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domingo, 25 de agosto de 2024

ACCIÓN EN EL ATLÁNTICO NORTE (Action in the North Atlantic de Lloyd Bacon, 1943)

La Warner, como otras compañías, quiso colaborar con el esfuerzo de guerra desde el momento en que Estados Unidos entró en el conflicto. Para aportar su granito de arena se planteó realizar un documental de dos rollos de duración destinado al reclutamiento de personal para la Marina Mercante. A medida que la guerra iba avanzando, el proyecto también creció. Con el concurso de varios guionistas (entre ellos escritores tan prestigiosos como W.R. Burnett) y basándose en una historia de Guy Gilpatric, que finalmente recibió una nominación al Óscar, la cinta terminó por convertirse en una película importante, sobre todo cuando se anunció la participación de Humphrey Bogart encabezando el reparto (acababa de interpretar Casablanca): 


Joe Rossi (Humphrey Bogart) es el segundo del petrolero “Northern Star” cuyo capitán (Raymond Massey) es un viejo lobo de mar hecho a sí mismo. Cuando el “Northern Star” se dirige a ocupar su puesto en un convoy, es torpedeado por un submarino y se va a pique. El sumergible no se conforma con haber hundido al petrolero, también embiste al bote salvavidas. Rossi, el capitán y el resto de compañeros consiguen subirse a una balsa y resistir once días hasta que son rescatados. Una vez en tierra todos vuelven a enrolarse en otro barco, el “Seawitch”, un mercante ligeramente armado... 

Acción en el Atlántico Norte se divide en tres partes. En primer lugar, un prólogo trepidante, un infierno en el mar con el “Northern Star” ardiendo que se corresponde más con el final de cualquier película bélica que con el arranque. Es un comienzo que persigue el propósito de avisar del peligro al que se enfrentaban los mercantes para que el público lo tenga presente el resto del metraje.


Al arranque le sigue una fase central en la que se presenta a los marineros en tierra y donde el guion acude a las inevitables consignas propagandísticas. Entre ellas las de incentivar el alistamiento; la de concienciar a las esposas que se quedan en tierra de que su sacrificio merece la pena; y la de alertar a la población civil para que no comente en público los movimientos de tropas y buques. De esto último se encarga Bogart en una secuencia escrita para él. Vestido al uso de cualquier noir de los que solía interpretar, acude a un tugurio donde una femme fatale de voz grave canta “Night and Day”, y donde un bocazas se va de la lengua. Ni que decir tiene que Bogie hace callar al irresponsable y de paso se lleva a la rubia.

En el tercer acto, con una estructura de filme completo, la trama narra la nueva misión de los protagonistas: todos han vuelto a embarcar y forman parte de un convoy que se dirige a Murmansk con armamento para el frente ruso. De esta fase cabe destacar el buen asesoramiento naval que permite un tratamiento del guion muy cercano a las operaciones reales. Sólo la última parte se aparta de la realidad cuando el convoy es dispersado y el indefenso mercante se las tiene que ver —¡él solo!— contra un submarino y dos bombarderos. 

A pesar de todo, se agradece la licencia de ficción para redondear una película muy entretenida donde no falta la acción ni la emoción.



El post es un extracto corregido para la ocasión del capítulo dedicado a Acción en el Atlántico Norte
 en mi libro: CINE Y NAVEGACIÓN. Los 7 mares en 70 películas




viernes, 6 de abril de 2018

PASAJE PARA MARSELLA (Passage to Marseille de Michael Curtiz, 1944)

Pasaje para Marsella nació a la sombra de Casablanca: tras el éxito de la historia de Rick e Ilsa en la exótica ciudad del Magreb, Jack Warner quiso repetir ganancias y contrató a la misma dotación. Un elenco que se unía al reclamo de Marsella, otra ciudad portuaria como la marroquí, también situada más allá del Atlántico y de nuevo en la esfera del gobierno de Vichy. La propaganda, el trailer, la promoción, todo parecía indicar que la película era una especie de continuación de Casablanca. Pronto se vio que el guión, escrito igualmente por Casey Robinson, era sensiblemente diferente:


Jean Matrac (Humphrey Bogart) y su mujer Paula (Michele Morgan) son periodistas en el París prebélico y usan sus tribunas para denunciar las actividades fascistas en el interior del país. Matrac es acusado falsamente de asesinato e internado en la Isla del Diablo, una prisión de la Guayana Francesa. Junto a otros patriotas como él, Matrac consigue escapar de la isla. A punto de morir de sed, tienen suerte de que el “Ville de Nancy” los aviste y los rescate de una muerte segura. En la travesía hacia Marsella se enteran de que los alemanes han invadido Francia y de que el mariscal Pétain se ha rendido. A bordo hay partidarios de uno y otro bando por lo que la lucha parece inevitable...

