—Adelante, pasa y siéntate —gritó Roberto cuando divisó a Enrique a través de la puerta acristalada.
Roberto Stefani era un
hombre soltero, de 55 años; con el pelo largo y alborotado; barba descuidada,
irregular, de color ceniza; y ojos profundos de mirada inquisitiva. Su rostro
parecía el negativo de una fotografía en blanco y negro: pelo blanco, cejas y
patillas negras. Extravagante en su vestimenta, pero decidido en su
comportamiento, siempre llevaba camisas blancas que descansaban por encima de
los pantalones; repletas de bolsillos, a su vez repletos de bolígrafos y papeles. Esa mañana, en el bolsillo superior
derecho tenía una pequeña mancha de tinta que fue lo primero que atrapó la
vista de Enrique al entrar en el despacho.
—Buenos días —saludó Enrique—.
¿Me llamabas? —dijo mientras se sentaba en la silla, al otro lado de la
abarrotada mesa de Roberto.
El despacho del jefe era
como una isla en el mar agitado de la sala de redacción. A él llegaban las
oleadas de redactores, reporteros o fotógrafos que buscaban una decisión,
acudían a una llamada o asistían a una reunión. El habitáculo era cercano; no
como otras oficinas que solían localizarse en un piso superior en sintonía con
la jerarquía. No disponía de antesala, ni de secretaria a modo de barrera
humana. Se incrustaba en la sala y compartía lugar de trabajo con el resto del
personal. Suficientemente grande, su espacio se repartía en dos áreas: el
despacho del jefe, propiamente dicho, y la mesa de reuniones. Con cristales en
tres de los cuatro tabiques, desde allí se divisaba prácticamente toda la sala
de redacción; aunque eso no le impedía ser casi estanco al ruido exterior. En
él se celebraban las reuniones diarias de redactores jefes. Una por la mañana,
a eso de las 09:00, donde se esbozaban los asuntos de los que iba a tratar el periódico
al día siguiente. A esta reunión asistían Roberto y la coordinadora, Cecilia,
con el resto de redactores jefes, Enrique y Jaime, más los reporteros
responsables del seguimiento de algún tema candente, si lo hubiera. Otra junta
tenía lugar a las 13:00. Aquí se centraba más el tiro, se trataba del cierre de
las secciones y se definía la línea editorial del periódico. Finalmente, a las
18:00, se debatía la portada: cuáles serían las noticias que destacarían en ella.
A partir de ahí, ya sólo quedaba ir terminando las distintas secciones para
cumplir el horario de cierre de la edición que era sobre las 22:00. Esto era la
teoría. En la práctica, la mayoría de los días a Roberto, y a los jefes de las
secciones implicadas en algún asunto especial, les daban las doce de la noche
mientras todavía continuaban trabajando en el periódico.
— Necesito hablar contigo
—contestó Roberto—, tenemos que tratar la baja de Cecilia. Como nos retrasemos
más va a dar a luz en la sala de redacción.
—Sólo nos faltaba eso. Tú
dirás —atajó Enrique, mientras se acomodaba en el asiento.
—Mira, he pensando que
deberías ser tú el que te encargaras del área de Cecilia mientras ella esté de
baja.
—¿Cómo? —Enrique dio un
respingo.
—Que vas a ser el sustituto
de Cecilia Ramos —aclaró Roberto.
—Si casi no puedo con lo que
tengo. —La cara de Enrique era un poema.
Roberto se levantó del
sillón y se situó junto a Enrique que comenzaba a moverse incómodo en su silla,
como si tuviera algún problema de hemorroides.
—Llevo todo el fin de semana
pensando en el tema. No creas que es una decisión tomada a la ligera. La he
meditado mucho.
—Sabes perfectamente que
estoy hasta arriba de trabajo —protestó Enrique, haciendo un gesto con la mano
que señalaba un montón de papel imaginario encima de la mesa del despacho.
—Lo sé, pero va a ser una
situación transitoria.
—Transitoria es la situación
de Javier. Se va el viernes, y aún no me has dado ninguna solución.
—Tú acepta lo que te
propongo y veremos que se puede hacer con la sección de deportes.
—Cuidado, que ese truco ya
me lo sé. —Enrique era el único que tenía la suficiente familiaridad con Roberto para hablarle sin reparos. La
franqueza entre ellos descansaba en una especie de acuerdo tácito labrado a lo
largo de los últimos años; asentado en la confianza que Roberto tenía en él a
pesar de ser el redactor jefe más moderno. Era un periodista brillante y
Roberto lo tenía como su protegido y a la vez confidente. Necesitaba alguien en
quien poder desahogarse, y no le importaba que Enrique se aprovechara de ello.
