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miércoles, 17 de noviembre de 2010

COLABORACIÓN: TIM BURTON (Marcos Marcos Arza)

Volvemos a contar con la colaboración de Ariodante, y de nuevo nos habla de libros de cine. Esta vez se trata de un ensayo sobre el director gótico por excelencia. Os dejo con Ariodante y su artículo y os animo a colaborar, siempre que queráis, con este espacio:



Ed.Cátedra,
Colección Signo e Imagen / Cineastas,
Madrid, 2010 (3ª edición actualizada),
345 páginas.
ISBN: 978-84-3762682-6

Publicado en su primera edición en el año 2004, Cátedra acaba de lanzar al mercado la tercera edición actualizada del ensayo de Marcos Marcos Arza dedicado al director norteamericano Tim Burton. Una excelente ocasión para volver sobre este cineasta, muy prometedor en los primeros pasos dados en la industria cinematográfica, responsable de algunas de las obras más notables del género fantástico realizadas durante las décadas 80 y 90 del pasado siglo XX y que, lamentablemente, parece ir apagándose en el firmamento hollywoodiense, a pesar de encontrarse en activo y en un momento vital todavía, potencialmente, productivo.

Nacido en Burbank, condado de Los Ángeles (California) en 1958, Tim Burton vivió desde niño en un entorno singular diríase que predispuesto para el mundo del cine y el espectáculo. A pocos metros de donde transcurre su infancia, la Columbia, la Warner Bros y la Disney tenían situados los famosos estudios en los que fabricaban los sueños de millones de espectadores sentados ante la pantalla. No extraña, por tanto, que el niño Tim Burton sintiese el poderoso influjo ambiental, e imbuido de atmósfera tan fabulosa, quisiera ser, de mayor, nada menos que Vincent Price.

«Consumidor compulsivo de televisión, aficionado a los cómics, obsesionado con el mundo del juguete, cinéfilo obsesivo y libre de prejuicios hacia los títulos de terror y ciencia ficción (fueran de la serie que fueran), los filmes de Burton vienen a ser algo así como la reformulación de toda una tradición cultural filtrada a través de la óptica contemporánea en su vertiente posmodernista.» (pág. 15).
Con estas palabras resume el autor de la presente monografía los cimientos sobre los que Burton ha construido un universo imaginativo de lo más atractivo, como pocos otros ha dado el cine de nuestros días. Que la rica tradición audiovisual de un siglo, recogida por Tim Burton en su obra, haya sido acrisolada, como sostiene el autor del ensayo, por una óptica posmodernista, es, sin embargo, una afirmación controvertible, que depende, entre otras cosas, de lo que quepa entender por «posmodernismo». Término de connotaciones más ideológicas y sociológicas que artísticas, convocarlo en un contexto cinematográfico constituye un recurso tan acomodaticio y fútil como seguir acudiendo al auxilio de expresiones del tipo «cine independiente», «cine comercial/no comercial» o de «tercera vía».

El caso de Tim Burton es que —genio y figura del séptimo arte hasta la sepultura— evidencia desde los primeros cortos y fotogramas rodados un profundo respeto por la tradición y el clasicismo cinematográficos. En el primer cortometraje, Vincent (1982), ofrece un emotivo homenaje a uno de sus personajes fetiche: Vincent Price, célebre y prolífico actor, habitual en el cine fantástico y de terror, donde se ha ganado un puesto de honor en el olimpo del género, junto a Boris Karloff y Bela Lugosi, entre otros monstruos del cine «de miedo». En el último filme rodado hasta la fecha, Alicia en el país de las maravillas (2010), Burton ha recuperado (malogradamente, según dictamen crítico casi unánime) un texto inmortal de la literatura universal salido de la imaginación de Lewis Caroll. En el ínterin de estos títulos, vive y bebe en todo momento del cine clásico con conmovedora inclinación y pasión. Desde el expresionismo y el sesgo gótico, apreciables en las películas del doctor Caligari, el fantasma de la ópera, de F. W. Murnau o de Fritz Lang, pasando por las series de televisión y los largometrajes serie B de los años 50 y 60, por el terror manufacturado en los estudios de la Universal y la Hammer, por los muñecos animados del gran director artístico Ray Harryhausen, por el horror de los relatos Edgar Allan Poe según la mirada de Roger Corman, prácticamente toda la historia del cine de misterio y de terror queda registrado en la receptiva retina de Burton. Todo este rico material recreará Burton en sus filmes, unos más afortunados que otros, según los casos, pero partícipes, en su mayor parte, de un «universo propio».

La dualidad estética y moral de la monstruosidad; la inocencia; la ausencia del padre; la soledad de la infancia; la cara oculta de la vida cotidiana oculta tras el espejo; la presencia inquietante de la muerte en cada momento de la existencia humana; la fuerza de la creatividad, en fin, como valor superior del hombre, conforman buena parte de las obsesiones artísticas que Burton ha transformado en historias francamente extraordinarias.

