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viernes, 6 de abril de 2018

PASAJE PARA MARSELLA (Passage to Marseille de Michael Curtiz, 1944)

Pasaje para Marsella nació a la sombra de Casablanca: tras el éxito de la historia de Rick e Ilsa en la exótica ciudad del Magreb, Jack Warner quiso repetir ganancias y contrató a la misma dotación. Un elenco que se unía al reclamo de Marsella, otra ciudad portuaria como la marroquí, también situada más allá del Atlántico y de nuevo en la esfera del gobierno de Vichy. La propaganda, el trailer, la promoción, todo parecía indicar que la película era una especie de continuación de Casablanca. Pronto se vio que el guión, escrito igualmente por Casey Robinson, era sensiblemente diferente:


Jean Matrac (Humphrey Bogart) y su mujer Paula (Michele Morgan) son periodistas en el París prebélico y usan sus tribunas para denunciar las actividades fascistas en el interior del país. Matrac es acusado falsamente de asesinato e internado en la Isla del Diablo, una prisión de la Guayana Francesa. Junto a otros patriotas como él, Matrac consigue escapar de la isla. A punto de morir de sed, tienen suerte de que el “Ville de Nancy” los aviste y los rescate de una muerte segura. En la travesía hacia Marsella se enteran de que los alemanes han invadido Francia y de que el mariscal Pétain se ha rendido. A bordo hay partidarios de uno y otro bando por lo que la lucha parece inevitable...

En el guión de Robinson destaca la original estructura de la película al descansar la trama en un flashback, dentro de un flashback y dentro de otro flashback. Demasiados insertos dentro de insertos que pueden hacer peligrar la comprensión de la trama, aunque ésta al final se entiende perfectamente. Con tales saltos en la historia, la cinta resulta un compendio de géneros que van desde las aventuras en el penal, hasta el episodio bélico a bordo del “Ville de Nancy”, pasando por el drama y el romance en las secuencias de París. Éstas últimas recuerdan mucho a las de Casablanca, si bien la tensión en la historia de amor desaparece por completo en Pasaje para Marsella y se convierte en añoranza por la familia.

Lo que sí une ambas cintas —seguimos con la inevitable comparación— es la evolución del personaje principal a lo largo de la trama. En Casablanca, Rick es un personaje cínico que no cree en nada, desencantado de la vida y de las personas después de su experiencia negativa con Ilsa. Sólo cuando vuelve a verla y ella le explica el motivo por el que lo dejó plantado, se compromete con la causa de la resistencia.


En Pasaje para Marsella sucede algo parecido: la actitud de Matrac en el “Ville de Nancy” es la de un hombre decepcionado por la derrota de su país y por los gobernantes que se han rendido al enemigo. Siente que no le debe nada a Francia cuando ha sido injustamente confinado de por vida en una prisión y los jueces y la policía no han hecho nada por él. Sólo cree en su amor por Paula y ansía regresar junto a su mujer y a su hijo. El cambio sucede cuando Matrac ve cómo los fascistas maltratan a un niño, entonces comprende que hay que unirse a la lucha para salvar al país.

El posterior ataque aéreo vuelve a incidir sobre lo mismo. La secuencia es una metáfora de toda la guerra, de la agresión nazi y de las víctimas inocentes: el avión alemán bombardea el barco y dispara contra la dotación matando al muchacho. El director no lo dice explícitamente, pero sentimos que Matrac piensa en su hijo cuando ve el cadáver del pequeño tendido en cubierta. Matrac enloquece y asesina a sangre fría a los pilotos germanos que flotan sobre los restos del avión. Cuando le espetan: “eso es un crimen”, Matrac señala los cuerpos sin vida del repostero, los de Marius (Peter Lorre) y el resto de la tripulación, y le responde: “Mire a su alrededor y vea quiénes son los verdaderos asesinos”. Se trata de una secuencia terrible vista hoy en día que, sin embargo, no fue cortada entonces, tal era la intensidad de la propaganda en aquel momento de la guerra, justo antes del desembarco de Normandía (la cinta se estrenó en febrero de 1944).



Ver ficha de Pasaje para Marsella.

El post es un extracto corregido para la ocasión del capítulo dedicado a Pasaje para Marsella en mi libro: CINE Y NAVEGACIÓN. Los 7 mares en 70 películas






lunes, 15 de junio de 2015

ESPECIAL 2 X 1: "EL CAPITÁN BLOOD" y "EL HALCÓN DEL MAR" (Michael Curtiz) (IV)


El Halcón del mar (The Sea Hawk, 1940).- La situación de la Warner al comienzo del rodaje de El halcón del mar era sensiblemente diferente a la de cinco años atrás cuando se estrenó El capitán Blood. En el estudio ahora reinaban dos estrellas consagradas (Errol Flynn y Olivia de Havilland), un director que ya era el mejor de la productora (Michael Curtiz) y un músico prodigioso: Erich Wolfgang Korngold. Tal circunstancia hizo que Jack L. Warner se plantease la nueva producción de aventuras de una forma también muy distinta.  