—Llevo hablándote de Javier
varios días y no haces más que darme largas —continuó Enrique—. Debemos hacerle
un contrato al chaval, aunque sea temporal. Acuérdate del sensacional trabajo
que hizo cubriendo el mundial de fútbol. El suplemento y la guía que editamos
se lo curró el solo. Se lo merece. Y yo también. No podemos esperar a enero a
que vengan los nuevos becarios a resolvernos la papeleta como siempre. Y a
perder casi un mes en ponerles al día. Además, es una vergüenza como explotamos
a los pobres. Sin cobrar un duro, trabajando hasta las doce de la noche. Estamos
dinamitando sus vocaciones año tras año.
La última frase impactó por
debajo de la línea de flotación de Roberto. Enrique estaba llevando ventaja.
Después de una pausa cambió de táctica y siguió con su defensa personal:
—Sencillamente, no puedo
llevar Deportes y menos hacerme cargo ahora de Nacional y Regional. Como siga
así pronto tendrás noticias mías en las páginas necrológicas.
—No exageres. No vas a estar
solo, vas a tener tu gente más el personal de Cecilia. No creo que sea
necesario recordarte el momento tan delicado por el que estamos pasando. Además,
hemos hecho un esfuerzo enorme para colocar a alguien en noticias locales y no
podemos gastar un euro más.
—Es decir, que Cecilia se me
ha adelantado.
—Nadie se ha adelantado a
nadie. El periódico es de todos. Y yo tengo que velar por el interés común.
Hacía más falta en Regional que en Deportes. Ten en cuenta que esa nueva
incorporación será un refuerzo para ti cuando sustituyas a Cecilia. Así que no
te quejes.
—Vale, y ¿cuándo debo
relevar a Cecilia?
—Ya. A partir de que sea
oficial en la reunión de mañana. Cecilia tendrá un par de días para entregarte
los trastos.
—Estupendo —dijo Enrique con
toda la ironía que era capaz de expresar—. Encima tengo que tratar con la
persona con la que menos me apetece hablar.
—No seas duro con ella. Recuerda
todo lo que ha tenido que pasar: la separación no ha podido ser más traumática,
y además el embarazo...
—Bueno. Accederé. ¿Me queda
otra alternativa? —se resignó Enrique, que volvía a mirar la mancha de tinta
del bolsillo derecho de Roberto. Ya no pensaba avisarle de que se estaba
cargando la camisa de Hermes Govantes.
—La verdad es que no —dijo
Roberto acompañando la respuesta con un cabeceo—. Pero aún hay más…
—¿Cómo que más?, ¡no me
jodas! —Esta vez el que se levantó fue Enrique.
—Deberás encargarte también
de la coordinación de todas las áreas. Lo siento, pero eso va incorporado al
cargo.
—Ni de coña. Eso le
corresponde al más antiguo —dijo Enrique seguro de su victoria—. El siguiente a
Cecilia es Jaime, no yo.
—Ya lo sé… —La coreografía
no terminaba, ahora era Roberto el que se sentaba. Se tomó un respiro y, desde
la seguridad que le confería su puesto de privilegio, detrás de su mesa, lanzó
el ataque definitivo:
—Pero de Jaime no me fío.
Ese niño de papá ya sabes por qué trabaja aquí. Don Juan quería mantenerle
ocupado, pero a ser posible lejos de él. Y ahí lo tienes —Roberto señaló con su
dedo índice hacia la mesa vacía donde se suponía debía estar sentado
Jaime— ocupándose de Internacional o, lo
que es lo mismo, copiando las noticias que le mandan de la agencia y
volcándolas en maquetación. Y ni si quiera eso lo hace bien. Al final tengo que
supervisar yo personalmente la selección final porque la suya suele ser un
desastre. ¿Ese es el coordinador que quieres para el periódico?
Enrique estaba vencido. La
batalla estaba perdida. Tenía que reconocer que
sufrir a Jaime como coordinador era lo peor que les podía pasar. Roberto
sabía como manejar la situación. Era un maestro en esas lides y Enrique no
tenía nada que hacer. Aún así, intentó sacar ventaja de su derrota con una
advertencia.
—Está bien. Tú ganas. Pero a
Jaime no va a haber quien lo aguante.
—Tranquilo, de ese niñato me
encargo yo.
—Te lo recordaré.
La discusión había
finalizado, y Enrique había perdido por K.O.
—Entonces, ¿cuento contigo
para el puesto?
Enrique cabeceó y puso
condiciones a la rendición—. Aceptaré, pero me tienes que prometer que contratarás
a Javier.
