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domingo, 25 de septiembre de 2022

2 X 1: "EL BOTONES" y "EL TERROR DE LAS CHICAS" (Jerry Lewis)

El botones (The Bellboy, 1960)

La carrera del humorista Jerry Lewis siempre ha estado ligada a la Paramount desde que esta lo lanzara a la gran pantalla junto a su compañero Dean Martin, allá por el año 1949. Una década después, ya separado del cantante y en el cénit de su carrera, Lewis firmó un nuevo acuerdo con la major que le permitía dirigir y protagonizar con su productora independiente una película por año a cambio de ceder los derechos de distribución.

En un principio, estaba previsto que las cintas las dirigieran otras personas, pero en la primera urgía realizarla para poder estrenarla en la temporada de verano. Jerry le ofreció el trabajo a Billy Wilder, pero este lo rechazó y le recomendó que la dirigiera el propio humorista. Jerry escribió el guion en ocho días y rodó la película en cuatro semanas. El filme se tituló El botones.

En el largometraje el cómico daba vida al botones de un hotel. La trama no era tal, solamente se trataba de una sucesión de secuencias, de sketches, sin conexión alguna entre ellas, salvo la de estar ubicadas en el mismo establecimiento, y donde los gags iban in crescendo a medida que avanzaba el metraje.

Destacan aquellos en los que una mujer pasa de extremadamente delgada a escandalosamente gorda tras el efecto de una caja de bombones que Jerry le entrega; el gag del playback de la orquesta, muy usado por Jerry en sus representaciones; el del paseo de los perros, también utilizado en otras películas; el de la pareja discutiendo; el de las modelos; o el del teléfono.

Aunque los más recordados tienen que ver con la obsesión de Lewis por los dobles, un tema recurrente en la obra del cineasta. En El botones, su personaje se enfrenta al propio Jerry Lewis y se mira cara a cara con un doble de Stan Laurel, cómico con un registro parecido, al que siempre admiró (de hecho, el botones se llama Stanley). El mismo personaje tuvo continuidad en otra película de Jerry Lewis, Jerry Calamidad (The Patsy, 1964), donde el botones suplantaba a un humorista.

 


El terror de las chicas (The Ladies Man, 1961)

Al año siguiente de realizar El botones, Jerry Lewis se enfrenta a otra producción mucho más ambiciosa: El terror de las chicas. De nuevo se trata de una sucesión de gags, con una ligera trama: al deprimido Herbert le acaba de dejar su novia. Recién graduado, con miedo a las mujeres, acepta sin querer un trabajo en una mansión habitada solamente por féminas.

Otra vez, igual que en El botones, los sketches tienen que ver con una persona patosa que sirve a los habitantes de una pensión, solo que en esta ocasión todas son mujeres. La misoginia con la que siempre se le ha identificado a Lewis ⸺«Las mujeres son animales indomesticables, que obedecen a leyes simples con la puntualidad de un perro de Pavlov», solía decir el humorista⸺ tiene aquí más de un elemento en favor de tal acusación cuando da la impresión de que Herbert se halla en un mundo dominado por las mujeres, como si fuera el último hombre en la tierra.  

De nuevo el interés por el doble sale a relucir en esta película ⸺y en casi todas las de Jerry Lewis⸺ cuando el actor interpreta a Herbert y también a su madre. El matriarcado americano más feroz es también otro lugar común en la obra de Lewis.

A diferencia de otros directores, el cómico solía rodar de forma eficiente, en los plazos establecidos y con el presupuesto adecuado. El no ensayar antes de los rodajes y el filmar casi siempre en una sola toma, ayudaba a trabajar rápido. También sumaba su afición a la electrónica. Entre otras cosas, Lewis inventó un sistema de cámaras y receptores de televisión que le aseguraba poder ver lo que rodaba en tiempo real, con el consiguiente ahorro de tiempo y coste. Técnica muy usada actualmente, pero toda una novedad en los primeros años sesenta.