En el guión de Robinson destaca la original estructura de la película al descansar la trama en un flashback, dentro de un flashback y dentro de otro flashback. Demasiados insertos dentro de insertos que pueden hacer peligrar la comprensión de la trama, aunque ésta al final se entiende perfectamente. Con tales saltos en la historia, la cinta resulta un compendio de géneros que van desde las aventuras en el penal, hasta el episodio bélico a bordo del “Ville de Nancy”, pasando por el drama y el romance en las secuencias de París. Éstas últimas recuerdan mucho a las de Casablanca, si bien la tensión en la historia de amor desaparece por completo en Pasaje para Marsella y se convierte en añoranza por la familia.

Lo que sí une ambas cintas —seguimos con la inevitable comparación— es la evolución del personaje principal a lo largo de la trama. En Casablanca, Rick es un personaje cínico que no cree en nada, desencantado de la vida y de las personas después de su experiencia negativa con Ilsa. Sólo cuando vuelve a verla y ella le explica el motivo por el que lo dejó plantado, se compromete con la causa de la resistencia.


En Pasaje para Marsella sucede algo parecido: la actitud de Matrac en el “Ville de Nancy” es la de un hombre decepcionado por la derrota de su país y por los gobernantes que se han rendido al enemigo. Siente que no le debe nada a Francia cuando ha sido injustamente confinado de por vida en una prisión y los jueces y la policía no han hecho nada por él. Sólo cree en su amor por Paula y ansía regresar junto a su mujer y a su hijo. El cambio sucede cuando Matrac ve cómo los fascistas maltratan a un niño, entonces comprende que hay que unirse a la lucha para salvar al país.

El posterior ataque aéreo vuelve a incidir sobre lo mismo. La secuencia es una metáfora de toda la guerra, de la agresión nazi y de las víctimas inocentes: el avión alemán bombardea el barco y dispara contra la dotación matando al muchacho. El director no lo dice explícitamente, pero sentimos que Matrac piensa en su hijo cuando ve el cadáver del pequeño tendido en cubierta. Matrac enloquece y asesina a sangre fría a los pilotos germanos que flotan sobre los restos del avión. Cuando le espetan: “eso es un crimen”, Matrac señala los cuerpos sin vida del repostero, los de Marius (Peter Lorre) y el resto de la tripulación, y le responde: “Mire a su alrededor y vea quiénes son los verdaderos asesinos”. Se trata de una secuencia terrible vista hoy en día que, sin embargo, no fue cortada entonces, tal era la intensidad de la propaganda en aquel momento de la guerra, justo antes del desembarco de Normandía (la cinta se estrenó en febrero de 1944).



Ver ficha de Pasaje para Marsella.

El post es un extracto corregido para la ocasión del capítulo dedicado a Pasaje para Marsella en mi libro: CINE Y NAVEGACIÓN. Los 7 mares en 70 películas






lunes, 25 de mayo de 2015

ESPECIAL 2 X 1: "EL CAPITÁN BLOOD" y "EL HALCÓN DEL MAR" (Michael Curtiz) (II)

Es curioso que un largometraje con tan pocas pretensiones fuese a la postre tan importante en la historia del cine —para muchos la mejor película de piratas nunca realizada—. Como ya se ha dicho, El capitán Blood supuso el comienzo de toda una serie de éxitos para la Warner Brothers, pero también fue la película que lanzó al estrellato a un desconocido actor australiano llamado Errol Flynn; a su pareja en ocho ocasiones más, Olivia de Havilland; a un excelente músico que debutaba —y se llevó la nominación al Óscar—, Erich Wolfgang Korngold; y al director que junto a Raoul Walsh, fue el que más veces rodó con Flynn: Michael Curtiz.

Curtiz, era un cineasta húngaro que había recalado en Hollywood cuando Jack Warner vio lo bien que se desenvolvía en Austria dirigiendo películas épicas. Curtiz acababa de terminar Esclava Reina (Die Sklavenkönigin, 1925) —después de haber hecho Sansón y Dalila y Sodoma y Gomorra—, cuando Warner lo contrató; el productor seguramente ya tenía en mente encargarle El arca de Noé (Noah’s Ark, 1928), una superproducción estilo DeMille con la que prácticamente se decía adiós al cine mudo.