—Te lo prometo—mintió
Roberto.
Vivía en una tienda de
campaña desechada por alguien que acababa de renovar el material y recogida por
él en el vertedero municipal. El Gabacho
se había instalado en el asentamiento de chabolas del parque anexo al puente de
Chapina. También llamado del Cristo de la Expiración o del Cachorro, por el
popular paso de Semana Santa, era un viaducto muy reconocible por sus lonas
blancas ideadas para hacer más soportable el calor a los sufridos peatones. El
puente tenía poco recorrido histórico. Había sido construido para la Expo del
92 y para los casi cuatro kilómetros de río que se pretendían recuperar. Por
esa razón (por haberse construido el puente primero, antes que el cauce del
río) se llamó “El Puente de Los Leperos”. Esto provocó una reacción todavía más
graciosa por parte del ayuntamiento de Lepe. El alcalde del famoso pueblo de
Huelva solicitó, el día de los inocentes, que el puente recibiera ese nombre
con carácter “oficial”. La inocentada se completó con un bando que le otorgaba
al pueblo el derecho a cobrar un canon por permitir que utilizaran su nombre.
Lo que no tenía ninguna
gracia era la triste existencia de El
Gabacho. Una vida que gozaba de cierta “estabilidad” en el último año. El
eufemismo se podía aplicar gracias a la rutina diaria que seguía casi a
rajatabla: se basaba en organizarse para conseguir los quince euros que costaba
la dosis de heroína, y luego chutarse en su tienda para escapar del temible
mono. Para ello, se levantaba relativamente temprano. Con la resaca del día
anterior a cuestas, atravesaba los Jardines del Guadalquivir y cruzaba el río
por la Pasarela de la Cartuja. Desde allí, tras pasar por Torneo, subía por
Juan Rabadán, y ya estaba a un paso de su puesto de “trabajo” en la plaza de
San Lorenzo. En la entrada de la Hermandad del Gran Poder, si no se daba mal el
día, podía sacar unos ocho euros de media a los piadosos que se acercaban a ver
la imagen centenaria. Se podía decir que casi se había ganado una clientela
fija entre las ancianas que allí se reunían para rezar el rosario. Además, había
conseguido librarse de la competencia auxiliado por el SIDA y otras
enfermedades. Una vez lograda esa cantidad, subía hasta las inmediaciones de la
clínica Nuestra Señora de Aranzazu. En las calles anexas podría sacarse el resto si estaba espabilado y atendía a los
vehículos que temporalmente allí se estacionaban. No le iba mal la mezcla de
mendigo y “gorrilla”. Por otro lado, siempre podía ganarse un extra pidiendo en
los bares de la Alameda de Hércules y, de paso, celebrarlo bebiéndose una
litrona, comprando tabaco e, incluso, comiendo algo.
Luego, sin necesidad de
cambiar de zona, en un lúgubre piso de la calle Trajano, prácticamente en el
único edificio que quedaba por restaurar, conseguía el preciado tesoro. Charlie, su camello habitual, lo
esperaba a eso de las diez u once de la noche para hacer la transacción. Era un
tipo legal. Nunca faltaba a la cita y siempre tenía mercancía de primera. Tan
buena, que el propio Charlie, un yonqui
rehabilitado, no había resistido la tentación y varias veces había cambiado su
insulsa metadona por un buen pico. Eso es lo que le había confesado hacía unas
semanas. “el jefe ni se entera si me chuto un poco de droga…”. El Gabacho opinaba que un camello que
consumía no era muy buen negocio; aunque a él eso le daba igual. No era su
problema. Mientras tuviera su parte, todo iba bien. Conseguido el caballo, y
espantado el fantasma del mono, ya podía irse a su tienda. Su elíseo particular;
su lugar de reposo. Un día más en el paraíso.
Pero ayer, de repente, todo
se fue al carajo. Y eso que había tenido una jornada de las que se podría
llamar buena; al menos hasta la hora de su cita con Charlie. Con dinero de sobra, gracias a la generosidad de los
fieles que acudieron al templo cumpliendo con los oficios del Día de Todos los
Santos, y después de haberse pimplado un litro de cerveza, llegó contento al
piso de la calle Trajano. Una vez allí, le sorprendió que ninguno de los
habituales estuviera vigilando la calle, pero no le dio importancia hasta que,
dentro del portal, notó algo raro. Aparentemente, todo estaba como siempre: el
oscuro zaguán, los desvencijados buzones, la mayoría abiertos y sin tapas, las
desconchadas paredes, y el hueco del ascensor sin ascensor, una obra que alguna
ingenua reunión de vecinos había intentado llevar a cabo sin éxito.
