La última comedia de Allen se centra en una familia, donde los padres se han separado y su hija atraviesa también por un bache matrimonial. Helena, la madre, acude a una falsa pitonisa que le anuncia el título de la película y le sacia su sed (de whisky). Alfie, el padre (Anthony Hopkins), busca una segunda juventud y se machaca en el gimnasio. Sally (Naomi Watts), la hija, vive con Roy (Josh Brolin), un escritor fracasado. Para mantener a flote su desastrosa economía trabaja en una galería de arte donde su apuesto jefe (Antonio Banderas) también se queja de su vida conyugal.
Así están las cosas hasta que Allen comienza a enredar. Se lo pasa bien –y el público comienza a sonreír para ya no parar- cuando Alfie anuncia que se va a casar con un pendón mucho más joven que él. Aquí es inevitable pensar en una continuación del filme anterior (Si la cosa funciona), pero Hopkins se nos antoja algo fuera de lugar. El actor es excelente, pero no encaja en el mundo alleniano. Sí lo hace su novia, una mujer que pronto confirma lo que aparenta ser: ligera de cascos.
El realizador sigue con el embrollo cuando Roy utiliza como musa -y para otras cosas- a la más que guapa vecina de enfrente. Una mujer de rojo que toca la guitarra española, pero que ya tiene fecha para la boda. Sally tampoco se queda atrás y se decide a tirarle los tejos a su jefe, que a su vez se los tira a la mejor amiga de Sally. Por último, Helena conoce a un librero viudo que cree en la reencarnación y en los fantasmas -tan ido como ella- que tiene que acudir al más allá para pedir permiso a su mujer y poder salir con Helena. Es decir, todos los personajes tienen planes con personas fuera del matrimonio; planes que se pueden complicar debido a la presencia de un tercero en discordia, ya sea vivo o muerto.
Esto es difícil de llevar si no se es Woody Allen. Pero el cineasta se encuentra en su salsa, como si fuera el inventor del género. La madeja, desecha totalmente por las ganas de jugar de Woody, por un momento parece volver a su sitio, pero es sólo una ilusión, todo volverá a complicarse con infidelidades, delitos, sesiones de ocultismo y accidentes mortales.
La cámara de Allen entra en el juego cuando utiliza los planos secuencia –larguísimos- en el interior del apartamento de Sally y Roy, siempre que reciben la inoportuna visita de Helena. Los tres a punto de estallar y el director siguiendo sus pasos con malicia. Con astucia, utiliza el objetivo en mano para los distintos puntos de giro (hay unos cuantos) enmarcando en primerísimo plano las rostros incrédulos que asisten a alguna revelación sorprendente.
Por último, el más que sano divertimento de descubrir “quién es Woody Allen” de entre todos los personajes aquí no llega a buen puerto. Realmente nadie y todos son él. No hay un actor que se distinga por su carácter hipocondríaco, o que tenga dudas religiosas, o que se obsesione por el sexo y el psicoanálisis. Pero la mayoría son un desastre. Incapaces de llevar adelante una relación intima, generalmente por su ineptitud. Nada nuevo en el universo del pequeño realizador, pero eso es lo que nos gusta; queremos disfrutar de nuestra sesión de cine, vamos a ver la última película de Woody Allen para pasar un rato agradable, para admirar el ingenio del director y, una vez más, no hemos salido defraudados.
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