El caso es que cuando Curtiz rodó El capitán Blood casi nadie lo conocía en Estados Unidos. A partir de ahí su carrera sólo hizo crecer y su reputación como uno de los directores más innovadores fue incuestionable. Para nosotros fue el paradigma del cineasta llegado de Europa (como Hitchcock, Lubitsch, Wilder y tantos otros) que cambió para siempre el modo de hacer cine en Norteamérica. Una evolución sin traumas desde dentro del sistema de producción de los grandes estudios en el que supo integrarse perfectamente. De hecho, junto a Raoul Walsh, Curtiz se convirtió en el realizador que caracterizó a la Warner como productora de películas de acción donde la narrativa vertiginosa y la dirección sin ambages fueron sus principales señas de identidad.

 Los pocos medios con los que contó Curtiz en El capitán Blood no le impidieron realizar una película espectacular. La batalla final es una brillante sucesión de imágenes de un vigor narrativo pocas veces visto gracias al ritmo del montaje, a la excelente música de Korngold y a la visión personal del gran director. La mano de Curtiz no sólo se nota en la viveza de las secuencias de acción, en las sutiles transiciones y en las oportunas elipsis, sino también en la técnica de claroscuros que compensa la falta de decorados. Las sombras del primer tercio de la película en espacios vacíos como los del tribunal son de una modernidad casi abstracta que sorprende hoy en día. También lo son los reflejos de la mar en los rostros de los personajes en los planos más emotivos. Son técnicas expresionistas, heredadas de su paso por el cine germano que usaría cada vez con mayor habilidad hasta llegar a la cima en Casablanca (1943). 


El hallazgo de Errol Flynn —como el de Olivia de Havilland, otra desconocida— también supuso todo un acontecimiento. De forma inesperada, su presencia llenó el vacío que había dejado Douglas Fairbanks desde que el cine comenzó a hablar. La llegada de Flynn al proyecto fue fruto de la casualidad, del rechazo de otros actores ya consolidados y del poco dinero con el que contaba Curtiz en una producción que no permitía la participación de grandes estrellas. La película fue la primera de las doce que Curtiz y Flynn hicieron juntos, una larga colaboración que, sin embargo, no se tradujo en una gran amistad si tenemos en cuenta las discusiones y las diferencias de criterio que existían entre ellos. En sus memorias, Flynn confirmó lo mal que se llevaba con Curtiz: “Pasé cinco miserables años con él haciendo Robin Hood, La Carga de la Brigada Ligera y muchas otras. En todas ellas, él (Curtiz) intentaba hacer las escenas tan realistas que mi piel no parecía importarle mucho. Nada le agradaba más que el derramamiento real de sangre.” (Flynn 2003, pg. 202).



miércoles, 18 de junio de 2008

LA CONDESA RUSA ( The White Countess de James Ivory, 2005)

La Condesa Rusa es la última obra fruto de la legendaria colaboración entre el director estadounidense James Ivory y el productor hindú, que falleció ese año, Ismail Merchant. Sus películas siempre se han destacado por un perfecto retrato de personajes y de ambientes, aunque se me antoja que esta vez han profundizado más en ambos campos. Veamos por qué:

Primero el ambiente. Shanghai es una de las ciudades más cinéfilas que han existido. Desde Von Sternberg hasta nuestro Fernando Trueba, la capital china ha sido llevada a la gran pantalla en numerosas ocasiones. Su contexto de metrópoli cosmopolita se acentúa en los años en que se desarrolla la historia, años previos a la invasión japonesa a finales de la década de los treinta. Exiliados, diplomáticos, comerciantes y espías convivían en esa época en una especie de “Casablanca” oriental. James Ivory vuelve a presentar con minuciosidad lo que debía ser esta población prácticamente sitiada por una guerra mundial que se avecinaba y por otra civil que se estaba viviendo. Pero dicha amenaza apenas roza la trama principal. Y esta es una característica esencial en el cine de Ivory y Merchant. Recordemos Lo que queda del día (The Remains of The Day, 1993), una de las mejores cintas de ambos cineastas. Allí la guerra flotaba en el ambiente, pero apenas intervenía en el drama que se vivía en el interior de la mansión. En La condesa rusa, nos enteramos del conflicto por breves titulares en algún periódico o por comentarios sueltos, y no es hasta el final cuando la realidad estalla y se hace protagonista junto a la acción que se estaba desarrollando.

