos.
Berlín Express se estructura de una forma demasiado perfecta, casi sin fisuras, lo que aumenta su artificialidad aún más. Prácticamente comienza con un documental de Frankfurt. Las ruinas de la ciudad machacada por las bombas son un aviso de lo que puede ocurrir si vuelve la inestabilidad a la zona. Enmarcando la película, el final es más de lo mismo; esta vez Berlín y sus edificios derruidos son los protagonistas de las imágenes. Pero la historia de ficción también sigue un estudiado guión. Dos viajes de tren, uno en el primer tercio y otro en el último, son el inicio de la trama y su resolución.

En manos de cualquier otro director Berlín Express habría sido olvidada e incluso menospreciada. Gracias a Tourneur la cinta se sitúa a gran altura y contradice a los que opinan que lo único que hace grandes a las películas son las historias que se cuentan en ellas.
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