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lunes, 1 de diciembre de 2014

CINE FÓRUM: LA MASCOTA DEL REGIMIENTO (Wee Willie Winkie de John Ford, 1937)

Nada menos que con John Ford volvemos a nuestra sección más analítica, pero lo hacemos esta vez con una de sus cintas menores, un proyecto de los llamados alimenticios que Ford hizo para la Fox, y en los que generalmente primaban los intereses comerciales para aprovechar el tirón de alguna estrella de moda (en este caso, Shirley Temple).


Se preguntarán por qué hemos elegido esta cinta cuando del mejor director que nunca haya existido hay un buen puñado de obras maestras dignas de estudiar. Lo hemos hecho precisamente por la admiración que profesamos hacía este genio del séptimo arte, y a su capacidad para conseguir hacer suya cualquier trama, por trivial que ésta sea. Así, en las manos de Ford, la historia de La mascota del regimiento, una película convencional de aventuras en la India con niña prodigio incluida, se convierte en una cinta de interés gracias a contar con algunos elementos muy reconocibles dentro de su cine.

El filme se basa en una novela de Rudyard Kipling y se adaptó a la gran pantalla para mayor lucimiento de Shirley Temple (en la historia original era un niño el protagonista): Priscilla (alias “Winkie”) y su madre viajan a la India para reunirse con el abuelo de la pequeña. Llegan en un difícil momento dadas las escaramuzas de los nativos en la región y el mal carácter del abuelo, a la sazón coronel del regimiento. Con estos mimbres, cualquier otro  habría explotado el ñoño conflicto que subyace en la trama entre la pequeña repipi, pero encantadora, y el estirado abuelo, el coronel ordanencista interpretado por C. Aubrey Smith, en su registro de siempre —en el cine patrio hay varios ejemplos, casi todos dentro de la saga de Marisol, véase Un rayo de luz (Luís Lucia, 1960)—. Ford, sin embargo, no va por ese camino (aunque lo roza por exigencias del guión), prefiere darle una mayor importancia a un personaje que en la historia original apenas lo tenía: el sargento MacDuff (Victor McLaglen).  Gracias a este giro de la historia, Ford puede dar rienda suelta a su particular visión del ejército, al contraste entre las distintas clases dentro de él, y al retrato de un personaje que le encanta, el del rudo soldado con gran corazón.


Con el nuevo enfoque, la relación entre la niña y el suboficial se convierte en el eje de la película. Mientras el sargento se encarga de enseñar a la pequeña la profesión de las armas, el director aprovecha la coyuntura para poner el énfasis en subrayar la camaradería dentro de la tropa y los valores tradicionales del ejército. Como en sus mejores películas, Ford deja espacio para la añoranza por la patria lejana. En este caso cambia la tierra irlandesa por la escocesa, pero la esencia es la misma. La banda sonora de Alfred Newman, con su fondo de gaitas, es la ideal para el propósito del cineasta.

Impecable en las escenas de acción, efectivo en el ritmo de la cinta y en la aventura, Ford se distingue, una vez más, por su capacidad de emocionar al público con las imágenes sin necesidad de muchas palabras. Un par de ejemplos ilustrarán esta cuestión:




La primera de las escenas es la visión que Ford tiene del despertar de este regimiento escocés. Es, prácticamente, una secuencia muda, una serie de gags que en poco menos de dos minutos nos ponen en situación.

El fragmento arranca con el toque de diana y con un travelling que recorre los pies de los soldados encadenados a sus fusiles. La presentación que Ford hace es original a la par que simbólica: los militares no pueden estar más unidos a las armas.

A continuación viene el aseo. El contraste entre unos hombres semidesnudos, con faldas, y su rudo comportamiento a la hora de lavarse y afeitarse, o de exigir a los criados que den el agua, es muy gracioso.

Luego podemos ver el divertido sketch en el que intentan despertar al sargento, primero con la gaita y luego con la trompeta, y que termina con el niño en el agua como si fuera un corto cómico del cine mudo. Precisamente, con la escena del baño involuntario del pequeño corneta, Ford propone otro contraste: el de clases dentro del ejército, lo hace con el ridículo comentario del oficial que pasa en ese momento por el exterior del barracón y ve al niño zambullirse en el tonel.

Pero lo mejor de todo es el final: el sargento, todavía dormido, se baña y se afeita en la especie de abrevadero que son los lavabos ante los incrédulos ojos de sus compañeros. Un acto del todo sorprendente que nos dice mucho acerca de la personalidad de MacDuff.

El sargento, al que da vida Victor McLaglen, es un viejo conocido por los aficionados al cine del realizador. Es el mismo que lidera La patrulla perdida; es también el sargento Mulcahy de Fort Apache, donde por cierto vuelve a compartir cartel con una ya crecidita Shirley Temple; es, asimismo, el sargento Quincannon en sus dos versiones, en la de La legión invencible y en la de Río Grande; y es, en fin, uno de los personajes más entrañables y más usados por John Ford en toda su carrera.




La segunda secuencia ya no tiene nada de graciosa: es la escena del entierro del suboficial y viene a certificar algo que ya sabemos, que Ford es tan bueno en las tomas cómicas como en las dramáticas.

Arranca con una imagen del arriado de la bandera a media asta mientras suenan las gaitas del regimiento en memoria del sargento. Ford utiliza durante toda la secuencia una cámara en contrapicado para resaltar las formaciones, los desfiles, los caballos en fila, pero también para poder ver el cielo. El director no tiene a su querido Monument Valley (que comenzará a utilizar con asiduidad en sus westerns a partir de La Diligencia, dos años más tarde), pero sí se vale de las nubes, de esos cielos que nadie como él ha sabido fotografiar para conseguir el efecto que desea: el de intensificar la emoción con el encuadre de un paisaje épico que resalte aún más la trascendencia del hecho que se está filmando, que lo sublime y lo enmarque.

Ford nos cuenta con sus propias palabras (en la serie de entrevistas que le hizo Peter Bogdanovich) cómo consiguió esta escena, sin duda la más emotiva de la película:

“Un día estaba muy nublado —había llovido—, pero con nubes bonitas, de esas que tienen un poco de luz. Normalmente habríamos cerrado, pero yo llevaba un estupendo cámara, Artie Miller, y dije:
—Tenemos que hacer algo con este tiempo, con estas nubes. Tenemos aquí a todo el mundo; ¡vamos a enterrar a Víctor!
Y Artie dijo:
—Es una idea estupenda. Vamos a abrir un poco el diafragma; nos dará un buen efecto.
Y así hicimos el funeral”

Y así lo hicieron. Con Arthur C. Miller (tres Óscar en su carrera como director de fotografía, entre ellos el de Qué verde era mi valle), pero también con Ford eligiendo esas bellas tomas y editándolas con un montaje paralelo donde Shirley Temple entra en el barracón vacío. Un plano muy adecuado, con una estilizada fotografía crepuscular de tono bajo que representa la soledad de la niña, donde las camas se encuentran tan alineadas como los soldados que rinden honores a la figura del militar caído en combate.


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