Pero la culpa de esta situación la tiene un cuidado guión. Esta vez no es Ruth Prawer Jhabvala, el pilar que faltaba para completar un triunvirato esencial en la historia del cine. Quizás por no participar la escritora india, el largometraje sea menos “literario”. Las ausencias de voz en off y de estructura narrativa por capítulos, hacen que la cinta sea sensiblemente diferente a Una habitación con vistas o a Regreso a Howards End. Pero no por ello carece de atractivo. Al revés, el dúo Ivory-Merchant, construye un microcosmos personal muy original. Cada personaje se configura en dos niveles. El primero interior, con su pasado reflejándose en el presente. Así un antiguo diplomático (Ralph Fiennes) se ha quedado ciego y posee un terrible secreto por desvelar; o una exiliada rusa (Natasha Richardson) se tiene que prostituir para sacar adelante a su familia, en otro tiempo perteneciente a la aristocracia rusa.

El segundo nivel se corresponde con la comunidad cerrada de la que forman parte, siempre ajena a la situación mundial. Algunos lo hacen por propia voluntad, como Fiennes que, desencantado de la política, se refugia en un bar de su propiedad: “The white countess”; otros no han tenido más remedio, como la condesa del título que vive con su familia en los barrios bajos. Ella más unida a la realidad, no así sus parientes que se aferran a una forma de vida que sólo existe en sus recuerdos. Ambos niveles se unen cuando los personajes se conocen y sus historias confluyen.

James Ivory, con todos estos ingredientes, dirige una película atractiva, peculiar y diferente a lo realizado hasta ahora. Resulta, sin quererlo, un particular homenaje a su compañero fallecido y mantiene su, siempre interesante, punto de vista: la historia común que construyen dos personas es más importante, prevalece y sobresale por encima de las pasadas vivencias de cada uno y de los acontecimientos del mundo que les rodea.

Ver Ficha de La Condesa Rusa.

jueves, 12 de junio de 2008

LOS CUATRO JINETES DEL APOCALIPSIS (The Four Horsemen of The Apocalypse de Vincente Minnelli, 1962)

La Guerra, la Peste, el Hambre y la Muerte, Los Cuatro jinetes del Apocalipsis, todos son invocados al principio y al final de esta versión de la famosa novela de Vicente Blasco Ibáñez. La adaptación corresponde a la potente Metro-Goldwyn-Mayer en una época de vacas flacas para el cine. Y es que los años sesenta marcaron el declive de la industria norteamericana por culpa de la televisión y de las medidas anti-trust. Para hacer frente a la crisis era habitual que las grandes productoras se embarcasen en megaproyectos como el que nos ocupa. De duración a veces interminable, tenían un reparto espectacular y un formato de pantalla acorde a la grandeza del largometraje (Cinemascope, Vistavisión, etc.). Todo esto ocurrió con Los cuatro jinetes... Además la Metro ya realizó una primera adaptación dirigida por Rex Ingram en 1921. Allí se convirtió en estrella un tal Rodolfo Valentino y la película fue de las más aclamadas de todo el periodo mudo. Con ese precedente la producción no podía salir mal.

La dirección corrió a cargo de uno de los grandes activos que poseía la MGM: Vincente Minnelli. Como otros colegas en esos años, Minnelli se comprometió en realizar una superproducción que se le iba de las manos, o mejor dicho se la quitaban de las manos. En este caso Walter Wanger, a la sazón el productor de Los cuatro jinetes..., impuso su criterio para forzar al director a aceptar el casting y el peculiar guión. Los responsables de la adaptación llevaron la historia original a la Segunda Guerra Mundial y decidieron que el protagonista -Glenn Ford, que parece todo menos argentino- se alistara en la Resistencia en vez de en el ejercito.
El reparto resultó algo irregular y curioso: mientras el nazi que encarnaba Karlheinz Böhm pronto hacía olvidar a su personaje de almibarado príncipe en Sissi; el líder de la resistencia, Paul Henreid, insiste en el mismo papel de Casablanca, no sólo por el aspecto bélico sino también por la dudosa fidelidad de su mujer (otra Ingrid, esta vez Ingrid Thulin), lo cual hace que se nos escape una ligera sonrisa cuando realmente asistimos a una terrible tragedia.