En realidad la película se concibió justo después de comprobar el éxito de El capitán Blood, pero las complicaciones con el guión retrasaron la realización del filme. Warner quería explotar la gallina de los huevos de oro que eran las novelas de Sabatini y encargó a sus guionistas la adaptación de la primera novela del célebre autor: “The Sea Hawk”. Un libro que, al igual que “The Captain Blood”, ya se había llevado a la gran pantalla durante el período mudo (Frank Lloyd, 1924), además con bastante más éxito. Los problemas a la hora de encontrar un adecuado tratamiento de la historia exigieron el concurso de hasta cuatro escritores: Robert Neville, Delmer Daves —futuro director—, y los guionistas que finalmente aparecieron en los créditos: Howard Koth y Seton I. Miller. Después de pasar por tantas manos, el libreto resultó completamente diferente al de la versión silente que era bastante fiel a la obra de Sabatini. Tan distinto resultó el guión que realmente de la novela de Sabatini sólo tomaba el nombre de la historia y poca cosa más:

Estamos en 1585, con el dominio mundial de España y la amenaza que representa una posible invasión de Inglaterra por parte de la Armada Invencible. En las Islas Británicas, el capitán Thorpe (Errol Flynn) es un corsario que pertenece a “Los halcones del mar”, pero que prácticamente sigue las órdenes directas de la reina Isabel de Inglaterra (Flora Robson). Thorpe acaba de apresar una galera que llevaba a bordo al embajador español ante la reina de Inglaterra (Claude Rains) y a doña María (Brenda Marshall). Reprendido por la reina, aunque sólo de cara a la galería, y enamorado de doña María, Thorpe parte a una misión en Panamá para interceptar un convoy cargado de oro. La idea es hacerse con el botín en tierra donde nadie lo espera, pero la operación es detectada por espías de palacio y por el embajador español. Ajeno a la conspiración, Thorpe cae en la trampa, es apresado y conducido a galeras con su dotación. Al cabo de un tiempo sirviendo como esclavo, Thorpe consigue escapar llevándose consigo una embarcación española, el nombre del traidor de la corte inglesa (Henry Daniell) y las pruebas de la invasión que se prepara contra los británicos.

La trama de Sabitini se modificó teniendo en cuenta el contexto político de guerra mundial que se vivía en 1940. A nadie se le escapa que el imperio español era un remedo del de Hitler, y que el espiche final de la reina Isabel se refería a la situación extrema que vivía Inglaterra bajo la amenaza de una inminente invasión alemana. Por tal circunstancia, por presentar al rey Felipe II como un tirano que ansiaba gobernar el mundo, la película fue prohibida en nuestro país. En Estados Unidos, por entonces neutral, se cortó un plano del final en el que la flota inglesa del siglo XVI era sustituida poco a poco por buques de guerra contemporáneos, un claro mensaje bélico que sí se mantuvo en la versión que se distribuyó en el Reino Unido.

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lunes, 25 de mayo de 2015

ESPECIAL 2 X 1: "EL CAPITÁN BLOOD" y "EL HALCÓN DEL MAR" (Michael Curtiz) (II)

Es curioso que un largometraje con tan pocas pretensiones fuese a la postre tan importante en la historia del cine —para muchos la mejor película de piratas nunca realizada—. Como ya se ha dicho, El capitán Blood supuso el comienzo de toda una serie de éxitos para la Warner Brothers, pero también fue la película que lanzó al estrellato a un desconocido actor australiano llamado Errol Flynn; a su pareja en ocho ocasiones más, Olivia de Havilland; a un excelente músico que debutaba —y se llevó la nominación al Óscar—, Erich Wolfgang Korngold; y al director que junto a Raoul Walsh, fue el que más veces rodó con Flynn: Michael Curtiz.

Curtiz, era un cineasta húngaro que había recalado en Hollywood cuando Jack Warner vio lo bien que se desenvolvía en Austria dirigiendo películas épicas. Curtiz acababa de terminar Esclava Reina (Die Sklavenkönigin, 1925) —después de haber hecho Sansón y Dalila y Sodoma y Gomorra—, cuando Warner lo contrató; el productor seguramente ya tenía en mente encargarle El arca de Noé (Noah’s Ark, 1928), una superproducción estilo DeMille con la que prácticamente se decía adiós al cine mudo.

El caso es que cuando Curtiz rodó El capitán Blood casi nadie lo conocía en Estados Unidos. A partir de ahí su carrera sólo hizo crecer y su reputación como uno de los directores más innovadores fue incuestionable. Para nosotros fue el paradigma del cineasta llegado de Europa (como Hitchcock, Lubitsch, Wilder y tantos otros) que cambió para siempre el modo de hacer cine en Norteamérica. Una evolución sin traumas desde dentro del sistema de producción de los grandes estudios en el que supo integrarse perfectamente. De hecho, junto a Raoul Walsh, Curtiz se convirtió en el realizador que caracterizó a la Warner como productora de películas de acción donde la narrativa vertiginosa y la dirección sin ambages fueron sus principales señas de identidad.