A lo largo de un lustro, Tim Burton logra culminar tres indiscutibles masterpieces de la historia del cine: Eduardo manostijeras (Edward Scissorhands, 1990), Pesadilla antes de Navidad (The Nightmare before Christmas, 1993) y Ed Wood (1994). Junto a este trío de ases, realiza también otras películas poderosas y convincentes: Bitelchus (Beetlejuice, 1989) y las dos primeras entregas de Batman (1989 y 1992). Posteriormente, sólo Big Fish (2004) y La novia cadáver (The Corpse Bride, 2005) consiguen mantener en pie el «universo propio» burtoniano y la calidad de su trabajo, aunque no la entereza de una obra, mermada por producciones no sólo fallidas sino incluso desanimadas (sin alma) y desfallecidas, adjetivos éstos que incluso en Tim Burton no pueden tomarse como un elogio. Nos referimos a las muy desafortunadas Sleepy Hollow (1999), El planeta de los simios (Planet of the Apes, 2001), Charlie y la fábrica de chocolate (Charlie and the Chocolate Factory, 2005), Sweeney Todd: el barbero diabólico de la calle Fleet (Sweeney Todd: The Demon Barber of Fleet Street, 2007) y la ya mencionada Alicia en el País de las Maravillas (Alice in Wonderland, 2010).

Una obra tan meritoria como la de Burton no merece ser arrinconada en un oscuro sótano o enterrada en el olvido. Es de esperar, entonces, que todavía pueda sacar de la chistera otras criaturas monstruosamente encantadoras que aviven las fantasías del espectador y lo transporten por las noches al reino de las pesadillas.


Ariodante
Noviembre 2010



lunes, 2 de junio de 2008

VIVIR SU VIDA (Vivre sa Vie de Jean-Luc Godard, 1962)

La revisión de esta excelente cinta provoca el efecto de una bofetada en el rostro del triste panorama actual, de largometrajes insulsos y de baja calidad. En mi opinión, ver este filme es un recomendable ejercicio de humildad y aprendizaje para los presentes directores, y un soplo de aire fresco para los espectadores ansiosos de buen cine. Y aquí van mis razones:



Vivre sa vie es, ante todo, un ejercicio de estilo. Doce secuencias recogen la vida de una prostituta, desde sus comienzos hasta el final. En todos los capítulos, Godard se recrea con su musa, Anna Karina, en unos excelentes primeros planos que inundan la pantalla desde el principio. El realizador no pierde jamás el punto de vista de la protagonista. La sigue con la cámara y nos hace partícipes de esa persecución. Las primeras imágenes, acompañando a los créditos, nos muestran los dos perfiles y el frente de Anna Karina con una expresión de culpa que confirman un principio fundamental en el cine: toda película debe comenzar con una imagen que resuma o proporcione el “tono” correcto de la historia.

A continuación Godard deja que el espectador analice o simplemente disfrute de la totalidad del metraje. Sirva como ejemplo el arranque, cuando el director nos muestra a Karina y a su novio de espaldas a la pantalla. ¿El significado? Cualquiera de los siguientes, o todos, o ninguno de ellos: es el comienzo, así que aún no conocemos a los protagonistas, conforme avance la cinta nos iremos familiarizando con ellos; es una pareja en crisis, que se va a separar y esconden su rostro porque ellos mismos se ignoran; o bien Karina nos da la espalda como se la da a su vida anterior y, a partir de esta secuencia, todo va a cambiar.

Pero también es un largometraje que pertenece a un movimiento: la Nouvelle Vague. Y se enorgullece de ello. Las secuencias con referencias intelectuales son múltiples: así un joven lee las obras completas de Edgard Allan Poe (la voz es de Godard), mientras admira la belleza de la protagonista; o la propia Karina filosofa en un bar sobre la conveniencia de expresarse.

La pasión por el séptimo arte es otra característica de esta escuela. Las colas de un cine donde se proyecta Jules et Jim de Truffaut –compañero de Godard en Cahiers du Cinema-, o una larga secuencia de La pasión de Juana de Arco de Dreyer, con los primeros planos de Renee Falconetti confundiéndose con los de Anna Karina, confirman lo anterior.

Animo a los lectores a seguir a Godard en esta radiografía de Anna Karina; en esta obra maestra que se transforma por momentos en documental, en comedia –no perderse la forma de medirse que tiene la propia Karina- y en drama. La propia actriz agradece al director -y al espectador- su atención cuando mira fijamente la cámara; o cuando, en un interrogatorio, Godard la fotografía con poca luz para que su avergonzada cara quede difuminada. Si ella ya lo hace ¿qué más puedo decir yo para promocionar esta maravilla?