A pesar de todos estos contratiempos, el “rojo” Minnelli –apodo otorgado por los críticos debido a su obsesión por ese color- consigue un trabajo más que aceptable. Es cierto que Los cuatro jinetes del Apocalipsis se sitúa lejos de sus excelentes musicales Melodías de Broadway o Un americano en París, y de los dramas especulares Cautivos del mal o Dos semanas en otra ciudad, por poner solo algunas de las casi una docena de obras maestras que realizó; pero no es menos cierto que el encargo de entretener al público fue llevado a cabo de forma eficaz. Así el dibujo psicológico de los personajes es correcto y la dirección artística, brillante. La prueba de que la cinta funciona es la cantidad de veces que ha sido repuesta por su peor enemigo: la televisión.

Ver Ficha de Los Cuatro Jinetes del Apocalipsis.

lunes, 2 de junio de 2008

INTERMEZZO (Gustaf Molander, 1936)

La primera versión de Intermezzo fue la película que propició que la industria norteamericana se fijara en Ingrid Bergman y la “fichara” para volver a protagonizar una segunda adaptación; esta vez en Hollywood, de la mano de Gregory Ratoff y, por si acaso, con una apuesta segura de cara a la taquilla: Leslie Howard. Ambos dramas tratan de la relación adúltera entre un violinista, Holger Brandt, y una profesora de piano, Anita Hoffman, interpretada por la jovencísima estrella. Hoy vamos a comentar la película escandinava, la de Gustaf Molander, pero serán inevitables las comparaciones con la posterior versión americana.



El director sueco pertenecía a la generación de cineastas nórdicos que surgieron tras la estela de Stiller y Sjöstrom, dos de los grandes realizadores europeos del cine mudo. De hecho Molander fue guionista del propio Victor Sjöstrom y su Intermezzo tiene mucha relación con las películas no habladas. Gosta Ekman, el actor protagonista que daba vida al violinista, era una estrella en su país y debía su fama a ese tipo de películas a las que se puede apreciar que no renunciaba debido a su forma expresiva de actuar. Quizás uno de los atractivos de esta cinta es observar, precisamente, la transición entre los dos tipos de cine: el mudo, representado por Gosta Ekman; y el sonoro, más acorde con la interpretación de Ingrid Bergman y la famosa pieza musical del título.

La cinta tuvo un gran éxito en Suecia. Aunque el triángulo amoroso estaba descrito con delicadeza y el final era demasiado moralizante, el largometraje era lo suficientemente escabroso para afectar a la taquilla de forma favorable. Ayudaba el hecho de que el personaje principal era un hombre ya maduro –más viejo que en la versión americana- que se enamoraba de una mujer mucho más joven que él y abandonaba a su familia. Para que el adulterio fuera más criticable, Molander –también guionista- introducía un elemento que iba a ser el referente de toda la acción posterior: la pequeña hija del violinista. Así Ingrid Bergman veía en todas las niñas que se acercaban a su amado a la pequeña Ann Marie. Era una especie de conciencia que le impedía continuar con la aventura.




El productor David O. Selznick vio la película y le faltó tiempo para contratar a la actriz. Me imagino que lo que quería el creador de Lo que el viento se llevó era descubrir a una segunda Greta Garbo. Y es que las similitudes de Ingrid Bergman con la diva eran muchas: las dos eran suecas; las dos habían triunfado en su país con melodramas más o menos escandalosos; y ambas fueron dirigidas por realizadores de la misma escuela, el ya citado Maurice Stiller y el que nos atañe, Gustaf Molander. Greta Garbo fue descubierta por Louis B. Mayer, y David O. Selznick no podía ser menos. Sin embargo en lo que tenía que haberse fijado el productor era en que tenían una personalidad diferente. Y volvemos otra vez a la dicotomía cine mudo-cine hablado. Mientras la Garbo dotaba a sus personajes de una expresividad característica, Ingrid Bergman brillaba de una forma diferente. En el Intermezzo sueco se adivina ya a la futura actriz que estaba por llegar, con una forma de actuar no vista hasta entonces: alegre, espontánea y brillante en las escenas iniciales; grave y contenida, en las secuencias dramáticas. En la versión americana, además, aparece su famoso glamour, el que posteriormente se reflejaría en películas como Casablanca o Encadenados. Había nacido una nueva estrella, y no tenía nada que ver con ninguna conocida hasta entonces.

