Con la Sección Oficial a cuestas, ayer asistimos a la
proyección de una de las cintas más esperadas del festival: una coproducción francesa, belga
y checa que se viste de tragicomedia, del género que parece renacer en Europa
después de que los italianos lo inventasen allá por los años cincuenta.Y es que más que francesa, la película de
Xavier Giannoli parece transalpina (igual que el apellido del director galo),
por la puesta en escena, por las interpretaciónes de todo el reparto y, sobre
todo, por la trama:
La baronesa Marguerite (Catherine Frot) es aficionada a la ópera y suelde
dar recitales benéficos en su mansión a las afueras de París. Lo que ella no
sabe, pero lo sufren los demás, es que canta horriblemente mal. Desafina
continuamente y no se da cuenta de que la audiencia la alaba por interés.
Algunos, los incondicionales, no están por la labor de decirle la verdad para
no causarle daño. Entre ellos se encuentran su infiel marido y dos recientes
admiradores: Hazel, la joven voz femenina que triunfa en el circuito operístico
gracias a la oportunidad que Marguerite le concedió; y Lucien Beaumont, un
crítico musical que no sabe si reírse de la baronesa o encumbrarla como adalid
de la vanguardia anarquista.
Dicha pareja será el contrapunto romántico a la trama
principal: la joven sí canta bien, el crítico sí la quiere, todo es tan bonito
y romántico que pasa desapercibido en comparación con el drama que se vive a
espaldas de la baronesa. Drama o tragedia, porque la comedia está casi descartada
gracias a habilidad del director en lograr que, sistemáticamente, se nos
congele la sonrisa.
El último —o el primer— fan
de Marguerite es Madelbos, su mayordomo. La adora, le sigue la corriente
como si fuera una diva, y colecciona sus fotografías como si de estampitas de
santos se tratase. Un personaje que recuerda mucho al que diera vida Erich Von
Stroheim en la muy similar El crepúsculo de los dioses (Sunset Boulevard, Billy Wilder, 1950).
Igual que en el filme de Wilder, la ambientación de Madame Marguerite es una loa a todo lo kitsch, un monumento a la decadencia, si bien, aquí se encuentra más justificado por desarrollarse la trama —basada en hechos reales— en los locos años veinte del art déco y la extravagancia.
Igual que en el filme de Wilder, la ambientación de Madame Marguerite es una loa a todo lo kitsch, un monumento a la decadencia, si bien, aquí se encuentra más justificado por desarrollarse la trama —basada en hechos reales— en los locos años veinte del art déco y la extravagancia.
Entre las dos películas, protagonizadas por una señora ya
entrada en años que se cree una estrella, la principal diferencia estriba en que el papel interpretado por Gloria Swanson era el de una
mujer que podía presumir de gran actriz del cine mudo, mientras que el personaje de Marguerite es aún más patético pues nunca ha destacado en nada, simplemente ha soñado que antaño fue la mejor soprano de la historia. En cualquier caso, en ambos filmes la
locura y el delirio presiden el argumento que, inevitablemente, se precipita hacia
el mismo final.
Mientras tanto, como es de esperar, el largometraje destaca
por la música. La banda sonora y la selección de obras maestras es una
maravilla. Arias de Lakmé, Norma o La flauta mágica, harán las delicias de los aficionados a la ópera;
siempre, claro está, que Marguerite no cante.
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