Ver Ficha de Vivir su Vida.

viernes, 29 de febrero de 2008

LA MÁSCARA DE LA MUERTE ROJA (The Masque of The Red Death de Roger Corman, 1964)

Hoy vamos a hablar de uno de los más importantes cineastas que ha dado la historia: Roger Corman. Su destacado papel en la industria del cine no se debe sólo a su prolífica obra como director y productor –obra que aún continua a buen ritmo-, sino a su labor de mecenazgo, de enseñanza y descubrimiento de grandes talentos, tanto de la dirección (Coppola, Scorsese, Bogdanovich, Cameron, etc.) como de la actuación (De Niro, Nicholson). Para recordarle vamos a comentar La Máscara de la Muerte Roja, una de las películas de la etapa más querida por el cinéfilo aficionado a las cintas de terror.



Se trata, posiblemente, de la mejor de las adaptaciones de Corman sobre la obra de Edgar Allan Poe. Realmente son dos historias en una, hábilmente entrelazadas por el guionista Charles Beaumont. La principal, la que lleva el mismo título del largometraje, va a ser comentada en lo que resta de artículo; la secundaria, procede de un relato corto del genial escritor, conocido por "Hop frog", y que, en manos de Corman, recuerda mucho a la excelente La Parada de los Monstruos (Freaks, de Tod Browning, 1932); está basado en un hecho real ocurrido en el siglo XIV, donde un enano se vengaba cruelmente de un noble que había maltratado a su novia, también diminuta.

De The masque of the Red Death se ha dicho que tiene alguna influencia del cine de Ingmar Bergman, sobre todo del Séptimo sello (Det Sjunde Inseglet, 1957); puede ser, pero a mí me sigue pareciendo una de las obras más personales de Roger Corman. Seguramente porque por fin dispuso del suficiente presupuesto para poder contar la historia de la forma que él quería. Eso sí, el director, un ahorrador nato, se aprovechó de los decorados de Becket (de Peter Glenville, 1964) y la rodó completamente en Inglaterra y con actores ingleses. Todo para beneficiarse de las subvenciones del Reino Unido y de unos impuestos sensiblemente más bajos que los estadounidenses. Para darnos cuenta del cuidado “exquisito” que puso Corman en su realización, no hay nada más que comparar su tiempo de rodaje (cinco semanas) con el de anteriores producciones, donde le bastaban quince días para filmar todos los planos a una media de... ¡más de setenta al día!

La acción principal de La Máscara de la Muerte Roja se desarrollaba en el castillo del Príncipe Próspero, encarnado por Vincent Price -actor fetiche de Corman-, un siniestro señor feudal que tenía un pacto con el diablo y celebraba todo tipo de orgías. Algunas de ellas muy bien llevadas desde la parte técnica gracias a la excelente fotografía en color de Nicolas Roeg, futuro director de películas tan prestigiosas como Más allá de... (Walkabout, 1971). Destaca la secuencia ya famosa en la que Hazel Court cruza poseída por el demonio las habitaciones del castillo, cada una de un color distinto; algo que haría más tarde, en otro tipo de filme, Peter Greenaway con su El Cocinero, el Ladrón, su Mujer y el Amante (The Cook, the Thief, his Wife and her Lover, 1989).
La cinta de Corman arranca con el perverso Price secuestrando a una familia de campesinos con la intención de poseer a la hija (Jane Asher) y de paso disfrutar viendo como su padre y su novio se pelean entre ellos. Todo cambia cuando la muerte roja -una horrible enfermedad- se extiende por la región. Para evitar contagiarse, el Príncipe y los nobles se refugian en el castillo donde se disponen a celebrar un baile de disfraces mientras que la plebe es masacrada por la epidemia. La trama vuelve a dar un giro brusco cuando el novio se escapa del castillo y vuelve a entrar para rescatar a su amada. Simultáneamente un extraño, con una máscara encarnada, se presenta en la fiesta y comienza a sembrar el pánico.

El largometraje adquiere la categoría de obra importante gracias a que Roger Corman cuenta la historia de una forma alegórica. Así, “La Muerte Roja” no es otra cosa que la peste, a la que el director ha querido darle forma humana creando al inquietante personaje del antifaz; precisamente aparece en escena cuando el novio –ya contagiado por la enfermedad- vuelve al castillo y propaga la epidemia. A partir de aquí viene lo mejor: Corman resuelve las dos tramas, primero la de los enanos para que la tensión aumente; después la de la máscara, en una brillante, larga y delirante secuencia final.

Como se ha comentado, Roger Corman aún sigue apareciendo en los créditos de muchos filmes. Casi siempre como productor. Me imagino que por sus manos habrán pasado todo tipo de guiones y habrá conocido a multitud de personas influyentes y sus anécdotas se contarán por miles. Veamos una de ellas sucedida mientras se filmaba La Mascara de la Muerte Roja: un día, Jane Asher trajo al rodaje a un músico amigo suyo que esa noche tenía un concierto; al finalizar la dura jornada ambos comieron con el director. Al día siguiente, leyendo el periódico, Roger Corman se enteró de que el concierto fue un éxito al ver el nombre del cantante –nombre que nunca había oído antes de que Jane se lo presentara-, se trataba de un tal Paul McCartney integrante de una banda que se hacían llamar “Los Beatles”.


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