Ver Ficha de Intermezzo.

viernes, 4 de enero de 2008

TENER Y NO TENER (To Have and Have not de Howard Hawks, 1944)

"Anybody got a match?". Esas fueron las primeras palabras que pronunció para la gran pantalla la actriz que hoy recordamos: Lauren Bacall. La estrella nació en Nueva York, un mes de septiembre de hace más de ochenta años y aún sigue trabajando a buen ritmo. La frase en cuestión pertenece a la cinta de Howard Hawks Tener y no Tener, y ya es legendaria la aparición en el marco de una puerta de la jovencísima Bacall pidiendo cerillas al que sería su futuro marido en la vida real: Humphrey Bogart.



Tener y no tener nació de una curiosa apuesta entre Howard Hawks y Ernest Hemingway -siempre reacio a tomar parte en un proyecto cinematográfico-. El director, para implicar al premio Nobel a participar en un filme, le lanzó un desafío. Le dijo que era capaz de hacer una película de éxito basada en la peor de sus novelas. Y Hemingway picó el anzuelo. A los pocos días Hawks consiguió comprarle a su amigo los derechos del libro y se puso en marcha para lo que sería una de sus mejores cintas y, por extensión, una de las más grandes realizadas jamás.

Con To have and have not se quiso aprovechar el tirón de Casablanca. Así, el personaje de Bogart era de nuevo el de un egoísta que no quería implicarse en ningún conflicto bélico y que se resistía a los encantos de Slim (traducido aquí por “Flaca”, el apodo de Lauren Bacall en la película, el mismo que utilizaba Hawks para llamar a su segunda mujer); el bar, donde transcurría gran parte de la acción, recordaba mucho al café de Rick de la película de Curtiz; pero también el ambiente exótico de La Martinica y las intrigas por parte de la resistencia francesa eran sospechosamente parecidas a aquellas de Casablanca.

Gran parte de la culpa de que el resultado final tuviera muy poco que ver con el original, fue de una mujer de... ¡19 años! -esa era la edad de Bacall cuando se presentó al casting-. Es cierto que el director provocó la situación porque buscaba una nueva Marlene Dietrich que compitiera en frialdad con su oponente masculino. Para ello necesitaba los guionistas adecuados que hicieran brotar frases ingeniosas y punzantes de sus labios. Los tenía: William Faulkner (otro premio Nobel) y Jules Furthman -este último ya había trabajado con Von Sternberg en una película de Marlene Dietrich (Marruecos)-. Pero con lo que Hawks no contaba era con el flechazo que surgió el primer mes de rodaje entre los dos protagonistas.

Pasada la sorpresa, el director quiso aprovechar la situación y ordenó que se reescribiera el guión. El resultado fue espectacular: la sensual petición de cerillas por parte de Lauren Bacall era realmente una invitación para que Harry Morgan (Humphrey Bogart) cayera en sus brazos; o una botella que iba de una habitación a otra era la excusa perfecta para los encuentros amorosos entre la pareja. La verdad es que nadie ha podido igualar esa complicidad. Aquella que les servía para planear un robo en un bar, sólo con la mirada; o para “jugar” al amor en su habitación, donde una lección de cómo aprender a silbar nunca tuvo tantas connotaciones sexuales.

A pesar de todo lo anterior Tener y no tener es una película hawksiana por los cuatro costados. Su tema preferido, el de la amistad, estaba más que presente. Así, la causa de la implicación final del héroe es la relación entre Bogart y su protegido, el borrachín Eddie –genial Walter Brennan-, y no la sexual con Lauren Bacall. Sólo cuando su amigo sufre una agresión es cuando Morgan decide actuar, pero curiosamente lo hace en todos los sentidos: en el bélico, ayudando a la resistencia; y en el personal comprometiéndose con “la Flaca”.

Este largometraje de Howard Hawks fue un verdadero punto de inflexión en su carrera, pero también fue el descubrimiento de una gran actriz. Si hay una escena que siempre asocio con esta obra maestra es la de una mujer alta y delgada apoyada en el quicio de una puerta. Lleva un traje a cuadros, con hombreras. Tiene la cabeza ligeramente ladeada, con las cejas altas y la mirada insinuante; y, con una voz grave, dice: “Anybody got a match?”.

Ver Ficha de Tener y no tener
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