Pasado el ecuador del
XXII Festival de Cine Europeo de Sevilla, nos acercamos a la Sección dedicada a
los premios de la Academia de Cine Europeo (EFA), premios a los que aspira la
última película de José Luis Guerín: Historias del buen valle.
Un documental sobre la
vida en Vallbona (el “buen valle” al que hace referencia el título), un barrio
periférico de Barcelona que tras la guerra civil fue lugar de destino de
inmigrantes que procedían del sur. En realidad, una aldea, casi una isla, como
se dice en la cinta, por estar enclavado entre las líneas de ferrocarril, el
río Rec y los puentes sobre las autopistas. Gracias a que sus primeros
habitantes construyeron las casas con sus propias manos y lucharon por obtener
servicios indispensables como luz, agua, el barrio fue creciendo hasta ser el
vecindario multicultural que es hoy en día.
Guerín, con su cámara,
da la palabra a los habitantes de Vallbona. Los más mayores cuentan los duros
inicios del barrio, pero lo hacen con la añoranza del que recuerda tiempos
mejores en un asentamiento del todo rural, cercano a la ciudad, pero lo
suficientemente retirado para constituir un entorno ecológico y silencioso, una
comunidad de vecinos solidaria a pesar de sus diferentes orígenes.
Precisamente, esas
ventajas son las que han originado un proceso de gentrificación que es la
principal amenaza que percibe el barrio. La presión urbanística es otra. Sobre
todo, la que procede de la expansión del ferrocarril y la expropiación de las
tierras, que arrasará los pequeños huertos cuidados con esmero y dedicación,
casi con ternura por los habitantes del singular vecindario. Y es que hay algo
en común entre los personajes de la película: todos hablan con las plantas.
El largometraje de
Guerín tiene mucho en común con la reciente El 47 (Marcel
Barrena, 2024), donde el barrio de Torre Baró, el más cercano a Vallbona, pasó
por los mismos hitos que el vecindario que nos atañe (construcción de casas por
las noches para evitar el desalojo de la policía; lucha por los servicios básicos, población emigrante, etc.). De hecho, en la cinta de Guerín
también se habla de reclamar una línea de autobús, como sucedía en Torre Baró.
En Historias del
buen valle, a los personajes que salen esporádicamente hablando de sus
vivencias, los vamos conociendo poco a poco, hasta completar un conjunto de
personas (andaluces, gitanos, rusos, hindúes, portugueses, subsaharianos,
marroquíes, etc.) que se comportan como una gran familia. Los vemos bañarse
juntos en el río —desafiando la ley, pues está prohibido—, observamos cómo
bailan y cantan, cómo se reúnen en tertulias o cómo reclaman sus derechos en juntas
vecinales. Todo mientras Guerín es testigo de los que sucede con una cámara por
momentos poética, cuando los mayores enseñan a los más pequeños cómo se
comporta la naturaleza; pero también con espíritu de denuncia, cuando los
adolescentes se quejan de un caso de bullying, o hablan de un suicidio.
Nada escapa al objetivo del director, que ofrece lo que sucede en Vallbona con un cuidado montaje en el que se ve en el fondo del plano lo que acaba de filmar mientras otros personajes hablan en primer término. Dando a todo el conjunto una continuidad que parece espontánea y no premeditada o ensayada, como seguramente esté.



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