Subió la escalera sin
abandonar la sensación de desasosiego. Sería el mono que estaba comenzando a
escarbar sus entrañas. Se tranquilizó pensando que pronto tendría aquello que
necesitaba. Entonces llegó a la cuarta planta. La puerta del tugurio estaba
entreabierta. La empujó despacio y enseguida oyó los gritos. Alguien estaba
discutiendo con Charlie. No podía
distinguir bien las palabras, “… Vas a pagar…” “Te lo juro…”, a El Gabacho le entró el pánico. Sin haber
llegado a traspasar la puerta se dio media vuelta y salió pitando. “Una redada”,
pensó. Tenía que salir de allí rápido. Ya sabía lo que eso significaba.
¿Cuántas veces lo habían pillado chutándose en pisos como aquel? El camello
solía escapar a tiempo después de deshacerse de la droga, mientras que los yonquis,
en su delirio, se quedaban a merced de la pasma. Esa era la razón por la que
hacía tiempo que decidió no pincharse en otro sitio que no fuera un lugar
seguro. No podía permitir que lo volvieran a coger. La última vez creyó que no
salía vivo de la experiencia. Allí, entre rejas, el mono estaba asegurado. Y
eso era lo peor que le podía pasar con diferencia.
Todo se había jodido. Por
experiencia sabía que las desgracias no solían
venir solas. Después de atravesar corriendo la ronda de Torneo, a punto
de ser atropellado, volvió por la Pasarela de la Cartuja para recorrer el
camino inverso hasta el asentamiento bajo el puente de Chapina. A medida que se
acercaba por el Jardín Americano, ya observó, a lo lejos, un centelleo azul
característico. Eran las luces de los automóviles y motos de la policía local.
Sólo podía significar una cosa: estaban desalojando las chabolas.
Su tienda corría peligro. Lo
que faltaba.
Otra vez se dio a la fuga.
No paró hasta llegar a un comercio de todo a cien donde un dependiente chino suministraba
bebidas para el botellón nocturno. Con la recaudación del día, El Gabacho compró varias litronas y una
botella de whisky. Todo el alcohol cayó esa noche. Eso le sirvió para
ahuyentar, a duras penas, los efectos del síndrome de abstinencia que
comenzaban a ser insoportables. Tirado en el interior de una sucursal del Banco
de Andalucía, junto a dos sin techo como él, durmió anestesiado por la bebida.
Fueron el temblor y los sudores fríos, provocados por la falta de droga, los
que lo despertaron muy temprano. Lo primero que hizo al salir del cajero
automático fue vomitar en la calle, justo cuando pasaba por delante una señora
mayor con su carrito de la compra. Los insultos de la anciana, que se quejaba
de las salpicaduras en los bajos de su carrito, parecía que iban dirigidos a
otra persona. Él no prestaba atención a lo que ocurría en ese mundo. Su vida,
a ras de suelo, se lo impedía. Ahora sólo tenía una idea en la cabeza: volver
al piso de Charlie y conseguir su
dosis diaria.
Continuar leyendo: I-5
Leer Capítulo I desde el principio
Cómo conseguir el libro.
Qué la vida trascurre en paralelo y sin aparente relación lo sabia pero apenas nos damos cuenta.
ResponderEliminarsigo creyendo que en algún momento se cruzaran.
Puro realismo Ethan.
Saludos :-)
La vida es así y a veces no nos damos cuenta de ello. En la misma ciudad conviven personas que, sin embargo, parece que habitaran en planetas diferentes.
EliminarSaludos!
Me resulta tremendamente verosimil, enhorabuena. Y me gusta ese relato negro a plena luz del dia...aunque no tengo mucho tiempo para leerlo con la pausa que se merece, prometo seguirlo como merece. Y ánimo, y también a los becarios...
ResponderEliminarUn abrazo :)
Cómo subsistirían infinidad de empresas sin el trabajo de lo becarios, me pregunto yo.
EliminarUn abrazo, Explorador irlandés.
La novela no pierde interés, acrecentado por quienes conocemos la ciudad.
ResponderEliminarTe deseo mucha suerte en esta andadura y felicidades por la publicación.
Creo que no es una novela localista, que se puede leer sin necesidad de ser sevillano, pero que duda cabe que el que conozca la ciudad la disfrutará más.
EliminarUn abrazo!
Me ha gustado eso de un rosto que parece el negativo de una fotografía de blanco y negro... Al decir verdad me ha gustado la forma de describir a las personas.
ResponderEliminarabrazo
Me alegro de que te guste. Aún faltan algunos personajes por salir.
EliminarUn abrazo!