Aparte de algunos gags muy logrados, lo que más destaca de la película es el decorado: una casita de muñecas construida a tamaño real, uno de los más grandes platós de interior que se haya utilizado nunca, cuyo objetivo era poder mover la cámara con comodidad. Decorado que, por cierto, no se disimula en la película, como tampoco se hace en otras producciones que seguro que tuvieron en mente El terror de las chicas para su realización. Me refiero, entre otras, a Todo va bien (Tout va bien, Jean-Luc Godard, 1972).








lunes, 11 de abril de 2011

TODO VA BIEN (Tout va bien de Jean-Luc Godard y Jean-Pierre Gorin, 1972)

Es curioso como el paso de los años hace mella en las películas. Mientras unas envejecen mal —cuántas veces habremos dicho esa frase— otras, por el contrario, sobreviven casi intactas e incluso mejoran con el tiempo; o bien porque su intención permanece vigente, o por la calidad de las cintas, o por ambas cosas. Pero aún hay un tercer grupo: las que se transforman; las que sufren una metamorfosis (seguramente porque son variantes del primer caso). Todo va bien puede valer como ejemplo de esta última categoría.



La cinta de Jean-Luc Godard aprovecha el tirón de la revuelta de Mayo del 68 para presentar uno más de sus ensayos —tan antiguos como gran parte de su cine— sobre las ideas marxistas y revolucionarias. El discurso de Tout va bien podría ser válido en 1972, donde aún se creía en la utopía, pero hoy en día se ha convertido en una caricatura, casi en una ironía permanente. Los diálogos con intención proselitista parece que se hubieran modificado para ofrecer un resultado contrario al inicial. El drama se convierte en comedia y las sentencias se tornan en sarcasmos; tal es la erosión que ha provocado el tiempo en el largometraje.

No obstante, el filme guarda ciertos aspectos interesantes que, confesamos, son los que queríamos comentar. En primer lugar, parece apartarse de sus ideas revolucionarias para con el cine mismo y decide (descubre la pólvora) que las películas tienen que hacerse con dinero y con actores que atraigan al público. Ese es el motivo por el que las estrellas ya consagradas, Yves Montand y Jane Fonda, encabecen el reparto. Godard los utiliza en muchas escenas —y ellos se dejan— como simples figuras decorativas. Miran a la pantalla, pasan por allí, o posan distraídamente mientras el discurso de Godard se oye fuera de campo. Es decir, Godard se ríe del cine comercial; se aprovecha de él. Lo confirma cuando organiza la estructura de la cinta apoyándose en la técnica documental —tan conocida por el cineasta y por Jean-Pierre Gorin, codirector con Godard en esta película, y documentalista de profesión—, para desarrollar la trama:

La acción se desarrolla en una fábrica de alimentación donde acaba de estallar una huelga violenta, que termina con el secuestro del empresario —y con el de Fonda y Montand, a los que Godard sitúa en la acción descaradamente para los propósitos ya indicados—. Las ideas del Sindicato, la de los obreros y la del empresario es lo que a Godard le interesa; pero también, en la segunda parte de la cinta, el desencanto de cierta burguesía que antaño fueron activistas. Son los encarnados por la estrella norteamericana y el actor francés. Ellos ya se han rendido. Godard mezcla ficción con realidad: los actores ya no son unos desconocidos forman parte del star system, del cine convencional, el que da dinero.

La idea de estructurar y separar las clases sociales hace que el decorado sea también original: los distintos pisos y habitaciones pueden verse simultáneamente —y la interacción entre los personajes que habitan en ellas—. Todo al estilo de la vivienda de Monsieur Hulot en Mi Tío (Mon Oncle de Jacques Tati, 1958) o la casita de muñecas de Jerry Lewis en El terror de las chicas (The Ladies Man, 1961).

Además, para centrar el tema en la Francia de principios de los setenta, decora toda, absolutamente toda la puesta en escena, con los tres colores de la bandera francesa. Y lo hace de una forma muy original. Por ejemplo, en un despacho donde los huelguistas hacen guardia para que no escape el empresario, el color azul de los monos de trabajo de algunos obreros contrasta con el blanco de las batas de los carniceros que, a su vez, se encuentran manchadas por la sangre de los animales sacrificados en la fábrica. Otro: el blanco de la pared de la casa de los protagonistas, más el azul del sofá y el rojo llamativo de una tetera, en el centro del encuadre, son tonalidades claramente intencionadas.

Es verdad que el discurso de Todo va bien ha envejecido mal. Eso es una realidad. Pero lo que también es cierto es que se trata de una cinta con tantos elementos cinematográficos atractivos que, si nos abstraemos del mensaje, consiguen que el filme de Godard, finalmente, supere la dura prueba de los años.


Ver Ficha de Todo va bien.







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