Demasiado tarde (Au dela des grilles, 1949)

La
siguiente fase de su carrera tenía mucho que ver con una especie de revival del
realismo poético francés, pero a caballo entre ese movimiento y el neorrealismo
que triunfaba en Italia en aquel momento. De hecho, la primera cinta que vamos
a comentar, Demasiado tarde, es una coproducción franco-italiana
que cuenta con elementos de una y otra corriente.
Solo ver a Jean Gabin al
frente del reparto ya sería suficiente para encuadrar el filme en el realismo
poético. El gran actor galo interpreta a uno de aquellos antihéroes tan
reconocibles, de oscuro pasado, que se arrastran por los barrios bajos de las ciudades.
En este caso, Gabin es un polizón huido de la justicia, que desembarca en
Génova para comenzar una nueva vida al lado de Isa Miranda.
Con una estructura casi de
western (el forastero recién llegado revoluciona la vida insulsa de una
madre divorciada y su hija, y además se enfrenta al ex de ella), pero igual de
fatalista que el primo hermano del movimiento, el cine negro, discurre esta
magnífica cinta de Clément donde todo se vuelve en contra de la pareja, incapaz
de librarse de su pasado. Hasta la hija de Isa Miranda, que admira a Gabin,
supone un contratiempo para los dos protagonistas. La culpa la tiene la crisis
adolescente que sufre la joven cuando cree haberse enamorado del recién
llegado.
Calles húmedas, entorno tenebrista,
adhesión a los principios neorrealistas, trama pesimista y estilización máxima es
lo que propone René Clément en una de sus películas menos conocidas, pero más
interesantes de su segunda etapa.
Le
château de verre (1950)

Por las prisas y los sinsabores de la última cita de la pareja, la
segunda parte de Le château de
verre recuerda en muchos
aspectos a Breve encuentro (Brief Encounter, David Lean, 1945). Sin
embargo, el guion no adapta una obra de Noel Coward, sino una novela de la escritora de bestsellers, Vicki Baum.
De nuevo con actores emblemáticos del realismo poético francés (Michèle
Morgan), el realizador ofrece una trama repleta de simbolismos que nos
dicen lo imposible de la relación pecaminosa. Que el marido cornudo sea juez no
es gratuito. Así, el caso que lleva el magistrado es el de un homicidio donde
la acusada quiere proteger al verdadero asesino, que a su vez la engaña con
otra. Un feo asunto que se inserta en la historia principal como un mal
presagio.
Tampoco auguran nada bueno señales como la del castillo del título: un
pequeño souvenir de cristal que se hace añicos en el nido de amor y causa
heridas a los amantes. Oportunidades perdidas por la pareja para descubrir el
adulterio, y de esta manera poder vivir juntos, se suceden continuamente, pero siguen sin llevar a ninguna parte.
Muy bien rodado por René Clément, el filme propone algunas escenas
memorables como la del reloj que ella avanza de forma manual para simular que
lo peor ha pasado, que ya se ha separado de su marido y se halla de vuelta con
el amante; o las distintas secuencias recorriendo un París en blanco y negro, deprimente,
de calles mojadas por la lluvia. Se trata de una población alternativa a la que
el espectador está acostumbrado a ver. Se nos antoja que Clément no filma ningún
monumento emblemático de la llamada “ciudad de la luz” o “ciudad del amor” con
toda la intención del mundo.