Nada menos que
con John Ford volvemos a nuestra sección más analítica, pero lo hacemos esta
vez con una de sus cintas menores, un proyecto de los llamados alimenticios que
Ford hizo para la Fox, y en los que generalmente primaban los intereses
comerciales para aprovechar el tirón de alguna estrella de moda
(en este caso, Shirley Temple).
Se preguntarán
por qué hemos elegido esta cinta cuando del mejor director que nunca haya
existido hay un buen puñado de obras maestras dignas de estudiar. Lo hemos hecho
precisamente por la admiración que profesamos hacía este genio del séptimo
arte, y a su capacidad para conseguir hacer suya cualquier trama, por trivial
que ésta sea. Así, en las manos de Ford, la historia de La mascota del regimiento,
una película convencional de aventuras en la India con niña prodigio incluida, se
convierte en una cinta de interés gracias a contar con algunos elementos muy
reconocibles dentro de su cine.
El filme se basa
en una novela de Rudyard Kipling y se adaptó a la gran pantalla para mayor
lucimiento de Shirley Temple (en la historia original era un niño el
protagonista): Priscilla (alias “Winkie”) y su madre viajan a la India para
reunirse con el abuelo de la pequeña. Llegan en un difícil momento dadas las
escaramuzas de los nativos en la región y el mal carácter del abuelo, a la
sazón coronel del regimiento. Con estos
mimbres, cualquier otro habría explotado
el ñoño conflicto que subyace en la trama entre la pequeña repipi, pero
encantadora, y el estirado abuelo, el coronel ordanencista interpretado por C.
Aubrey Smith, en su registro de siempre —en el cine patrio hay varios ejemplos,
casi todos dentro de la saga de Marisol, véase Un rayo de luz (Luís Lucia,
1960)—. Ford, sin embargo, no va por ese camino (aunque lo roza por exigencias
del guión), prefiere darle una mayor importancia a un personaje que en la
historia original apenas lo tenía: el sargento MacDuff (Victor McLaglen). Gracias a este giro de la historia, Ford
puede dar rienda suelta a su particular visión del ejército, al contraste entre
las distintas clases dentro de él, y al retrato de un personaje que le encanta,
el del rudo soldado con gran corazón.
Con el nuevo
enfoque, la relación entre la niña y el suboficial se convierte en el eje de la
película. Mientras el sargento se encarga de enseñar a la pequeña la profesión
de las armas, el director aprovecha la coyuntura para poner el énfasis en subrayar
la camaradería dentro de la tropa y los valores tradicionales del ejército.
Como en sus mejores películas, Ford deja espacio para la añoranza por la patria
lejana. En este caso cambia la tierra irlandesa por la escocesa, pero la
esencia es la misma. La banda sonora de Alfred Newman, con su fondo de gaitas,
es la ideal para el propósito del cineasta.
Impecable en las
escenas de acción, efectivo en el ritmo de la cinta y en la aventura, Ford se
distingue, una vez más, por su capacidad de emocionar al público con las
imágenes sin necesidad de muchas palabras. Un par de ejemplos ilustrarán esta
cuestión:
La primera de las escenas es la visión que
Ford tiene del despertar de este regimiento escocés. Es, prácticamente, una
secuencia muda, una serie de gags que
en poco menos de dos minutos nos ponen en situación.
El fragmento arranca con el toque de diana y
con un travelling que recorre los
pies de los soldados encadenados a sus fusiles. La presentación que Ford hace es
original a la par que simbólica: los militares no pueden estar más unidos a las
armas.
A continuación viene el aseo. El contraste
entre unos hombres semidesnudos, con faldas, y su rudo comportamiento a la hora
de lavarse y afeitarse, o de exigir a los criados que den el agua, es muy
gracioso.
Luego podemos ver el divertido sketch en el
que intentan despertar al sargento, primero con la gaita y luego con la
trompeta, y que termina con el niño en el agua como si fuera un corto cómico del
cine mudo. Precisamente, con la escena del baño involuntario del pequeño
corneta, Ford propone otro contraste: el de clases dentro del ejército, lo hace
con el ridículo comentario del oficial que pasa en ese momento por el exterior
del barracón y ve al niño zambullirse en el tonel.
Pero lo mejor de todo es el final: el
sargento, todavía dormido, se baña y se afeita en la especie de abrevadero que
son los lavabos ante los incrédulos ojos de sus compañeros. Un acto del todo
sorprendente que nos dice mucho acerca de la personalidad de MacDuff.
El sargento, al que da vida Victor McLaglen,
es un viejo conocido por los aficionados al cine del realizador. Es el mismo
que lidera La patrulla perdida; es también
el sargento Mulcahy de Fort Apache,
donde por cierto vuelve a compartir cartel con una ya crecidita Shirley Temple;
es, asimismo, el sargento Quincannon en sus dos versiones, en la de La legión invencible y en la de Río Grande; y es, en fin, uno de los
personajes más entrañables y más usados por John Ford en toda su carrera.
La segunda secuencia ya no tiene nada de
graciosa: es la escena del entierro del suboficial y viene a certificar algo
que ya sabemos, que Ford es tan bueno en las tomas cómicas como en las
dramáticas.
Arranca con una imagen del arriado de la
bandera a media asta mientras suenan las gaitas del regimiento en memoria del
sargento. Ford utiliza durante toda la secuencia una cámara en contrapicado
para resaltar las formaciones, los desfiles, los caballos en fila, pero también
para poder ver el cielo. El director no tiene a su querido Monument Valley (que
comenzará a utilizar con asiduidad en sus westerns a partir de La Diligencia,
dos años más tarde), pero sí se vale de las nubes, de esos cielos que nadie
como él ha sabido fotografiar para conseguir el efecto que desea: el de
intensificar la emoción con el encuadre de un paisaje épico que resalte aún más
la trascendencia del hecho que se está filmando, que lo sublime y lo enmarque.
Ford nos cuenta con sus propias palabras (en
la serie de entrevistas que le hizo Peter Bogdanovich) cómo consiguió esta
escena, sin duda la más emotiva de la película:
“Un día estaba
muy nublado —había llovido—, pero con nubes bonitas, de esas que tienen un poco
de luz. Normalmente habríamos cerrado, pero yo llevaba un estupendo cámara,
Artie Miller, y dije:
—Tenemos que
hacer algo con este tiempo, con estas nubes. Tenemos aquí a todo el mundo;
¡vamos a enterrar a Víctor!
Y Artie dijo:
—Es una idea
estupenda. Vamos a abrir un poco el diafragma; nos dará un buen efecto.
Y así hicimos el
funeral”


