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martes, 12 de agosto de 2008

LA TRAVESÍA DE PARÍS (La Traversée de Paris de Claude Autant-Lara, 1956)

La historia, al final, coloca a cada uno en su sitio. Una frase que encaja con el reconocimiento de la sociedad y del mundo del cine hacía la figura de uno de los mejores realizadores franceses: Claude Autant-Lara (nacido en agosto de 1901). En la década de los sesenta fue criticado abiertamente por los jóvenes directores de la Nouvelle Vague. Este ataque influyó decisivamente en su carrera, y sólo gracias a su trabajo y al repaso de toda su obra nadie duda hoy en día en considerarlo uno de los grandes cineastas galos de todos los tiempos. Entre las películas que nos dejó sobresale con luz propia la cinta que hoy vamos a comentar: La Travesía de París.



Se trata de un relato corto de Marcel Aymé -uno de los autores franceses con más obras adaptadas al cine- ambientado en la Segunda Guerra Mundial. Auntant-Lara se aprovecha de la situación en la que vivían los habitantes de la capital (ocupación alemana) para confeccionar una excelente película. El resultado es una curiosa combinación de elementos neorrealistas con tintes de comedia y humor negro que recuerda mucho a lo que se estaba haciendo en España durante la posguerra. Y es que el estilo esperpéntico del filme se aproxima más a la obra de nuestro Berlanga que a cualquier otro cineasta francés de la época.

El realizador, con pocos planos –y con gran habilidad-, sumerge la historia en el tono correcto nada más comenzar el largometraje: de los créditos, con las tropas germanas desfilando por los Campos Elíseos, pasa a una secuencia donde mezcla el realismo con la metáfora. Así, alguien se esconde en un refugio mientras un “velo-taxi” (bicicleta para pasajeros) se cruza con una resignada cola de racionamiento y un ciego, desafiando a la autoridad, canturrea la marsellesa. Perfecta introducción para la trama principal que se desarrolla en una especie de road movie, en el interior de París, con Jean Gabin y Bourvil como protagonistas. La extraña pareja tiene que transportar un cargamento de estraperlo (unas maletas que esconden carne fresca) y recorrer casi toda la ciudad para entregar la mercancía.

El director se decanta claramente por dos elementos: los personajes y el entorno hostil por donde se ven obligados a desenvolverse en su viaje casi surrealista. Son tan importantes Gabin y Bourvil -sobre todo el primero que se me antoja un trasunto del propio Autant-Lara, en su calidad de artista y por su ambigüedad en las relaciones con el enemigo- como los obstáculos que se ven obligados a salvar: a saber, el jefe (un excesivo Louis de Funes, como siempre), los alemanes, los colaboracionistas, los gendarmes y los perros, los únicos que se huelen –literalmente- lo que esconden las maletas. De esta manera las situaciones divertidas se suceden de forma natural.

Pero el director no engaña al espectador, todo lo contrario, sitúa la acción siempre de noche, acorde con los oscuros tiempos de ocupación, y el viaje que propone tiene mucho de existencial; los personajes evolucionan con el metraje y los miedos, prejuicios, envidias, y demás miserias de la Francia de Vichy aparecen con toda su crudeza. Lo peor es que algunos caracteres siguen vigentes hoy en día. De hecho el cineasta se guarda un último guiño al concluir la cinta –muy adecuada la simbología- que no hace sino confirmar algo muy cierto: la Historia, al final, coloca a cada uno en su sitio.

Ver Ficha de La Travesía de París.

jueves, 31 de enero de 2008

MI TÍO (Mon Oncle de Jacques Tati, 1958)

Unos créditos, sobre tablones de anuncios, y el ruido de la maquinaria de una obra cercana, dan paso a una secuencia donde unos perros callejeros corretean por los suburbios de la ciudad mientras suena una famosísima composición musical. Es el arranque de Mon Oncle, una obra de arte –con marco y todo, ya que la citada escena de los canes se repite al final- de Jacques Tati.

En Mi Tío, pese al inevitable paso de los años, se abordan dos temas que no tienen fecha de caducidad: la pérdida de personalidad que supone vivir acorde a las exigencias del desarrollo –desarrollo “comercial”, no humano-; y el abandono de los hijos como consecuencia directa de dicha situación. Las dos cuestiones son hábilmente tratadas bajo el punto de vista de Monsieur Hulot (el trasunto del propio Jacques Tati) cuando su cuñado decide darle un empleo en la fábrica donde trabaja para mantenerle alejado de su hijo pequeño y, de lo que él cree, son malas influencias. Gracias al humor contenido -y no exento de dramatismo- Tati consigue transmitir al espectador su ansia por parar el mundo en el que le ha tocado vivir.

El cineasta galo pasa por ser el mejor cómico que ha dado nuestro país vecino (sólo con Mi Tío consiguió un Oscar y el premio especial del jurado en Cannes), muy por encima de los excesos de Louis de Funes y más creativo que Fernandel o Bourvil. Y más original. Su estilo ha sido estudiado hasta la saciedad y, mientras unos aseguran que Tati pertenece a un humor, digamos judío, emparentado muy de cerca con aquellos pioneros del cine mudo (Keaton, Lloyd o el mismísimo Chaplin), otros creemos que posee una personalidad propia al reinventar la comedia; aunque eso sí, lo hace partiendo de principios clásicos.



Es cierto que casi la totalidad de su obra –MiTío es un ejemplo claro- trata un tema ya desarrollado por Chaplin en Tiempos Modernos (Modern Times, 1936): la difícil adaptación del hombre a la vida moderna. Incluso ambos cineastas se valen de un personaje universal (Charlot, Hulot) para protestar y revelarse, a su modo, ante esta situación. Pero, aunque el fondo sea el mismo, la forma desde la que Tati plantea la trama es sensiblemente diferente: así, los planos generales adquieren mayor importancia al ser el entorno casi tan importante como los personajes, tanto que sus cintas se consideran como obras de culto para los arquitectos de todas las épocas –véase la casa del cuñado, eje central de la trama, que hasta posee “ojos”que vigilan en la oscuridad; o el edificio donde vive Hulot, que recuerda al “13 Rue del Percebe” de F.Ibañez-; es diferente también el uso comedido del slapstick, que provoca más la sonrisa que la carcajada, pero que asegura su continuidad a lo largo de todo el metraje; y, sobre todo, destaca la minuciosidad en la elaboración de los gags.

Esto último, que ha sido muy criticado, nos parece fundamental para entender la obra del genial director. Y es que cuando Tati planifica hasta el mínimo detalle parece una victima más de aquello que denuncia. Sólo hay que presenciar como discurre el tráfico en sus calles: los vehículos prácticamente iguales, de tres en tres, perfectamente alineados; perfectamente alienados. Sólo hay que ver a esos perros callejeros del arranque. Sus correrías por las calles desiertas, al amanecer, nos llevan a la mansión donde se van a desarrollar los hechos. Uno de ellos, a regañadientes, traspasa la verja en calidad de resignada mascota. El resto se queda fuera; como Jacques Tati: son los que se resisten a formar parte del sistema.


Ver Ficha de Mi Tío.
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