 Los pocos medios con los que contó Curtiz en El capitán Blood no le impidieron realizar una película espectacular. La batalla final es una brillante sucesión de imágenes de un vigor narrativo pocas veces visto gracias al ritmo del montaje, a la excelente música de Korngold y a la visión personal del gran director. La mano de Curtiz no sólo se nota en la viveza de las secuencias de acción, en las sutiles transiciones y en las oportunas elipsis, sino también en la técnica de claroscuros que compensa la falta de decorados. Las sombras del primer tercio de la película en espacios vacíos como los del tribunal son de una modernidad casi abstracta que sorprende hoy en día. También lo son los reflejos de la mar en los rostros de los personajes en los planos más emotivos. Son técnicas expresionistas, heredadas de su paso por el cine germano que usaría cada vez con mayor habilidad hasta llegar a la cima en Casablanca (1943). 


El hallazgo de Errol Flynn —como el de Olivia de Havilland, otra desconocida— también supuso todo un acontecimiento. De forma inesperada, su presencia llenó el vacío que había dejado Douglas Fairbanks desde que el cine comenzó a hablar. La llegada de Flynn al proyecto fue fruto de la casualidad, del rechazo de otros actores ya consolidados y del poco dinero con el que contaba Curtiz en una producción que no permitía la participación de grandes estrellas. La película fue la primera de las doce que Curtiz y Flynn hicieron juntos, una larga colaboración que, sin embargo, no se tradujo en una gran amistad si tenemos en cuenta las discusiones y las diferencias de criterio que existían entre ellos. En sus memorias, Flynn confirmó lo mal que se llevaba con Curtiz: “Pasé cinco miserables años con él haciendo Robin Hood, La Carga de la Brigada Ligera y muchas otras. En todas ellas, él (Curtiz) intentaba hacer las escenas tan realistas que mi piel no parecía importarle mucho. Nada le agradaba más que el derramamiento real de sangre.” (Flynn 2003, pg. 202).



lunes, 22 de noviembre de 2010

ACCIÓN EN EL ATLÁNTICO NORTE (Action in the North Atlantic de Lloyd Bacon, 1943)

En plena batalla del Atlántico, durante la Segunda Guerra Mundial, el aparato de propaganda de los Estados Unidos se planteó realizar un documental destinado al reclutamiento de personal para la Marina Mercante. Finalmente se tomó la decisión de hacer una película de ficción, pero con algunas imágenes de combate reales. El resultado fue la entretenida Action in the North Atlantic.



Lloyd Bacon, un reputado artesano de la Warner fue elegido para dirigirla. Sin embargo, fue Byron Haskin quien la terminó por la negativa del jefe del estudio, Jack L. Warner, a renovar el contrato de Bacon hasta ver el resultado final. Bacon no aguantó la incertidumbre y abandonó. Aún así la cinta se muestra compacta y de muy buena factura.

Es, probablemente, el paradigma de las películas bélicas de propaganda. En este caso, para ensalzar la labor de la Marina Mercante. Seguía la línea marcada por el Reino Unido en filmes tan buenos como Sangre, Sudor y Lágrimas (In Wich We Serve de David Lean y Noel Coward, 1942) en el que el objetivo era elogiar a la Navy.

Acción en el Atlántico Norte se divide en tres partes. En primer lugar, un prólogo trepidante, que se corresponde más con el final de cualquier película bélica que con el arranque, donde el capitán (Raymond Massey), el segundo (Humphrey Bogart) y parte de la tripulación de un carguero sobreviven al hundimiento de su barco por parte de un submarino alemán.

Le sigue una fase central en la que se presenta a los marineros en tierra y donde el guión acude a las inevitables consignas propagandísticas. Entre ellas las de incentivar el alistamiento o alertar a la población civil para que no comente en público los movimientos de tropas y buques. Bacon utiliza a Bogart para subrayar esta última advertencia en una secuencia negra que no parece formar parte de la cinta: la estrella, vestido al uso del film noir, acude a un tugurio donde canta una rubia de voz grave, y donde un bocazas se va de la lengua. Inevitable el uso del actor al servicio del panfleto. Aunque —tenemos que admitir—, la escena resulta más que atractiva.



Y el tercer acto, que a su vez tiene la estructura de un filme completo, donde la trama narra la nueva misión de los protagonistas: todos han vuelto a embarcar y forman parte de un convoy que se dirige a Murmansk con armamento para el frente ruso. De esta fase cabe destacar el buen asesoramiento naval que permite un tratamiento del guión muy cercano a las operaciones reales de la Batalla del Atlántico. La jauría de submarinos atacando el convoy, los problemas en las maniobras dentro de la formación naval y las muy buenas maquetas ayudan a conseguir un verismo casi documental.

Sólo la última parte se aparta de la realidad cuando el convoy es dispersado y el indefenso mercante se las tiene que ver —¡él solo!— contra un submarino y dos bombarderos. A pesar de todo, se agradece la licencia de ficción para redondear una película muy entretenida donde no falta la acción ni la emoción y donde Lloyd Bacon demuestra que no sólo se le daba bien el cine musical.


Ver Ficha de Acción en el Atlántico Norte.


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